Parafraseando a Moisés y recogiendo la sentencia del evangelio, podríamos decir: ¡Ojalá todos, cristianos y no cristianos, echaran demonios o combatieran el mal en nombre del bien! Pues, el que así obra está de la parte del bien, es decir, está de la parte de Dios y de su enviado Jesucristo, que vino a este mundo para hacer el bien e implantar el Reino del bien o Reino de los cielos. Pretender impedirlos a estos que sigan obrando el bien porque no son de los nuestros es ponerse en contra de los planes benéficos (y salvíficos) de Dios, que miran a extirpar el mal y a implantar el bien. El que no está (porque no obra) contra nosotros, está a favor nuestro.
Puede parecer un modo muy benevolente (tal vez optimista) de ver las cosas. Teóricamente uno podría no estar contra nosotros, pero tampoco a favor nuestro. Sin embargo, alguien que hiciera algo bueno en nombre de Jesús difícilmente podría hablar después mal de él.
De cualquier modo aquí hay una llamada a acoger la buena acción, proceda de donde proceda, como buena y como suscitada por el Espíritu de Dios, que puede obrar en cualquier corazón humano, que también obra fuera de nuestras fronteras eclesiales o sacramentales. Esto es reconocer que hay bien (y bien suscitado por el Donador de todos los bienes) más allá de las manos “cristianas” o “católicas”, en personas que no son de los nuestros. Aquí resulta que todo el que dé un vaso de agua a alguien, porque sigue al Mesías, no quedará sin recompensa. Confiemos en esta promesa. Demos seriedad a esta palabra, sin quitársela a esta otra: ¡Ay de aquellos que escandalicen a uno de estos pequeñuelos que creen, más les valdría que le encajasen en el cuello una piedra de molino y lo arrojasen al mar!
¿Tan grave es el escándalo? ¿Y qué es escandalizar? Escandalizar es poner un escándalo, esto es, una piedra de tropiezo en el camino del bien o de la salvación de cualquier persona, ya sea fuerte o débil en la fe –aunque los fuertes siempre tendrán más posibilidades de superar el escándalo-: inducir al mal (por ejemplo, a un crimen, un robo o una violación): inducir al pecado, a la incredulidad, a la desesperación, al suicidio. El escándalo siempre incide en otro, en el escandalizado o inducido a hacer el mal, o a vivir a espaldas de Dios, o a pensar que no hay Dios.
El pecado de escándalo nunca se queda en uno mismo; siempre afecta directamente a otro, que suele ser más débil que el que escandaliza, probablemente porque antes ha sido escandalizado. Hay escándalos públicos y masivos que causan gran impacto en muchos; otros escándalos, también masivos, no tienen este carácter, porque no impactan, pero no por eso dejan de contribuir a extender el escándalo o a hacer que los escandalizados continúen viviendo en la mediocridad de un cristianismo sin apenas vida o vitalidad. Tal puede ser la conducta de muchos sacerdotes, que sin ser escandalosa es muy poco ejemplar, porque no trasparenta el estilo de vida de Cristo. Son esos escándalos que podríamos llamar silenciosos.
Y si quien te hace caer –dice Jesús- es tu mano, o tu pie, o tu ojo…, córtatelo o sácatelo, porque más te vale entrar manco, o cojo, o tuerto en la vida que ser echado entero (íntegro de manos, pies y ojos) al abismo, donde el gusano no muerte y el fuego no se apaga. La medida de la amputación puede parecernos extrema, pero si está en juego la vida, ya no nos lo parece. Al fin y al cabo es lo que hace un médico cirujano con ciertos órganos corporales (un pie gangrenado, por ejemplo) para salvar la vida: amputar. Cuando ya no se puede curar (ese miembro) hay que amputar para que el mal no se extienda a otros miembros, al organismo entero, y sobrevenga la muerte. La amputación está, por tanto, al servicio de la curación.
Pero aquí, podríamos objetar, no es propiamente la mano o el ojo el que escandaliza, sino el uso que se hace de estos órganos. Si esto es así, habrá que decir que la manera de corregir el escándalo será poner coto (o freno) a lo que ven nuestros ojos o tocan nuestras manos. Sólo si no fuésemos capaces de controlar esto, es decir, de curar nuestra malsana curiosidad de verlo todo (lo decente y lo indecente) o de tocarlo todo, o de apropiarnos injustamente de lo ajeno… podríamos vernos obligados a alguna suerte de amputación con el propósito de no poner en peligro nuestra vida. Porque ¿de qué nos sirve morir enteros si la muerte acaba disgregando todos los miembros de nuestro cuerpo?
Pero el peligro que nos señala el evangelio no está en esta muerte, sino en el destino que nos espera más allá de la muerte: el Reino de los cielos (para los que no han tropezado en el escándalo) o el abismo, donde ni el fuego cesa ni el gusano muere (para los apresados por el escándalo, y que no tuvieron el coraje de amputar lo que les inducía al mal). Amputar es siempre cortar, pero no siempre es cortar un miembro corporal. Tratándose del pecado, será más bien cortar un hábito, un uso inmoderado o desordenado, una afición o algo similar.
Porque ¿de qué le serviría al ladrón cortarse las dos manos si mantiene el deseo inmoderado de los bienes ajenos y el propósito de seguir robando? No podrá usar las manos en este empeño, pero sí otros medios o a otros como medios. ¿Y de qué le serviría al lujurioso sacarse los ojos, disponiendo aún de imaginación y de manos para seguir recreándose en sus propias fantasías y contactos? Es imposible eliminar todas las vías corporales (o sensibles) del pecado mientras el pecado perviva en nosotros como una tendencia incontenible o un poder incontrolable. Hay que ir a las raíces para desactivar el pecado (o el mal) que hay en nosotros; y hay que recurrir a Dios para que Él nos proporcione la fuerza desactivadora, la gracia sanante o elevante.
Y no dejemos pasar las palabras que el apóstol Santiago dirige a los ricos. También ellas son inspiradas, son palabra de Dios: Habéis amontonado riquezas. Habéis defraudado el jornal a los obreros. Habéis vivido con lujo y entre placeres. Os habéis cebado para el día de la matanza. Mensaje de advertencia que mira a nuestras obras: ¿Qué hemos hecho? ¿Qué hacemos con nuestras manos, con nuestros pies, con nuestros ojos, con nuestro dinero, con nuestros bienes, que ni siquiera son del todo nuestros? Sólo si nos empleamos para hacer el bien estarán bien empleados y seremos recompensados por ello. De lo contrario, puede esperarnos un destino pavoroso.
JOSÉ RAMÓN DÍAZ SÁNCHEZ-CID
Dr. en Teología Patrística
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