La historia del encuentro de cada hombre con Dios es una historia progresiva, es decir, nuestra fe es un camino que pasa por distintas etapas. Y es necesario pasar por cada una de estas etapas para poder vivir en plenitud nuestra vida cristiana. En las lecturas que la liturgia de la palabra nos ofrece hoy, encontramos tres ejemplos: la vocación del profeta Isaías en la primera lectura, san Pablo nos cuenta su experiencia como apóstol en la segunda lectura, y finalmente el encuentro de san Pedro con Jesús en el lago de Genesaret en el Evangelio. Veamos tres de los pasos de este camino de la fe en cada uno de estos tres ejemplos.
1. Nos vemos pequeños y pecadores ante la grandeza de Dios. Para poder conocer a Dios es necesario en primer lugar descubrirnos pequeños ante Él. Dios es siempre más grande incluso de lo que podemos imaginar. Por eso, ante Dios, nos descubrimos pequeños, insignificantes, a causa de nuestro pecado y de nuestras limitaciones. Así, por ejemplo, Isaías, que se encuentra en el templo, en una visión ve la orla del manto de Dios. Tras esta visión, el profeta se reconoce como un “hombre de labios impuros, que habito en medio de un pueblo de labios impuros”. Ante la grandeza de Dios, Isaías se reconoce pecador. Del mismo modo, san Pablo, al contarle su experiencia de fe a los Corintios, en la segunda lectura, afirma de sí mismo: “yo soy el menor de los Apóstoles, y no soy digno de llamarme apóstol, porque he perseguido a la Iglesia de Dios”. Finalmente, san Pedro, tras la pesca milagrosa, al ver las maravillas que Dios hace al sacar la red repleta de peces, se arroja a los pies del Señor y exclama: “apártate de mí, Señor, que soy un pecador”. Todo ello nos muestra que el primer paso que hemos de dar para poder conocer a Dios y descubrir su amor es descubrirnos pequeños ante su grandeza y reconocernos pecadores ante Él. No podríamos comprender el amor de Dios hacia nosotros si primero no nos confesamos pecadores. Éste es el primer paso.
2. Pero Dios nos purifica y salva. El segundo paso es experimentar el perdón de Dios. Él nos libra de nuestros pecados, nos limpia, sobre todo con su muerte en cruz y con su sangre. El profeta Isaías, en su visión, ve cómo uno de los serafines vuela hacia él con un ascua en la mano que había cogido del altar y la acerca a sus labios purificándolos, y el serafín le dice: “Mira, esto ha tocado tus labios, ha desaparecido tu culpa, está perdonado tu pecado”. Por su parte, san Pablo, al recordar el Kerigma, el núcleo de nuestra fe recuerda que Cristo murió por nuestros pecados, según las Escrituras, y más adelante añade que ha sido la gracia de Dios la que le ha hecho apóstol, a pesar de ser un perseguidor, y asegura que su gracia no se ha frustrado en él. Finalmente, san Pedro, al reconocerse pecador ante Jesús en la barca, escucha cómo el Señor le dice: “No temas: desde ahora serás pescador de hombres”. Dios no se fija tanto en nuestro pecado, sino que lo borra y lo hace desaparecer cuando nos postramos arrepentidos ante Él y nos reconocemos pecadores. Ya no nos purifica con un ascua tomada del altar del templo, sino con su propia sangre, con su muerte y resurrección que cada día celebramos en el altar de la Eucaristía. Él derrama abundantemente su gracia sobre nosotros, y no debemos dejar que esta gracia se frustre en nosotros. Que nuestra vida, por tanto, sea coherente con lo que celebramos cada domingo, para que al acudir nuevamente a la Eucaristía podamos recibir con fruto la gracia que Él nos da.
3. Y purificados y salvados, Dios nos envía para una misión. Pero la historia no termina aquí. La fe no es algo privado, sólo para nuestro provecho. No basta con que cada uno de nosotros son salvemos, sino que el Señor nos envía para que seamos profetas, como escuchábamos el pasado domingo, para que anunciemos su salvación a todos los pueblos, para que su gracia llegue a todos los hombres. El profeta Isaías, después de haber sido purificado por el ascua del altar, escucha la voz del Señor: ¿A quién mandaré? ¿Quién irá por mí?”. Y el profeta responde sin vacilación: “Aquí estoy, mándame”. La fe verdadera nos saca de nosotros mismos y nos manda para que vayamos donde Él nos envíe. San Pablo, que había perseguido a la Iglesia, se siente perdonado, se convierte, y el que antes había sido perseguidor de Cristo se convierte ahora en su apóstol y mensajero, que predica sin descanso el Evangelio de la salvación. Y san Pedro, en la barca, escucha cómo Jesús le dice: “Rema mar adentro”, y después de la pesca milagrosa Jesús le nombra pescador de hombres. Ni san Pedro, ni san Pablo, ni el profeta Isaías, ni nadie que se haya encontrado de verdad con el amor inmenso de Dios se queda parado en la comodidad, sino que sale fuera, rema mar adentro, corre a anunciar lo que ha vivido, el Evangelio de la salvación.
Cada uno de nosotros, al celebrar esta Eucaristía, celebramos y experimentamos en nosotros el amor de Dios. Hemos comenzado la celebración reconociéndonos pecadores, que es el primer paso. En esta celebración Cristo nos da su Cuerpo y su Sangre en la Eucaristía, derrama su gracia sobre nosotros y nos purifica. Cuerpo entregado y sangre derramada para el perdón de los pecados. No dejemos que se frustre esta gracia de Dios en nosotros y salgamos de esta Eucaristía como verdaderos apóstoles, enviados por el Señor a remar mar adentro, sin miedo, para anunciar su Evangelio.
Francisco Javier Colomina Campos
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