El tema central de las lecturas de hoy son las Bienaventuranzas. Jesús nos presenta los valores que han de guiar nuestra vida cristiana: pobreza, mansedumbre, llorar con los que lloran, el hambre y sed de la justicia, la misericordia, la limpieza de corazón, trabajar por la paz, soportar la persecución por Cristo y su reino. Valores contrarios a los poderes de este mundo, que no nos integran en el Cuerpo de Cristo, quien por pura gracia ha escogido lo débil del mundo, para que nadie pueda gloriarse sino en el Señor.
Las bienaventuranzas son un programa de vida. Así lo ha visto la tradición de la Iglesia. Sin embargo, no ha sido tan común explicar el camino de la vida espiritual dividido en las etapas marcadas por el Sermón de la Montaña. San Agustín estableció que las bienaventuranzas trazan las siete etapas del progreso en la vida espiritual y, además, asociaba a cada una de ellas a uno de los siete dones del Espíritu Santo: pobreza de espíritu y temor de Dios; la mansedumbre y el don de piedad; las lágrimas de la oración y el don de la ciencia; el hambre de la justicia con la fortaleza; misericordia y don de consejo; pureza de corazón e inteligencia; la paz de los hijos de Dios y el don de la sabiduría. La octava de las bienaventuranzas de Mateo (en Lucas son cuatro) expresa, según él, la perfección de todos los grados precedentes.
El camino cristiano arranca en el temor del Señor y la pobreza de espíritu. Hoy es poco común hablar desde el púlpito del temor, a pesar de que es eso, don de Dios. Tiene mala prensa todo lo suena con una actitud temerosa. Pero si se entiende bien cobra sentido. San Agustín distingue tres tipos de temor. El primero, a los males de este mundo, al que podemos calificar como carnal y servil, no produce la conversión y con él no se ama ni adora a Dios; no está de moda en nuestros días y, efectivamente, no es bueno ni para la vida cristiana ni para el bienestar mental. El segundo, a las penas del infierno, es decir, a las consecuencias de la falta de conversión a Dios; es también temor servil, alejado del ideal, pero, sin embargo, útil para acercarnos a Dios. Por no ser ideal no existirá siempre, será sustituido por el tercero, llamado a permanecer. Se trata del que San Agustín califica como casto y filial, nacido del amor, consistente temer el alejamiento o ausencia del amado, Dios. Este temor es bueno y útil.
El santo pone un ejemplo para ilustrar ambos temores. Imagina dos mujeres, una casta y la otra adúltera. La primera teme que su marido se aleje, la segunda que regrese. Si el marido está lejos, la adúltera teme que llegue mientras la casta teme su retraso. En cierto modo, nuestro señor Jesucristo, el Esposo, se encuentra lejos. El cristiano, o sea, tú y yo amigo lector, preguntémonos si deseamos que venga y lo haga cuanto antes o, más bien, preferimos que se retrase. Salta a la vista que el temor casto nace del amor.
Si éste es el primer peldaño en el ascenso espiritual, su complemento necesario es la pobreza de espíritu, identificada con la humildad. Del temor de Dios nace la humildad, inicio de la conversión y de la sabiduría. Si la soberbia es la primera causa del pecado, la humildad es el primer paso para volver a Dios. No se trata de una etapa a superar, es necesaria para todo el camino, puesto que la humildad se integra en la perfección.
Ahora bien, ¿qué es la humildad? Si la soberbia es el amor propio hasta no reconocer la dependencia de Dios ni su ley, identificándose así con la mentira, la humildad es el reconocimiento de la verdad. La humildad la que nos hace asumir que somos hombres y debemos someternos a la voluntad de Dios; nos recuerda, también, los propios pecados, llevándonos al arrepentimiento y la confesión. Por último, nos lleva a tomar conciencia de nuestra incapacidad para evitar el mal y hacer el bien, mostrándonos así la necesidad de la gracia. Además, es una virtud específicamente cristiana; no es extraño que nuestro pensamiento contemporáneo la ignore.
Siendo sinónimo de humildad, la pobreza de espíritu no es solamente reconocerse criatura, someterse a la voluntad de Dios y reconocer los propios pecados. El pobre de espíritu evita atribuirse a sí mismo el bien que cumple. Pobres de espíritu son los pobres del espíritu propio y ricos del Espíritu de Dios. El creyente no debe sentirse en abundancia sino reconocerse pobre; incluso si posee riquezas, debe convencerse de que esas no son verdaderas riquezas, para desear otras. Quien de hecho anhela riquezas falsas no va en busca de las verdaderas, mientras que quien busca las verdaderas riquezas mientras busca es un pobre y puede con razón decir que lo es. ¿Cuáles son las verdaderas riquezas? La verdadera riqueza es la verdadera salud que se tendrá cuando con la resurrección final no nos falte ya nada y no tengamos más necesidad de nada. En esta vida terrenal hay que sentirse míseros y pobres para desear ser saciados de la fuente de toda justicia y salud de alma y cuerpo. Esta pobreza de espíritu, que hace que nos reconozcamos débiles e indigentes, es indispensable para hacernos fuertes y ser saciados por Dios. ¡Qué difícil esta mentalidad en una sociedad del bienestar como la nuestra! ¿Verdad?
Por lo tanto, temor de Dios, humildad y conversión son las realidades que caracterizan el primer estadio en el camino de la vida espiritual según San Agustín, la primera de las bienaventuranzas. Es la etapa de la infancia espiritual. Quien está en esta fase debe vivir conforme a la inocencia de los niños, alejando de sí toda malicia, engaño, hipocresía, envidia, maledicencia, y mantener la inocencia recuperada, de tal modo que no se pierda durante el resto de las etapas del crecimiento. El signo distintivo de esta infancia es la humildad, con la que se reconoce la primacía de Dios y su voluntad. En esta fase el espíritu de la persona comienza la vuelta así mismo después de estar desperdigado por el mundo externo, y se pone frente a sí mismo, como en un espejo, no para detenerse en su imagen sino para ponerse en la presencia de Dios, reconocer la propia miseria y el primado de la voluntad del creador. Esta humildad supone una conversión que implica la fe en Dios de la que es el temor una expresión.
Lo hemos escuchado en la primera lectura: “Buscad la justicia, buscad la humildad”. No se trata, sin embargo, de la humildad que predican los libros y gurús de la autoayuda, de perfil meramente psicológico. Se trata de reconocer la verdad de quienes somos ante Dios, nuestra dependencia y, al tiempo, la grandeza de nuestra vocación. Esta situación respecto a Dios nos iguala a todos los hombres y nos hace siervos del prójimo. Va de la mano con la caridad para con los demás y genera buena convivencia. ¡Qué agradable es convivir con los humildes! Quien es humildemente generoso reconoce que el único tipo de pecado que la caridad debe cubrir es el inexcusable, y que el único orgullo completamente condenable es el de quien tiene algo de que presumir. El único orgullo que no hace daño es el que se basa en cosas que no son mérito nuestro, como no hace daño estar orgulloso del propio país o de los antepasados. Pero es malo el orgullo de haber ganado dinero, de tener títulos o, peor aún, de la propia inteligencia. Y lo que más daño hace es estar orgulloso de lo que más vale, a saber, la propia bondad. Quien está orgulloso de sus propios méritos es un fariseo, de esos que se convirtieron en objeto de las críticas de Cristo. Por el contrario, sintámonos orgullosos de que Cristo haya muerto por nosotros, de ser amados por Dios singularmente. Es la forma, quizá única, de ser pobres de espíritu, dando frutos justicia y de caridad. Que para ello nos ayude la eucaristía que celebramos.
Luis M. Castro, osa.
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