26 mayo 2024

Comentario domingo Santísima Trinidad

 

Comentario domingo Santísima Trinidad

Cada vez que celebramos la eucaristía lo hacemos en el nombre de Dios, pero de Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo. También fuimos bautizados en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo. Pero nosotros no reconocemos otro Dios que el Dios vivo, único y verdadero que reconocía el pueblo de Israel como el Dios que había salido en su busca. Somos, pues, monoteístas, como los que decían que no hay más Dios que el Señor de cielos y tierra. Pero además de monoteístas, somos trinitarios. Confesamos como Dios al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo, o también, reconocemos en Jesús al Hijo de Dios venido en carne por nuestra salvación; por tanto, al Hijo de ese Dios que es su Padre y comparte naturaleza con Él.

Pues no se trata de nombrar a la misma persona de tres modos distintos, sino de tres personas distintas, cada una con su propia individualidad o propiedad personal. Porque el Padre, en cuanto persona, no es el Hijo, del mismo modo que el Hijo no es el Padre: uno es el engendrado y el otro, el que engendra. Pero el que engendra (por eso es Padre) no es anterior ni superior al engendrado (el Hijo), por el hecho de engendrarlo, pero sí es su origen o principio, si bien un origen intemporal o eterno.

El Hijo tiene, pues, principio (en el Padre), pero no comienzo (temporal). Y sin embargo, ambos se necesitan para ser lo que son (Padre e Hijo), dado que son correlativos: no hay Padre sin Hijo, como no hay Hijo sin Padre. De tal manera están implicados el uno en el otro que son relación al otro –como dijo ya Basilio de Cesarea-. El Padre es relación al Hijo, de modo que lo que le constituye como tal es esta relación de paternidad; lo mismo que al Hijo le constituye una relación de filiación. Esta percepción es lo que le llevó a santo Tomás de Aquino a decir que las personas divinas son relaciones subsistentes. La subsistencia es lo que hace de tales relaciones personas.

Nuestro Dios es, pues, uno (no hay nada más uno único que Él), pero también trino: una unidad en la trinidad personal. En la unidad más primigenia hay, por tanto, comunión de amor, relaciones interpersonales, reciprocidad, intercambio. Y no es tanto que en Dios haya eso, sino que Dios es eso: Dios es amor, y amor fecundo, que engendra personas en comunión, dinamismo de relaciones. Antes que nuestra, ésta es la fe de san Pablo, que distingue entre ese Dios del que somos hijos y herederos, ese Cristo con el que somos coherederos por compartir con él la filiación, y ese Espíritu que nos hace hijos adoptivos y que grita dentro de nosotros: Abba, Padre. Ni el Padre al que llamamos Abba es el Hijo, ni el Espíritu que grita en nosotros es el Padre al que gritamos Abba. Por tanto, san Pablo distingue. Pero también lo había hecho Jesús cuando se dirige al Padre como su Abba y cuando nos habla del Padre o cuando nos enseña a rezar el Padre nuestro.

Dios, nuestro Dios, es, pues, una comunión de personas que no rompen su unidad, sino que la conforman. Pero lo que en realidad nos incorpora a la fe trinitaria no es otra cosa que nuestra fe en Jesucristo como Hijo de Dios hecho hombre y como Ungido del Espíritu. Ésta es la fe que celebramos hoy, no para entender el misterio, sino para contemplarlo y tomar conciencia de lo que este Dios, que es comunión de amor, quiere para nosotros: no otra cosa que incorporarnos a su vida de comunión.

Para eso nos ha hecho hijos, para gozar como hijos con el Hijo y con el Padre bajo el empuje del Espíritu Santo. Lo importante, por tanto, no es entender, sino dejarnos llevar por este dinamismo de amor interpersonal: insertarnos en Él mediante la oración y el seguimiento. Toda relación –mucho más la relación de amor- requiere contacto. Y el mantenimiento y afianzamiento de esta relación, contacto continuado o frecuente. La relación con este Dios relacional reclama oración; pues no hay otro modo de contactar con este Dios personal (tripersonal), con este Dios que es Padre, Hijo y Espíritu Santo, que la oración.

No es ilógico, por tanto, que la Iglesia haya escogido este día como Jornada pro orantibus. Hoy es la jornada de las personas consagradas a la vida contemplativa, esto es, a las personas dedicadas a mirar con detenimiento el espectáculo inenarrable de este amor personal que está en el fondo de toda realidad y que es nuestro Dios: a contemplar y a sostener un coloquio de amor siempre abierto a nuevos descubrimientos y experiencias. Es la experiencia espiritual en la que se han abismado místicos como nuestra santa Teresa de Ávila, que llegaba a decir: «Vivo sin vivir en mí, y tan alta vida espera que muero porque no muero». Tener una mínima experiencia de este misterio es tener ya una experiencia del cielo en la tierra. Que el Señor nos lo conceda.

JOSÉ RAMÓN DÍAZ SÁNCHEZ-CID
Dr. en Teología Patrística

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