1. La segunda de las lecturas bíblicas del presente domingo contiene uno de los textos más radicales del cristianismo. Por desgracia, uno de los textos menos citados y menos llevados a la práctica.
San pablo propone a los creyentes una norma de vida en lo que se refiere a la propiedad de los bienes materiales: La máxima igualdad en la posesión y disfrute de todos los bienes. Una comunidad de hombres en la que no existan irritantes desigualdades y en la que todos traten de que los bienes lleguen a la totalidad del grupo es, en el pensamiento cristiano, la sociedad a la que los creyentes han de tender con sus mejores empeños.
¿Cómo hemos de amar la vida? Escuchemos a san Pablo: “No se trata de que otros tengan abundancia y vosotros sufráis escasez Buscad la igualdad, al presente vosotros daréis de vuestra abundancia lo que a ellos les falta, y algún día ellos tendrán en abundancia para que no os falte a vosotros”.
Lejos de nosotros aquella idea de “caridad” que las reduce a ser sólo limosna.
La caridad de Dios la encontramos en la vida de Cristo: “Por vosotros se hizo pobre, siendo rico, para haceros ricos con vuestra pobreza”.
Jesús con su pobreza nos ha dado la fuerza para cambiar las actitudes de las personas, para ver las cosas con los ojos de Dios y encontrar la paz que se fundamenta en la justicia y la igualdad.
Mirar al necesitado como a un hermano. La fe es un impulso de vida porque nos lleva a compartir los dones que Dios ha puesto a nuestro alcance. Cuando se habla de “generosidad” en la Sagrada Escritura, no ha de entenderse por esta palabra el simple y pasajero desprendimiento de determinadas riquezas para aliviar un tanto la extrema pobreza de otros hombres. Esta “generosidad”, entendida así, como donación de lo que uno puede dar a otros sin alteración alguna de sus títulos de propiedad y de su condición de superior escalafón económico-social, es una adulteración del criterio bíblico. La “generosidad” proclamada por el Nuevo Testamento no se limita a esta caridad esporádica; mira a la creación de una sociedad de igualitarismo económico. “Nivelación” es el término utilizado por san Pablo en su comunicación a los cristianos de Corinto.
2. Este criterio resulta muy exigente, sin duda; si se comprende, por ello mismo, que la comunidad cristiana haya tenido cuidado de no volver su atención sobre tales tamañas exigencias. Pero, ¿cabe una fidelidad al evangelio sin llegar a la fiel aceptación de un espíritu de igualdad en la posesión y disfrute de los bienes materiales y sin un decidido empeño de cambiar las estructuras de la sociedad para que ese espíritu de “nivelación” y “generosidad” no se quede en mera aspiración?
Gustara más o menos a nuestros intereses esta proposición del Nuevo Testamento; pero, en la medida en que la marginación de nuestros propósitos y realizaciones, tendremos que reconocer nuestra adulteración de la fe en Jesús. Bien está la fe, la amistad, la caridad, dice san Pablo a los corintios. Pero añade: “Distinguíos también por vuestra generosidad”
3. El gran escándalo de los tiempos modernos estriba en que los cristianos no aparecen como los adelantados de esta sociedad igualitaria. Otros “credos” han venido a ocupar en las opciones de muchos este compromiso, y, por desgracia, ante la insensibilidad de muchos creyentes., los patrocinadores de esos nuevos “credos” de mayor garra social han entendido que la fe cristiana tenia que ser marginada y aun erradicada como inútil y hasta como estorbo. En la actual coyuntura de nuestra sociedad cabe preguntar si las opciones políticas que dicen inspirarse en el cristianismo ofrecen o no un programa eficaz de creación de una sociedad más igualitaria.
4. No cabe argumentar con la vieja filosofía de que los hombres somos distintos y que, en consecuencia de ello, distinto ha de ser el volumen de posesión y de acceso a los bienes materiales. Para el cristiano, la norma puede inspirarse en distinto discurso. Ha de atenerse a la “nivelación” que propone san Pablo. Porque el mal, la enfermedad, la muerte en el mundo no es fruto de Dios, como lo subraya hoy el libro de la Sabiduría, sino del pecado de los hombres.
¡Cuán aleccionadora es la palabra de hoy!: «Dios no hizo la muerte ni goza destruyendo a los vivientes”. «Todo lo creó para que subsistiera”. «Dios creó al hombre para la inmortalidad”. Nos pueden sorprender estas palabras, pero debemos encontrar su sentido verdadero.
Demasiadas veces oímos decir que hemos nacido para morir. Y no es verdad. Hemos nacido para vivir en plenitud. Dios ha hecho al hombre y la mujer para que vivan de verdad. Para que superen, incluso el mal trago de la muerte, como un episodio pasajero.
Hemos sido creados para vivir. Por eso nos fastidia tanto esta vida nuestra. Porque tiene tantas limitaciones que parece más una muerte que una vida.
Vivimos muriendo. Vivir es conocer, y amar, y relacionarnos, y crear cosas nuevas. Pero ahora y aquí, se puede decir muy bien que sólo hacemos un ensayo de todo ello. Un ensayo de conocer: ¡Cuántas cosas permanecen en la oscuridad y en la ignorancia! Un ensayo de amar: ¡Cuántos amores limitados, rotos, por los egoísmos, por la pereza, por los intereses! Un ensayo de relacionarnos: ¡Cuántos proyectos mueren o enferman por nuestras mezquindades!
A pesar de todo, tenemos sed de vivir plenamente. Dios ama la vida, ¡quieres que vivamos de verdad, tanto como podamos aquí en la tierra y del todo, plenamente, en su corazón, en la eternidad! Para eso hemos sido creados.
La muerte, en cuanto representación de las divisiones que interfieren en la vida humana, no responde al proyecto primero de Dios: Es creación de nuestra injusticia. Las divisiones para una conciencia cristiana han de ser aguijón a un mayor esfuerzo para poner a todos en pie de igualdad. Es lo que hermosamente sugiere el Evangelio de hoy al despertar de la muerte a la hija de Jairo.
5. Ahora, Jesús, en la Eucaristía, comparte con nosotros su vida. Es atrevido el símbolo de la comunión. Nunca nos habríamos sentido capaces nosotros de inventar uno tan atrevido como este. Vivámoslo con alegría y generosidad.
Antonio Díaz Tortajada
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