1.- «Dios no hizo la muerte, ni se recrea en la destrucción de los vivientes» (Sb 1, 13) A veces podemos pensar que Dios se complace en la destrucción, en castigar duramente al hombre. Lo llegamos a imaginar satisfecho y hasta contento al aplicar la pena al pecador. Y es que medimos a Dios con nuestras mismas medidas. Y pensamos que él, como nosotros, se alegra al ver cómo el malo sufre el castigo de su maldad.
No, Dios no se goza al aplicar su justicia. Y en el castigo, más que el aniquilamiento del reo, lo que busca es su conversión. Y es más, cuando ese castigo llegara a ser irrevocable, lo que se intentaría no es el dolor eterno del condenado, sino el justo castigo de su personal y libre elección. Pienso que, además, ese terrible castigo contribuye a suscitar el santo temor de Dios y el lógico arrepentimiento de los que aún están a tiempo de rectificar.
El deseo íntimo de Dios es la salvación de todos. Su proyecto primordial no podía ser más ventajoso para el hombre: Dios creó al hombre incorruptible, lo hizo imagen de su misma naturaleza. El hombre se parecía a su Creador como un hijo se parece a su padre. En su corazón existía la misma sed de amar y de ser amado. Su inteligencia se complacía y descansaba tan sólo en la verdad.
Y ahora, después de la triste experiencia de Adán, Dios nos ha regenerado y nos ha llamado de nuevo a la unión estrecha con él, a la amistad que satisface plenamente el alma. Y cuando le somos fieles, sentimos en nuestro espíritu una alegría que se desborda, una paz sublime, imposible de explicar.
«Por envidia del diablo entró la muerte en el mundo, y la experimentan los que le pertenecen» (Sb 2, 25) Fue él, el envidioso, el soberbio, el ángel de la Luz, el que al verse tan hermoso y fuerte se atrevió a luchar contra Dios, a rebelarse a los planes divinos. Luzbel, Satanás, el Diablo, el Príncipe de las tinieblas. Vio cómo Dios amaba al hombre y se llenó de tristeza. Su astucia y su odio se desplegaron como oscuras alas de vampiro. Y vino la tentación, la caída, las trágicas consecuencias de la desobediencia a la voluntad de Dios.
La muerte como el final de esas mil claudicaciones, la muerte como el último e inevitable capítulo de una vida de pecado. Una muerte sin esperanza, una muerte que se hunde en las tinieblas de la incertidumbre y del miedo. Una noche densa sin un posible amanecer. Una angustia desgarradora ante la duda de un futuro desconocido. La certeza aterradora de una muerte eterna.
Pero esa muerte que amedrenta es tan sólo el último eslabón de esta cadena que van forjando los pecados de los hombres. Porque la rebeldía contra Dios es una triste muerte del alma. Un paso cierto hacia el tenebroso abismo. Es por eso que el hombre siente el remordimiento, el miedo de haber hecho algo tan grave que no logra sopesar plenamente. Ojalá la triste experiencia de haber tenido parte con el demonio, nos libre de ser presa para siempre de sus terribles garras.
2.- «Te ensalzaré, Señor, porque me has librado» (Sal 29, 2) No has dejado, sigue diciendo el salmo, que mis enemigos se rían de mí. Señor, sacaste mi vida del abismo, me hiciste revivir cuando bajaba a la fosa… Muchas veces hemos podido aplicar estas palabras a nuestra propia vida, ya que muchas veces hemos sentido cómo Dios nos libraba de algún mal, o nos defendía de nuestros enemigos, esos que se empeñan en hacernos daño, a pesar de que quizá nada les hemos hecho. Un profundo sentimiento de gratitud hacia el Señor ha brotado espontáneo de nuestra alma, al ver cómo la verdad acababa triunfando, y quedaban humillados los que pretendieron perjudicarnos.
Pero sobre todo hemos de sentirnos llenos de gozo, y de agradecimiento al Señor, por habernos librado del abismo, del infierno en el que ya tendríamos que estar a causa de nuestros pecados, repetidos hasta la saciedad. Quizá haya en aquel terrible lugar de suplicio algunos que no hayan cometido los pecados que tú, o que yo, hayamos cometido… Ante este pensamiento, que no es una mera ficción, hemos de cantar a Dios este salmo de hoy. Y, además, procurar con empeño que no se vuelva a repetir el caer en estado de condenación por el pecado mortal.
«Tañed para el Señor, fieles suyos» (Sal 29, 5) Sigue el tono festivo del canto interleccional de la misa de hoy: dad gracias a su nombre santo; su cólera dura un instante, su bondad de por vida; al atardecer nos visita el llanto, por la mañana el júbilo… Sí, de este modo se va entretejiendo nuestra pobre vida. Lágrimas y risas, penas y gozos se van sucediendo de modo intermitente. No obstante, si tenemos fe en Dios, si le amamos, si confiamos en su bondad sin límite, el optimismo y la paz se acabarán imponiendo en nuestro vivir cotidiano.
Vamos, pues, a mirar las cosas, todos los aconteceres, los buenos y los malos, con una visión clara y luminosa, siempre esperanzada. Es realmente una pena que Dios nos quiera felices, nos dé los medios para que lo seamos, y que nosotros nos empeñemos en desoír su voz, en apartarnos de sus caminos. Vamos a rectificar, una vez más… Escucha, Señor, y ten piedad de mí; Señor, socórreme. Cambiaste mi luto en danzas. Señor, Dios mío, te daré gracias por siempre.
3.- «Hermanos: ya que sobresalís en todo» (2 Co 8, 7) Hay en el hombre, como algo congénito, un afán continuo por sobresalir. A veces es un noble afán de crecer en lo bueno, un deseo honesto de mejorar. Otras veces, las más, ese afán va acompañado de orgullo, de soberbia y vanidad. Incluso se intenta sobresalir a costa de los demás, de quienes están a nuestro alcance y pueden, de algún modo, ser un pedestal para levantar un poco más la propia situación.
Es curioso ver cómo ese afán por sobresalir se infiltra a menudo incluso en las cosas más santas. Y así hay quienes hacen gala de ser buenos católicos, o de estar en la vanguardia de una continua renovación, aunque sea a costa de los mayores desafueros y papanatismos. Hay que sobresalir, sí, pero a los ojos de Dios y no a los de los hombres. Y con frecuencia el que sobresale ante los hombres desaparece ante Dios, y viceversa. La espiga vacía se mantiene enhiesta, tiesa, sobresale de las demás. En cambio la espiga bien granada se dobla, se oculta en cierto modo entre la mies… De todos modos, es totalmente cierto que Dios enaltece a los humildes y humilla a los soberbios.
«…distinguíos también ahora por vuestra generosidad» (2 Co 8, 7) Ahí es donde hay que sobresalir: en la generosidad, en la entrega a los demás. Entrega de lo que uno tiene y de lo que uno es… Bien sabéis lo generoso que fue nuestro Señor Jesucristo: siendo rico, por vosotros se hizo pobre, para que vosotros, con su pobreza, os hagáis ricos. Y sigue el Apóstol: Pues no se trata de aliviar a otros y pasar vosotros estrecheces; se trata de nivelar. En el momento actual, vuestra abundancia remedia la falta que ellos tienen; y un día, la abundancia de ellos remediará vuestra falta; así habrá nivelación.
Nivelar, disminuir las diferencias. Evitar que haya quienes derrochen el dinero a manos llenas y quienes sufren al carecer de lo más imprescindible. Que los ricos sean menos ricos y que los pobres sean menos pobres. Así al final habrá una mayor nivelación en el juicio de Dios. Entonces los ricos, pobres ante el Supremo Juez, serán salvados por los pobres, ricos definitivos ante Dios. Lo dijo Jesús: Haceos amigos con las riquezas injustas para que, cuando éstas os falten, os reciban en los eternos tabernáculos.
4.- «Les insistió en que nadie se enterase» (Mc 5, 43) Jairo era un hombre importante en medio de su pueblo. Y, sin embargo, se acerca al joven rabino de Nazaret, ese mismo que muchos capitostes de Israel rechazaban. Su situación de dolor, su preocupación de padre por la hija que se le muere, le ayuda a superar prejuicios y cualquier orgullo de casta. El archisinagogo acude suplicante al carpintero nazaretano. A menudo es preciso el sufrimiento para domeñar nuestra soberbia y derribar esa latente convicción de que somos mejores que los demás.
Jesús atiende de inmediato su petición y marcha con él a su casa para curar a la niña. Podemos afirmar que un hombre humilde es siempre atendido por el Señor. Un corazón contrito y humillado Dios no lo rechaza, dice el salmo Miserere. Y así es, en efecto. La omnipotencia divina, su misma justicia, parece quedar desarmada ante el pobrecito que se sabe sin nada y acude confiado a quien todo lo tiene. Sin duda que el camino de la humildad, del reconocimiento sencillo de la personal indigencia, es el más fácil y andadero para llegarnos, ir y volver una y otra vez, hasta Dios.
La mujer hemorroisa también escoge ese mismo sendero de humildad. Se esconde entre la multitud, se considera indigna de que Jesús le hablara o la mirara a ella, impura según la ley mosaica. Oculta en el tropel de la gente, consigue por fin alargar su mano y rozar con sus dedos trémulos el borde de la túnica del Señor. El milagro se produce, Dios vuelve a mirar con la sonrisa en sus ojos a un alma sencilla y humilde.
Junto a su profunda humildad, destaca en estos personajes evangélicos una gran fe, una confianza inquebrantable en el poder y en la bondad de Dios. Jairo no ceja en su empeño, a pesar de que la niña estaba muerta y de que la gente se ríe de Jesús porque dice que se ha dormido. La hemorroisa sabe que todos apretujan a Jesús en su afán de estar cerca de él. Pero ella sabe también que cuando llegue a tocar el borde de la túnica que viste el Maestro quedará sana de su enfermedad vergonzosa. Y así ocurrió. Y así ocurrirá siempre que nos acerquemos hasta Jesús llenos de humildad y de compunción por nuestras faltas y pecados, confiando en su poder sin límites y en su bondad infinita.
Antonio García Moreno
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