1.- Al ver esto, Pedro se echó a los pies de Jesús, diciendo: Señor, apártate de mí, que soy un hombre pecador. Y Jesús dijo a Simón: No temas; desde ahora serás pescador de hombres. Entonces sacaron las barcas a tierra y, dejándolo todo, lo siguieron. En las tres lecturas de este domingo, se repite una escena semejante: el profeta Isaías, en la primera, san Pablo en la segunda y san Pedro en el relato evangélico, los tres se convierten del todo al Señor después de haber experimentado la sublime santidad de Dios, frente a su condición personal frágil y pecadora. Pedro ya conoce a Jesús y le admira, cuando este le invita a echar las redes para pescar, por eso, después de haber estado bregando toda la noche sin pescar nada, se fía de él y, en su nombre, vuelve a echar las redes. Pero, cuando Pedro se convierte del todo a Jesús y lo deja todo para seguirle, es después de tener la profunda experiencia religiosa de la sublime santidad y el poder sublime de Jesús. Pues bien, ahora cada uno de nosotros, que nos declaramos cristianos y discípulos de Jesús, debemos preguntarnos a nosotros mismos: ¿yo he tenido y tengo una experiencia profunda de la santidad de Jesús? ¿Estoy dispuesto, en la medida de mis posibilidades, a dejarlo todo para seguirle? ¿Jesús es para mí lo más valioso y querido de mi vida? ¿O existen otras muchas cosas, como mi familia, mi situación económica, mi condición social o política, que, de hecho, tienen preferencia en mi diario actuar, sobre mi amor a Jesús? Es cierto y evidente que mis condiciones familiares y sociales tienen que influir eficazmente en mi vida diaria, pero nunca debo permitir que se antepongan a mi condición religiosa. El seguimiento de Jesús debe ser siempre para mí lo más valioso y principal, como lo fue, en este caso para san Pedro y para Santiago y Juan, los hijos del Zebedeo.
2.- ¡Ay de mí, estoy perdido! Yo, hombre de labios impuros, que habito en medio de gente de labios impuros, he visto con mis ojos al Rey, Señor del universo… Entonces, escuché la voz del Señor que decía: ¿A quién enviaré? Y ¿quién irá por nosotros? Contesté: Aquí estoy, mándame. La vocación del profeta Isaías es una vocación que tiene su parecido con la vocación de Pedro, pero escrita 800 años antes. Porque el profeta se adapta siempre al tiempo y circunstancias en las que vive, porque Dios nos habla a las personas que vivimos en un determinado momento, a través de profetas que son contemporáneos nuestros. También nosotros, hoy, debemos reconocer la voz de Dios a través de profetas que nos hablan en su nombre, aquí y ahora. Dios nos habla también hoy a nosotros a través de determinadas personas, y no sólo de personas, sino también a través de determinados hechos y circunstancias; son los signos de los tiempos a los que siempre debemos vivir atentos, como ya nos manda el Concilio Vaticano II. Y si Dios nos pide que seamos nosotros mismos profetas para los demás, no nos neguemos a ser fieles a la vocación que Dios mismo nos da. Transmitamos la voz de Dios a nuestra familia, a nuestros amigos, a cualquier persona que Dios ponga en nuestro camino. Siempre que creamos que debemos transmitir la voz de Dios digamos como el profeta Isaías: “Aquí estoy, mándame”.
3.- Por la gracia de Dios soy lo que soy, y su gracia para conmigo no se ha frustrado en mí… aunque no he sido yo, sino la gracia de Dios conmigo. La historia de san Pablo como el mayor profeta del cristianismo, después del mismo Jesucristo, la conocemos todos nosotros suficientemente. Desde el momento mismo de su conversión san Pablo se dedicó con todas sus fuerzas a predicar el evangelio de Jesús, sin regatear nunca ni un solo esfuerzo, ni un solo sacrificio. Pidamos a Dios que nos dé fuerzas para imitar a san Pablo en su amor a Jesús y, como consecuencias de su amor, en su esfuerzo y valentía para seguirle y predicarle; que nuestra vida y nuestro actuar diario sea para los demás un ejemplo de buenos cristianos, es decir de buenos discípulos de Cristo. Si lo hacemos así, también nosotros estaremos siendo en nuestro tiempo profetas y mensajeros de Dios. No por nuestras propias fuerzas, sino por la gracia que Dios nos da. ¡Que así sea!
Gabriel González del Estal
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