09 abril 2022

La misa del domingo 10 de abril

 Se acercaba ya la celebración anual de la Pascua judía y Jesús, como todos los años (ver Lc 2, 41), junto con sus Apóstoles y discípulos se dirige a Jerusalén para celebrar allí la fiesta.

Mientras se encuentra de camino el Señor recibe un mensaje apremiante de parte de Marta y María, hermanas de Lázaro: «Señor, aquel a quien tú quieres, está enfermo» (Jn 11, 3). Imploraban al Señor que fuera a Betania lo más pronto posible para curar a su hermano, que se encontraba en peligro de muerte. El Señor, en vez de apresurarse, espera unos días más aduciendo que la enfermedad de su amigo «no es de muerte, es para la gloria de Dios, para que el Hijo de Dios sea glorificado por ella» (Jn 11, 4). Terminada la espera, se dirige finalmente a Betania, donde realiza un milagro que rebasa el límite de todo lo que un profeta habría podido hacer: devolverle la vida a un cadáver que yacía ya cuatro días en el sepulcro, y por tanto se encontraba en un estado avanzado de descomposición (ver Jn 11, 39-40).

El desconcierto inicial daba lugar a la intensa euforia al ver a Lázaro salir vivo de la tumba. Tan impactante y asombroso fue este milagro que muchos «viendo lo que había hecho, creyeron en Él» (Jn 11, 45). La espectacular noticia se difundió rápidamente por los alrededores, de modo que muchos acudieron a Betania a ver a Jesús y a Lázaro. ¿No era suficiente ese signo para acreditarlo ante los fariseos y sumos sacerdotes como el Mesías esperado? No es difícil imaginar el estado de exaltación en el que se encontrarían los Apóstoles y discípulos al ver actuar a su Maestro con tal poder. Sin duda pensaban que al fin se acercaba ya la hora de su gloriosa y poderosa manifestación a Israel, la hora en que liberaría a Israel de la opresión de sus enemigos e instauraría al fin el anhelado Reino de los Cielos en la tierra.

Al llegar la espectacular noticia a los oídos de los fariseos en Jerusalén, éstos se reunieron en consejo y se preguntaban: «¿Qué hacemos? Porque este hombre realiza muchas señales. Si le dejamos que siga así, todos creerán en Él y vendrán los romanos y destruirán nuestro Lugar Santo y nuestra nación» (Jn 11, 47-48). Al parecer, más que la posible destrucción del Lugar Santo, les interesaba no perder su propio prestigio y poder ante el pueblo. Es entonces cuando «decidieron darle muerte» (Jn 11, 53). Y como gran número de judíos al enterarse de lo sucedido acudían a Betania no sólo a ver a Jesús sino también a Lázaro (ver Jn 12, 9), los sumos sacerdotes decidieron darle muerte también a él, «porque a causa de él muchos judíos se les iban y creían en Jesús» (Jn 12, 11). Impresiona la cerrazón, la ambición y la ceguera de aquellos fariseos y sumos sacerdotes: mientras muchos por la evidencia de los hechos se abrían a la fe, éstos no hacían sino endurecer más el corazón y negar la evidencia de los signos que señalaban a Jesús como el Mesías.

Hasta ese momento el Señor había insistido que a nadie dijeran que Él era el Mesías (ver Lc 8, 56; 9, 20-21). Mas ahora, sabiendo que pronto iba a ser “glorificado” (ver Jn 11, 4), es decir, que se acercaba ya la hora de su Pasión, Muerte y Resurrección, cerca ya de Jerusalén y acompañado por la enfervorizada multitud da instrucciones a sus discípulos y organiza su entrada mesiánica a la Ciudad Santa: el Mesías, como había sido anunciado por los profetas, entraría a Jerusalén montado sobre un pollino, un joven burro que aún no había sido montado por nadie: «Decid a la hija de Sión: He aquí que tu Rey viene a ti, manso y montado en un asna y un pollino, hijo de animal de yugo» (Mt 21, 5; ver Is 62, 11; Zac 9, 9-10).

No era raro que en aquel entonces personas importantes usaran un borrico para transportarse (ver Núm 22, 21ss). El Señor pide un borrico que nadie ha montado aún, y es que los judíos pensaban que un animal ya empleado en usos profanos era menos idóneo para usos religiosos (ver Núm 19,2 ; Dt 15, 19; 21, 3; 1 Sam 6, 7). Sólo un pollino que no hubiese sido montado aún era lo propio para transportar al mismo Mesías enviado por Dios.

El mensaje que daba el Señor era muy claro: Él era el Rey de la descendencia de David, el Mesías que debía salvar a su pueblo. En Él finalmente se cumplían las promesas divinas.

El mensaje lo comprendió perfectamente la enfervorizada multitud de discípulos y admiradores que lo acompañaban, de modo que mientras que el Señor Jesús avanzaba hacia Jerusalén montado sobre aquel pollino algunos tendían sus mantos en el suelo para que pasase sobre ellos como sobre alfombras, mientras muchos otros acompañaban la jubilosa procesión agitando alegremente ramos de palma, signo popular de victoria y triunfo. Con estos gestos la enfervorizada multitud expresaba su reconocimiento de que Jesús era el Mesías que traería la victoria a su pueblo.

Durante la marcha, encendidos por el entusiasmo y la algarabía, todos gritaban una y otra vez: «¡Hosanna! ¡Bendito el que viene en nombre del Señor! ¡Bendito el reino que viene, de nuestro padre David! ¡Hosanna en las alturas!» (Mc 11, 9-10). Los términos empleados son típicos. Al decir el que viene en nombre del Señor hacían referencia al Mesías, y al decir el reino que viene… de David se referían al reino mesiánico inaugurado por el Mesías, el hijo de David.

Mas ellos pensaban en un reino mundano, en una victoria política, en un triunfo militar garantizado por una gloriosa intervención divina. Ciertamente el Señor se aprestaba a manifestar su gloria y ciertamente se disponía a liberar a su pueblo, pero de otra opresión: la del pecado y de la muerte. La hora de la manifestación de su gloria no sería otra que la de su Pasión y su elevación en la Cruz (Evangelio).

Conociendo su doloroso destino, anunciado ya anticipadamente a sus discípulos en repetidas oportunidades (ver Mt 16, 21; Lc 9, 22), Él no se resiste ni se echa atrás (ver primera lectura). Confiado en Dios, Él se ofrecerá a sí mismo, soportará el oprobio y la afrenta para la reconciliación de toda la humanidad.

Dios exaltó y glorificó al Hijo que siendo de condición divina se rebajó a sí mismo «hasta la muerte y muerte de Cruz» (ver la segunda lectura). Ante Él toda rodilla ha de doblarse y toda lengua ha de confesar que Él «es SEÑOR para gloria de Dios Padre».

LUCES PARA LA VIDA CRISTIANA

La liturgia del Domingo de Ramos nos introduce ya en la Semana Santa. Asocia dos momentos radicalmente contrapuestos, separados tan sólo por pocos días de diferencia: la acogida gloriosa de Jesús en Jerusalén y su implacable ajusticiamiento en el Gólgota, el “hosanna” desbordante de fervor y el despiadado “¡crucifícalo!”.

Nos preguntamos sorprendidos: ¿Qué pasó en tan breve lapso de tiempo? ¿Por qué este cambio radical de actitud? ¿Cómo es posible que los gritos jubilosos de “hosanna” (es decir: “sálvanos”) y “bendito el que viene” con que reconocían y acogían al Mesías-Hijo de David se trocasen tan pronto en insultos, burlas, golpes, interminables latigazos y en un definitivo desprecio y rechazo: “¡A ése no! ¡A Barrabás!… a ése ¡crucifícalo, crucifícalo!”?

Una explicación sin duda es la manipulación a la que es sometida la muchedumbre. Como sucede también en nuestros días, quien carece de sentido crítico tiende a plegarse a la “opinión pública”, a “lo que dicen los demás”, dejándose arrastrar fácilmente en sus opiniones y acciones por lo que “la mayoría” piensa, dice o hace. ¿No hacen lo mismo hoy muchos enemigos de la Iglesia que hallando eco en los poderosos medios de comunicación social presentan “la verdad sobre Jesús” para que muchos hijos de la Iglesia griten nuevamente: “crucifíquenlo” y “crucifiquen a su Iglesia”? Como en aquel tiempo, también hoy la “opinión pública” es manipulada hábilmente por un pequeño grupo de poder que quiere quitar a Cristo de en medio (ver Lc 19, 47; Jn 5, 18; 7, 1; Hech 9, 23).

Pero la asombrosa facilidad para cambiar de actitud tan radicalmente con respecto al Señor Jesús no debe hacernos pensar tanto en “los demás”, o señalar a ciertos grupos de poder para sentirnos exculpados, sino que debe hacernos reflexionar humildemente en nuestra propia volubilidad e inconsistencia. ¿Cuántas veces arrepentidos, emocionados, tocados profundamente por un encuentro con el Señor, convencidos de que Cristo es la respuesta a todas nuestras búsquedas de felicidad, de que Él es EL SEÑOR, le abrimos las puertas de nuestra mente y de nuestro corazón, lo acogimos con alegría y entusiasmo, con palmas y vítores, pero pocos días después lo expulsamos y gritamos “¡crucifícale!” con nuestras acciones y opciones opuestas a sus enseñanzas? ¿Cuántas veces preferimos al “Barrabás” de nuestros propios vicios y pecados?

¡También yo me dejo manipular tan fácilmente por las voces seductoras de un mundo que odia a Cristo y busca arrancar toda raíz cristiana de nuestros pueblos y culturas forjados al calor de la fe! ¡También yo me dejo influenciar tan fácilmente por las voces engañosas de mis propias concupiscencias e inclinaciones al mal! ¡También yo me dejo seducir tan fácilmente por las voces sutiles y halagadoras del Maligno que con sus astutas ilusiones me promete la felicidad que anhelo vivamente si a cambio le ofrendo mi vida a los dioses del poder, del placer o del tener! Y así, ¿cuántas veces, aunque cristiano de nombre, grito con mi pecado: “¡A ése NO! ¡Elijo a Barrabás! ¡A ese sácalo de mi vida! ¡A ése CRUCIFÍCALO!”?

¡Qué importante es aprender a ser fieles hasta en los más pequeños detalles de nuestra vida, para no crucificar nuevamente a Cristo con nuestras obras! ¡Qué importante es ser fieles, siempre fieles! ¡Qué importante es desenmascarar, resistir y rechazar aquellas voces que sutil y hábilmente quieren ponernos en contra de Jesús, para en cambio construir nuestra fidelidad al Señor día a día con las pequeñas opciones por Él! ¡Qué importante es fortalecer nuestra amistad con Él mediante la oración diaria y perseverante! De lo contrario, en el momento de la prueba o de la tentación, en el momento en que escuchemos las “voces” interiores o exteriores que nos inviten a eliminar al Señor Jesús de nuestras vidas, descubriremos cómo nuestro “hosanna” inicial se convertirá en un traicionero “crucifícalo”.

¿Qué elijo yo? ¿Ser fiel al Señor hasta la muerte? ¿O, cobarde como tantos, me conformo con señalar siempre como una veleta en la dirección en la que soplan los vientos de este mundo que aborrece a Cristo, que aborrece a su Iglesia y a todos aquellos que son de Cristo?

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