Muchos quieren entrar en la vida
por la puerta ancha,
bien vestidos y bien calzados,
rodeados de comodidades,
de fama y de honor,
sin el más pequeño rasguño o herida
en el cuerpo ni en el espíritu.
De esta forma
casi nunca se entra en la vida.
En la vida se entra normalmente
con la fama destrozada,
con el traje roto,
muchas veces desnudo
y sin zapatos en los pies.
En la vida se entra
con rasguños en el cuerpo,
y faltos de una mano,
de un pie o de un ojo.
En la vida se entra
con el espíritu roto,
con el alma dolorida
y con el corazón sangrando.
La vida no es la meta de la comodidad.
La vida es un don de Dios
para los humildes,
para los esforzados,
para los pecadores,
para los valientes,
para los débiles,
para los que tienen corazón,
para los que luchan por al vida,
para los que quieren la verdad,
para los que gozan con su presencia,
para los que lloran cuando se va.
La vida nunca entrará en los cómodos,
con los apáticos, con los aburridos,
con los “tanto-da”, con los “que-más-da”.
La vida es un regalo de Dios,
que se trabaja día a día.
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