18 agosto 2022

AMOR Y TEMOR Domingo 21 de agosto

 AMOR Y TEMOR

Por Antonio García Moreno

1.- "Esto dice el Señor: Yo vendré para reunir a las naciones de toda lengua..." (Is 66, 18) Las fronteras cerradas y estrechas del judaísmo se rompen con la llegada del Mesías. Antes de venir Cristo, los judíos pensaban que sólo los hijos de Abrahán, los de raza hebrea, podrían entrar en el Reino de Dios. Llevados de esa enseñanza procuraban no mezclarse con los gentiles, hasta el punto de considerar que era una mancha entrar en una casa de paganos. En contraste con esta doctrina, Jesús enseña que no es la sangre ni la carne la que salva, que no basta con tener por antepasados a los patriarcas Abrahán, Isaac y Jacob para entrar en el Reino.

Ante el escándalo de sus oyentes, Cristo llega a afirmar que Dios puede hacer brotar hijos de Abrahán de las mismas piedras. Y que muchos de Oriente y de Occidente se sentarán un día en la mesa del Reino. Entre nosotros puede ocurrir algo parecido. Podemos pensar que por el mero hecho de pertenecer a una familia cristiana ya somos cristianos. Hay que salir de ese error. Se es cristiano no por unas creencias o por unas prácticas semanales, sino por toda una vida en conformidad con el Evangelio.

"Vendrá a ver mi gloria..." (Is 66, 21) La gloria de Dios, ese resplandor que llena de gozo y de paz el corazón del hombre. Ver la gloria divina, en efecto, es suficiente para colmar todas las ansias que acucian el espíritu humano. Buena prueba de ello es la exclamación de san Pedro cuando, en el Tabor, contempla por unos momentos la gloria del Señor y dice lo bien que se está allí. Es cierto que sólo en el cielo se podrá contemplar plenamente esa gloria, gozando sin término el mayor bien que jamás podremos ni imaginar. Pero también es cierto que el gozo de la vida eterna se comienza a gustar en esta vida de aquí abajo. Por eso los cristianos que son fieles son también felices.

El Señor, deseoso de nuestra felicidad, quiere adelantarnos algo de la dicha y la alegría del cielo. Por eso se preocupa de señalarnos bien claro el camino que hemos de recorrer por medio de sus Mandamientos, inscritos en nuestro mismo corazón como una Ley natural, que determina lo bueno que nos beneficia y lo malo que nos perjudica. Es una Ley que él da a todos los hombres, pues todos están destinados a ser sus hijos, a gozar un día de la gloria eterna, y a pregustar, entre amarguras quizá, el sabor inefable de su cercanía y su amor.

2.- "Alabad al Señor todas las naciones..." (Sal 117, 1) Hay un período de la Historia de la salvación en el que Dios se fija de modo casi exclusivo en un pueblo, el de Israel. Con los hijos de Jacob, en efecto, sella una Alianza por la que establece unas relaciones de intimidad como jamás se conoció entre los pueblos y sus dioses. Bien podían los judíos estar orgullosos de aquella situación, considerarse privilegiados con respecto a las demás naciones. Pero aquella situación era provisoria, un primer paso hacia una realidad distinta. Ya desde Abrahán se habló de que las promesas hechas al patriarca alcanzarían también a otros pueblos, innumerables como las estrellas, y que serían bendecidos con él.

Con Jesús se realizan dichas promesas. Las predicciones de los antiguos profetas se cumplieron con creces. Ocurrió como tantas otras veces, las palabras de Dios fueron sobrepasadas por sus obras. Su Alianza, en efecto, se extiende a todas las razas y los pueblos, que desde Cristo alcanzan la misma categoría de hijos de Dios, al igual que quienes eran herederos directos de las promesas.

"Firme es su misericordia con nosotros, su fidelidad dura por siempre" (Sal 117, 2) El motivo principal para aclamar al Señor, para alabarle desde lo más íntimo de nuestro ser, es la firmeza de su misericordia para con nosotros, su fidelidad que dura por siempre, la certeza de que el amor divino no es voluble y caduco como el amor humano. Los hombres, efectivamente, solemos amar de modo irregular. Hay momentos en los que el amor humano alcanza cotas muy elevadas, momentos en los que parece imposible que se pueda amar tanto. Pero también es verdad que ese mismo amor puede decaer y enfriarse, desaparecer incluso, y lo que es peor, convertirse en odio. En cambio el amor de Dios es siempre vivo y fuerte, ardiente y apasionado. Amor que ni la muerte es capaz de apagar. Amor sin límites, amor inefable, indefinible, muy por encima de cuanto podamos decir o imaginar. Por eso precisamente todos los pueblos y todas las naciones, cada uno de nosotros en nuestro corazón, hemos de alabar y proclamar la gloria de Señor.

4.- "Hermanos: habéis olvidado la exhortación paternal que os dieron" (Hb 12, 5) Con qué facilidad nos olvidamos de las cosas. Bastan a veces unas horas para que ya no recordemos lo que se nos dijo. Incluso sentimientos fuertes, o palabras que nos llegaron muy hondo, se borran con el correr del tiempo. La Santa Madre Iglesia, conocedora de nuestro modo de ser, nos repite sin cesar las enseñanzas de Cristo, para que nunca las olvidemos y las tengamos siempre presentes.

Hoy nos habla de una cuestión que sin duda es fundamental en nuestra vida. Hijo mío, nos dice, no rechaces el castigo del Señor, ni te enfades por su reprensión; porque el Señor reprende a los que ama y castiga a sus hijos preferidos. Aceptad la corrección, -se nos dice hoy-, porque Dios os trata como a hijos, pues ¿qué padre no corrige a sus hijos?

Sí, Dios es un padre bueno y justo para nosotros, nos ama entrañablemente, se preocupa de nuestro bien. Nos corrige con amor y con fortaleza... Sería muy triste que Dios se desentendiera de nosotros, que no nos apartara del mal camino, que no nos quitara de las manos lo que puede perjudicarnos, que no nos hiciera caer en la cuenta de nuestros errores. Gracias, Dios mío, por tu paternidad eficiente y auténtica, gracias por tus castigos que brotan de tu profundo y sincero amor.

"Ningún castigo nos gusta cuando lo recibimos, sino que nos duele" (Hb 12, 11) Dios no es como algunos se lo imaginan, bonachón y permisivo, incapaz de corregirnos con fortaleza. Ese Dios es sólo un ídolo que nosotros mismos nos fabricamos. Dios castiga de verdad. Entonces el hombre siente con intensidad el dolor y la amargura. Lo correcto es que el peso de la justa ira divina le doblegue al hombre, hasta hacerle reconocer su pecado, y moverle al arrepentimiento, a volverse compungido a Dios y pedir perdón de su pecado.

También pudiera ocurrir que el dolor y el sufrimiento endurecieran el corazón del hombre, hicieran de él un rebelde que se levanta contra los planes de Dios. Esa actitud sería inútil y perjudicial. La culpa, en lugar de desaparecer, se acrecentaría. Y en vez de atraer la misericordia divina se encendería más y más la terrible ira de Dios.

Hay que mirar las cosas con ojos de fe, con la actitud humilde del buen hijo que reconoce su culpa y se duele de haber ofendido a su padre. En ese caso renace el fruto de una vida honrada y en paz. Por eso, el texto sacro nos dice: fortaleced las manos débiles, robusteced las rodillas vacilantes y caminad por la senda llana... Sí, vamos a ver la mano de Dios Padre en cada encrucijada dolorosa, recordemos que Dios nos ama y por tanto nos castiga a veces y así nos corrige.

4.- "Señor, ¿serán pocos los que se salven?" (Lc 13, 23) San Lucas nos presenta en el Evangelio de hoy a Jesús que camina hacia Jerusalén. Es un viaje prolongado que el tercer evangelista refiere en más de una ocasión. En este detalle han visto los exégetas la intención de presentar toda la vida pública de Jesucristo como un largo itinerario hacia la Ciudad Santa, el lugar del sacrificio supremo del Señor, y también de victoria total sobre la muerte y sus enemigos. Jesús avanza, día a día, hacia la inmolación de su vida en la cruz, camina sin tregua hacia la entrega decidida y generosa a la voluntad del Padre. Es un itinerario largo, y penoso a veces, que conduce, sin embargo, al triunfo y la gloria. Un recorrer las etapas que nos llevan a la salvación, un ejemplo claro para que también nosotros hagamos de nuestros días un camino, empinado o llano, que nos lleva hasta Jerusalén, hasta la cruz y la gloria.

Alguien le propone al Señor una cuestión que a todos nos interesa, ya que a todos nos afecta. Le dicen si serán pocos los que se salven. La misma formulación parece esperar ya una respuesta restrictiva. No obstante, Jesús no responde en ese sentido. Se limita a decir que hay que esforzarse por entrar por la puerta estrecha. Añade que muchos intentarán entrar y no podrán hacerlo. Pudiera parecer a primera vista que entonces serán menos los que se salven que los que se condenen. En realidad el Señor sólo dice que lo intentarán inútilmente. Eso no excluye que sean más los que también lo intenten con buen resultado.

Por otra parte, hemos de pensar que el sacrificio redentor de Jesucristo es de un valor infinito, capaz de cubrir con el amor que supone todos los pecados del mundo. Además hemos de tener presentes otros pasajes de las Sagradas Escrituras en los que se habla de la muchedumbre enorme que nadie podría contar. Así en el Apocalipsis, además de los escogidos de Israel, se habla de esa multitud innumerable perteneciente a toda nación, tribu, pueblo y lengua. Otro dato que nos ha de llenar de esperanza es el saber que en Dios destaca de forma particular su misericordia, su capacidad infinita de perdón y de olvido. Dios es amor, nos dice san Juan en una descripción sencilla y entrañable. Amor que sabe de compasión y de perdón.

Sin embargo, no nos engañemos, no nos fijemos sólo en un aspecto de la cuestión. En este mismo pasaje habla Jesús de que habrá quienes se queden fuera, quienes sean arrojados a las tinieblas exteriores, al fuego eterno donde reina la tristeza y el dolor, donde habrá llanto y rechinar de dientes... Ojalá que el amor divino nos mueva eficazmente a cumplir siempre la voluntad de Dios. Y si tan grande amor no nos mueve, que al menos nos conmueva la terrible y cierta amenaza de un castigo eterno.

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