Dios habla a su siervo Moisés (1ª. lectura) para que transmita al pueblo sus palabras. En una ocasión reúne a setenta ancianos alrededor de la Tienda. Al recibir también ellos el espíritu de Dios se ponen a profetizar. Otros dos ancianos, no presentes en aquél lugar, se ponen también a profetizar en el pueblo. Un joven escandalizado acude a Moisés para pedirle que les prohíba profetizar. Mas él le responde: «¡Ojalá todo el pueblo del Señor fuera profeta y recibiera el espíritu del Señor!»
Una respuesta semejante es la que da el Señor a Juan, que quiere impedir que un hombre expulse demonios en nombre de Cristo porque «no es de los nuestros». El Señor responde: «No se lo impidan, porque… el que no está contra nosotros está a nuestro favor». No es por eso por lo que deben escandalizarse los discípulos, no es a quienes predican en nombre del Señor a quien hay que impedir que hable o realice milagros incluso por no pertenecer al grupo de los Apóstoles.
Es por otras cosas por las que sí hay que escandalizarse, son otras cosas las que sí hay que cambiar o impedir, por ejemplo, la injusticia cometida por quienes se enriquecen explotando a sus semejantes. En la segunda lectura el Apóstol Santiago se dirige en términos muy enérgicos a aquellos ricos que habiendo endurecido el corazón frente a sus semejantes han amasado una fortuna “podrida”, acumulada a base de injusticias. A éstos los acusa asimismo de vivir disolutamente, entregándose a los placeres. La pasan bien en esta vida, pero su destino será terrible. Las desgracias que caerán sobre ellos deberían espantarlos, deberían hacerlos llorar y dar alaridos. Un comportamiento como el de ellos sí es absolutamente escandaloso.
En el Evangelio el Señor advierte con dureza a aquellos que escandalizan «a uno de estos pequeños que creen». Afirma que sería mejor que le pongan al cuello una piedra de molino «y lo echasen al mar.» La afirmación puede sonar exagerada o excesiva. Mas el uso de esta hipérbole tiene la intención de hacer tomar conciencia a sus oyentes de la gravedad enorme que tiene el escándalo a los ojos de Dios.
La voz escándalo viene de la palabra griega skandalon, que denomina el gatillo movible de una trampa o la trampa misma. Por extensión se aplica a cualquier obstáculo situado en el camino y que es causa de tropiezo y caída para el caminante. El Señor aplica el término escándalo en su sentido moral: escandaliza al prójimo quien con su mal ejemplo, su acción pecaminosa o sus consejos u opiniones inmorales lleva al error o pecado a otra persona, apartándola del camino del bien que conduce a la vida.
Cada uno puede convertirse en causa de escándalo para los demás, pero también puede ser causa de escándalo para sí mismo en la medida en que se sirve de sus miembros para pecar, o se pone en situaciones de riesgo que son ocasión de pecado, o admite ciertas ‘amistades’ o relaciones que lo arrastran al mal. Contra este tipo de escándalo el Señor recomienda la radicalidad: apartar o arrancar de raíz, cortar con todo aquello que sin ser malo en sí mismo se constituye en causa de pecado para uno: «Si tu mano te hace caer, córtatela… si tu pie te hace caer, córtatelo… si tu ojo te hace caer, sácatelo». Evidentemente no hay que entender estas expresiones en sentido literal. El Señor nuevamente echa mano de la hipérbole para señalar la actitud interior de radicalidad y firmeza que el discípulo debe tener para apartar de su vida todo aquello o aquellas personas que nos llevan a pecar, aún cuando implique un sacrificio doloroso.
Esta radicalidad la sustenta el Señor con un argumento contundente: «más te vale entrar tuerto en el reino de Dios, que ser echado con los dos ojos al infierno». El Señor habla de la existencia del infierno, y aunque Dios no lo quiere para nadie, es el destino posible para quien se obstina en rechazar a Dios para aferrarse al pecado. Quien quiera ganar la Vida eterna, debe despojarse de todo lastre o esclavitud de pecado.
LUCES PARA LA VIDA CRISTIANA
¿Alguna vez nos hemos preguntado a cuántos escandalizamos con nuestras conductas pecaminosas, con nuestras acciones cotidianas que desdicen de nuestra condición de bautizados, de cristianos, de católicos? ¿Acaso por nuestra causa, por nuestras incoherencias, no terminan apartándose muchos de la Iglesia? ¿No me he apartado acaso alguna vez yo mismo de la Iglesia por los escándalos producidos por algún mal sacerdote, o por la incoherencia que veo entre los católicos? ¿A cuántos hemos escuchado decir: “no voy a la Iglesia porque no me junto con hipócritas”? ¿Cuántos desprecian la fe al ver a tantos “beatos” y “cucufatas” que se proclaman muy creyentes, que van a Misa los Domingos, se golpean el pecho, pero al salir de Misa ofenden y maltratan a los demás, fomentan rencillas, odios, divisiones, se emborrachan, cometen injusticias, fraudes, adulterios, fornicaciones, asesinatos, robos, calumnias y tantas otras maldades? ¿A cuántos hemos escuchado justificar su apartamiento de la Iglesia y de la fe aduciendo que “creo en Cristo pero no en la Iglesia”? Lo cierto es que al apartarse de la Iglesia, al desconfiar de ella por la conducta escandalosa de alguno o algunos de sus miembros, terminan apartándose de Dios mismo y de su enviado Jesucristo (ver Rom 2, 18-24).
Es por nuestra falta de compromiso con el Señor, por nuestras incoherencias entre lo que decimos creer y lo que hacemos, que Cristo es rechazado, que la Iglesia es despreciada. Debemos tomar conciencia de que el pecado que yo cometo, grande o “pequeño”, aunque sea escondido, abaja a todos los miembros de la Iglesia, y cuando es público, se convierte en “piedra de tropiezo” para quien nos ve o escucha. Con mi mal ejemplo o enseñanzas induzco a los más débiles a cometer el mal. Con mi pecado, con mis incoherencias, con mi mal testimonio, aparto a las personas de Dios en vez de acercarlas a Él.
Ante la responsabilidad enorme que cada cual tiene frente a los “pequeños” nadie puede repetir las palabras de Caín: «¿quién me ha hecho custodio de mi hermano?» (Gén 4, 9). “Si otro se escandaliza (justamente) por lo que yo hago, no es mi problema.” ¡No! Somos responsables de la edificación de nuestros hermanos humanos, es nuestra obligación moral ser buen ejemplo para el prójimo. Los “pequeños”, los frágiles y débiles en la fe, deben poder encontrar en nosotros un referente, personas cristianas de verdad, personas ejemplares que por su conducta irreprochable y una vida de fe coherente los acerquen al Señor Jesús y a su Iglesia.
Finalmente, no olvidemos que el primer “prójimo”, el más “próximo” a mí, soy yo mismo. Por tanto, el primero a quien debo evitar escandalizar es a mí mismo. En ese sentido, el Señor me invita a apartar radicalmente de mi vida todo aquello que es para mí causa de tropiezo, todo aquello que me lleva a pecar, pues «el que peca, a sí mismo se hace daño» (Eclo 19, 4).
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