07 enero 2022

Domingo 9 enero 2022, Bautismo del Señor, fiesta, ciclo C.

 Monición de entrada

Celebramos hoy la fiesta del Bautismo del Señor. Jesús se manifiesta como el siervo de Dios, ungido por el Espíritu Santo, el Mesías, proclamado Hijo suyo por el Padre, para manifestar a todas las gentes la Buena Noticia de la salvación.

Acto penitencial
Todo como en el Ordinario de la Misa. Para la tercera fórmula pueden usarse las invocaciones propias del tiempo de Navidad o las que se proponen a continuación.
- Tú, que bautizado por Juan pasaste por un pecador: Señor, ten piedad.
R. Señor, ten piedad.
- Tú, que ungido por el Espíritu llevaste sobre ti el pecado de todos: Cristo, ten piedad.
R. Cristo, ten piedad.
- Tú, el Hijo amado del Padre, que quitas el pecado del mundo: Señor, ten piedad.
R. Señor, ten piedad.

Se dice Gloria.

Oración colecta
Dios todopoderoso y eterno, que en el bautismo de Cristo, en el Jordán, al enviar sobre él tu Espíritu Santo, quisiste revelar solemnemente a tu Hijo amado, concede a tus hijos de adopción, renacidos del agua y del Espíritu Santo, perseverar siempre en tu benevolencia. Por nuestro Señor Jesucristo.
Omnípotens sempitérne Deus, qui Christum, in Iordáne flúmine baptizátum, Spíritu Sancto super eum descendénte, diléctum Fílium tuum sollémniter declarásti, concéde fíliis adoptiónis tuae, ex aqua et Spíritu Sancto renátis, ut in beneplácito tuo iúgiter persevérent. Per Dóminum.
O bien:
Oh, Dios, cuyo Unigénito se manifestó en la realidad de nuestra carne, haz que merezcamos ser transformados interiormente por aquel que hemos conocido semejante a nosotros en su humanidad. Por nuestro Señor Jesucristo.
Deus, cuius Unigénitus in substántia nostrae carnis appáruit, praesta, quaesumus, ut, per eum, quem símilem nobis foris agnóvimus, intus reformári mereámur. Qui tecum.

LITURGIA DE LA PALABRA
Lecturas de la fiesta del Bautismo del Señor (Lec. I C).

PRIMERA LECTURA Is 42, 1-4. 6-7
Mirad a mi siervo, en quien me complazco
Lectura del libro de Isaías.

Esto dice el Señor:
«Mirad a mi siervo, a quien sostengo;
mi elegido, en quien me complazco.
He puesto mi espíritu sobre él,
manifestará la justicia a las naciones.
No gritará, no clamará,
no voceará por las calles.
La caña cascada no la quebrará,
la mecha vacilante no la apagará.
Manifestará la justicia con verdad.
No vacilará ni se quebrará,
hasta implantar la justicia en el país.
En su ley esperan las islas.
Yo, el Señor,
te he llamado en mi justicia,
te cogí de la mano, te formé
e hice de ti alianza de un pueblo
y luz de las naciones,
para que abras los ojos de los ciegos,
saques a los cautivos de la cárcel,
de la prisión a los que habitan en tinieblas».

Palabra de Dios.
R. Te alabamos, Señor.

Salmo responsorial Sal 28, 1b y 2. 3ac-4. 3b y 9c-10 (R.: 11b)
R. El Señor bendice a su pueblo con la paz.
Dóminus benedícet pópulo suo in pace.

V. Hijos de Dios, aclamad al Señor,
aclamad la gloria del nombre del Señor,
postraos ante el Señor en el atrio sagrado.
R. El Señor bendice a su pueblo con la paz.
Dóminus benedícet pópulo suo in pace.

V. La voz del Señor sobre las aguas,
el Señor sobre las aguas torrenciales.
La voz del Señor es potente,
la voz del Señor es magnífica.
R. El Señor bendice a su pueblo con la paz.
Dóminus benedícet pópulo suo in pace.

V. El Dios de la gloria ha tronado.
En su templo un grito unánime: «¡Gloria!».
El Señor se sienta sobre las aguas del diluvio,
el Señor se sienta como rey eterno.
R. El Señor bendice a su pueblo con la paz.
Dóminus benedícet pópulo suo in pace.

SEGUNDA LECTURA Hch 10, 34-38
Ungido por Dios con la fuerza del Espíritu Santo
Lectura del libro de los Hechos de los apóstoles.

En aquellos días, Pedro tomó la palabra y dijo:
«Ahora comprendo con toda verdad que Dios no hace acepción de personas, sino que acepta al que lo teme y practica la justicia, sea de la nación que sea. Envió su palabra a los hijos de Israel, anunciando la Buena Nueva de la paz que traería Jesucristo, el Señor de todos.
Vosotros conocéis lo que sucedió en toda Judea, comenzando por Galilea, después del bautismo que predicó Juan. Me refiero a Jesús de Nazaret, ungido por Dios con la fuerza del Espíritu Santo, que pasó haciendo el bien y curando a todos los oprimidos por el diablo, porque Dios estaba con él».

Palabra de Dios.
R. Te alabamos, Señor.

1ª, 2ª Lecturas y Salmo alternativos para el presente año C:

LITURGIA DE LA PALABRA
Lecturas de la Fiesta del Bautismo del Señor, alternativas del año C (Lec. I C)

PRIMERA LECTURA Is 40, 1-5. 9-11
Se revelará la gloria del Señor, y la verán todos.
Lectura del libro del Profeta Isaías.

«Consolad, consolad a mi pueblo
–dice vuestro Dios–;
hablad al corazón de Jerusalén,
gritadle,
que se ha cumplido su servicio
y está pagado su crimen,
pues de la mano del Señor ha recibido
doble paga por sus pecados».
Una voz grita:
«En el desierto preparadle
un camino al Señor;
allanad en la estepa
una calzada para nuestro Dios;
que los valles se levanten,
que montes y colinas se abajen,
que lo torcido se enderece
y lo escabroso se iguale.
Se revelará la gloria del Señor,
y la verán todos juntos
-ha hablado la boca del Señor-».
Súbete a un monte elevado,
heraldo de Sión;
alza fuerte la voz,
heraldo de Jerusalén;
álzala no temas,
di a las ciudades de Judá:
«Aquí está vuestro Dios.
Mirad, el Señor Dios llega con poder
y con su brazo manda.
Mirad, viene con él su salario
y su recompensa lo precede.
Como un pastor que apacienta el rebaño,
reúne con su brazos los corderos
y los lleva sobre el pecho;
cuida él mismo a las ovejas que crían».

Palabra de Dios.
R. Te alabamos, Señor.

Salmo responsorial Sal 103, 1bc-2. 3-4. 24-25. 27-28. 29-30 (R.: 1ab)
R. Bendice, alma mía, al Señor: ¡Dios mío, qué grande eres!
Bénedic, ánima mea, Dómino; magnificátus est veheménter.

V. ¡Dios mío, qué grande eres!
Te vistes de belleza y majestad,
la luz te envuelve como un manto.
Extiendes los cielos como una tienda. 
R. Bendice, alma mía, al Señor: ¡Dios mío, qué grande eres!
Bénedic, ánima mea, Dómino; magnificátus est veheménter.

V. Construyes tu morada sobre las aguas,
las nubes te sirven de carroza,
avanzas en las alas del viento;
los vientos te sirven de mensajeros;
el fuego llameante, de ministro. 
R. Bendice, alma mía, al Señor: ¡Dios mío, qué grande eres!
Bénedic, ánima mea, Dómino; magnificátus est veheménter.

V. Cuántas son tus obras, Señor,
y todas las hiciste con sabiduría;
la tierra está llena de tus criaturas.
Ahí está el mar: ancho y dilatado,
en él bullen, sin número,
animales pequeños y grandes; 
R. Bendice, alma mía, al Señor: ¡Dios mío, qué grande eres!
Bénedic, ánima mea, Dómino; magnificátus est veheménter.

V. Todos ellos aguardan
a que les eches comida a su tiempo:
se las echas y la atrapan;
abres tu mano, y se sacian de bienes. 
R. Bendice, alma mía, al Señor: ¡Dios mío, qué grande eres!
Bénedic, ánima mea, Dómino; magnificátus est veheménter.

V. Escondes tu rostro, y se espantan;
les retiras el aliento, y expiran
y vuelven a ser polvo;
envías tu espíritu, y los creas,
y repueblas la faz de la tierra. 
R. Bendice, alma mía, al Señor: ¡Dios mío, qué grande eres!
Bénedic, ánima mea, Dómino; magnificátus est veheménter.

SEGUNDA LECTURA Tit 2, 11-14; 3, 4-7
Nos salvó con el baño del nuevo nacimiento y de la renovación del Espíritu Santo
Lectura de la carta del apóstol san Pablo a Tito.

Querido hermano:
Se ha manifestado la gracia de Dios, que trae la salvación para todos los hombres, enseñándonos a que, renunciando a la impiedad y a los deseos mundanos, llevemos ya desde ahora una vida sobria, justa y piadosa, aguardando la dicha que esperamos y la manifestación de la gloria del gran Dios y Salvador nuestro, Jesucristo, el cual se entregó por nosotros para rescatarnos de toda iniquidad y purificar para sí un pueblo de su propiedad, dedicado enteramente a las buenas obras.
Mas cuando se manifestó la bondad de Dios nuestro Salvador y su amor al hombre, no por las obras de justicia que hubiéramos hecho nosotros, sino, según su propia misericordia, nos salvó por el baño del nuevo nacimiento y de la renovación del Espíritu Santo, que derramó copiosamente sobre nosotros por medio de Jesucristo nuestro Salvador, para que, justificados por su gracia, seamos, en esperanza, herederos de la vida eterna.

Palabra de Dios.
R. Te alabamos, Señor.

Siempre en el año C:

Aleluya Cf. Lc 3, 16
R. Aleluya, aleluya, aleluya.
V. Viene el que es más fuerte que yo -dijo Juan-; él os bautizará con Espíritu Santo y fuego. R.
Venit fórtior me, dixit Ioánnes; ipse vos baptizábit in Spíritu Sancto et igni.

EVANGELIO Lc 3, 15-16. 21-22
Jesús fue bautizado; y, mientras oraba, se abrieron los cielos
 Lectura del santo Evangelio según san Lucas.
R. Gloria a ti, Señor.

En aquel tiempo, el pueblo estaba expectante, y todos se preguntaban en su interior sobre Juan si no sería el Mesías, Juan les respondió dirigiéndose a todos:
«Yo os bautizo con agua; pero viene el que es más fuerte que yo, a quien no merezco desatarle la correa de sus sandalias. Él os bautizará con Espíritu Santo y fuego».
Y sucedió que, cuando todo el pueblo era bautizado, también Jesús fue bautizado; y, mientras oraba, se abrieron los cielos, bajó el Espíritu Santo sobre él con apariencia corporal semejante a una paloma y vino una voz del cielo:
«Tú eres mi Hijo, el amado; en ti me complazco».

Palabra del Señor.
R. Gloria a ti, Señor Jesús.

PAPA FRANCISCO
FIESTA DEL BAUTISMO DEL SEÑOR
ÁNGELUS. Plaza de San Pedro. Domingo, 13 de enero de 2019
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Hoy, al final del tiempo litúrgico de Navidad, celebramos la fiesta del Bautismo del Señor. La liturgia nos llama a conocer con más plenitud a Jesús, de quien recientemente hemos celebrado el nacimiento; y para ello, el Evangelio (cf. Lc 3, 15-16.21-22) ilustra dos elementos importantes: la relación de Jesús con la gente y la relación de Jesús con el Padre.
En el relato del bautismo, conferido por Juan el Bautista a Jesús en las aguas del Jordán, vemos ante todo el papel del pueblo. Jesús está en medio del pueblo. No es solo un fondo de la escena, sino un componente esencial del evento. Antes de sumergirse en el agua, Jesús “se sumerge” en la multitud, se une a ella asumiendo plenamente la condición humana, compartiendo todo, excepto el pecado. En su santidad divina, llena de gracia y misericordia, el Hijo de Dios se hizo carne para tomar sobre sí y quitar el pecado del mundo: tomar nuestras miserias, nuestra condición humana. Por eso, hoy también es una epifanía, porque yendo a bautizarse por Juan, en medio de la gente penitente de su pueblo, Jesús manifiesta la lógica y el significado de su misión.
Uniéndose al pueblo que pide a Juan el bautismo de conversión, Jesús también comparte el profundo deseo de renovación interior. Y el Espíritu Santo que desciende sobre Él «en forma corporal, como una paloma» (v.22) es la señal de que con Jesús comienza un nuevo mundo, una “nueva creación” que incluye a todos los que acogen a Cristo en su la vida. También a cada uno de nosotros, que hemos renacido con Cristo en el bautismo, están dirigidas las palabras del Padre: «Tú eres mi Hijo, el amado: en ti he puesto mi complacencia» (v. 22). Este amor del Padre, que hemos recibido todos nosotros el día de nuestro bautismo, es una llama que ha sido encendida en nuestros corazones y necesita que la alimentemos con la oración y la caridad.
El segundo elemento enfatizado por el evangelista Lucas es que después de la inmersión en el pueblo y en las aguas del Jordán, Jesús se “sumergió” en la oración, es decir, en la comunión con el Padre. El bautismo es el comienzo de la vida pública de Jesús, de su misión en el mundo como enviado del Padre para manifestar su bondad y su amor por los hombres. Esta misión se realiza en una unión constante y perfecta con el Padre y el Espíritu Santo.
También la misión de la Iglesia y la de cada uno de nosotros, para ser fiel y fructífera, está llamada a “injertarse” en la de Jesús. Se trata de regenerar continuamente en la oración la evangelización y el apostolado, para dar un claro testimonio cristiano, no según los proyectos humanos, sino según el plan y el estilo de Dios.
Queridos hermanos y hermanas, la fiesta del Bautismo del Señor es una ocasión propicia para renovar con gratitud y convicción las promesas de nuestro Bautismo, comprometiéndonos a vivir diariamente en coherencia con él. También es muy importante, como os he dicho varias veces, saber la fecha de nuestro Bautismo. Podría preguntar: “¿Quién de vosotros sabe la fecha de su bautismo?”. No todos, seguro. Si alguno de vosotros no la conoce, al volver a casa, que se lo pregunte a sus padres, a los abuelos, a los tíos, a los padrinos, a los amigos de la familia... Preguntad: “¿En qué día me han bautizado?”. Y luego no os olvidéis de ella: es una fecha que se guarda en el corazón para celebrarla cada año.
Jesús, que nos ha salvado no por nuestros méritos sino para actuar la inmensa bondad del Padre, nos haga misericordiosos con todos. ¡Qué la Virgen María, Madre de la Misericordia, sea nuestra guía y nuestro modelo!
ÁNGELUS, Plaza de San Pedro, Domingo 10 de enero de 2016
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
En este domingo después de la Epifanía celebramos el Bautismo de Jesús, y hacemos memoria grata de nuestro Bautismo. En este contexto, esta mañana he bautizado a 26 recién nacidos: ¡recemos por ellos!
El Evangelio nos presenta a Jesús, en las aguas del río Jordán, en el centro de una maravillosa revelación divina. Escribe san Lucas: «Cuando todo el pueblo era bautizado, también Jesús fue bautizado; y mientras oraba, se abrieron los cielos, bajó el Espíritu Santo sobre él con apariencia corporal semejante a una paloma y vino una voz del cielo: “Tú eres mi Hijo, el amado; en ti me complazco”» (Lc 3, 21-22). De este modo Jesús es consagrado y manifestado por el Padre como el Mesías salvador y liberador. En este evento —testificado por los cuatro Evangelios— tuvo lugar el pasaje del bautismo de Juan Bautista, basado en el símbolo del agua, al Bautismo de Jesús «en el Espíritu Santo y fuego». De hecho, el Espíritu Santo en el Bautismo cristiano es el artífice principal: es Él quien quema y destruye el pecado original, restituyendo al bautizado la belleza de la gracia divina; es Él quien nos libera del dominio de las tinieblas, es decir, del pecado y nos traslada al reino de la luz, es decir, del amor, de la verdad y de la paz: este es el reino de la luz. ¡Pensemos a qué dignidad nos eleva el Bautismo! «Mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo somos!» (1 Jn 3, 1), exclama el apóstol Juan. Tal estupenda realidad de ser hijos de Dios comporta la responsabilidad de seguir a Jesús, el Siervo obediente, y reproducir en nosotros mismos sus rasgos, es decir: es decir, mansedumbre, humildad y ternura. Sin embargo, esto no es fácil, especialmente si entorno a nosotros hay mucha intolerancia, soberbia, dureza. ¡Pero con la fuerza que nos llega del Espíritu Santo es posible! El Espíritu Santo, recibido por primera vez el día de nuestro Bautismo, nos abre el corazón a la Verdad, a toda la Verdad. El Espíritu empuja nuestra vida hacia el camino laborioso pero feliz de la caridad y de la solidaridad hacia nuestros hermanos. El Espíritu nos dona la ternura del perdón divino y nos impregna con la fuerza invencible de la misericordia del Padre. No olvidemos que el Espíritu Santo es una presencia viva y vivificante en quien lo acoge, reza con nosotros y nos llena de alegría espiritual.
Hoy, fiesta del Bautismo de Jesús, pensemos en el día de nuestro Bautismo. Todos nosotros hemos sido bautizados, agradezcamos este don. Y os hago una pregunta: ¿Quién de vosotros conoce la fecha de su Bautismo? Seguramente no todos. Por eso, os invito a ir a buscar la fecha preguntando por ejemplo a vuestros padres, a vuestros abuelos, a vuestros padrinos, o yendo a la parroquia. Es muy importante conocerla porque es una fecha para festejar: es la fecha de nuestro renacimiento como hijos de Dios. Por eso, los deberes para esta semana: ir a buscar la fecha de mi Bautismo. Festejar este día significa reafirmar nuestra adhesión a Jesús, con el compromiso de vivir como cristianos, miembros de la Iglesia y de una humanidad nueva, en la cual todos somos hermanos. Que la Virgen María, primera discípula de su Hijo Jesús, nos ayude a vivir con alegría y fervor apostólico nuestro Bautismo, acogiendo cada día el don del Espíritu Santo, que nos hace hijos de Dios.

Papa Benedicto XVI
ÁNGELUS, Domingo 13 de enero de 2013
Queridos hermanos y hermanas:
Con este domingo después de la Epifanía concluye el Tiempo litúrgico de Navidad: tiempo de luz, la luz de Cristo que, como nuevo sol aparecido en el horizonte de la humanidad, dispersa las tinieblas del mal y de la ignorancia. Celebramos hoy la fiesta del Bautismo de Jesús: aquel Niño, hijo de la Virgen, a quien hemos contemplado en el misterio de su nacimiento, le vemos hoy adulto entrar en las aguas del río Jordán y santificar así todas las aguas y el cosmos entero –como evidencia la tradición oriental. Pero ¿por qué Jesús, en quien no había sombra de pecado, fue a que Juan le bautizara? ¿Por qué quiso realizar ese gesto de penitencia y conversión junto a tantas personas que querían de esta forma prepararse a la venida del Mesías? Ese gesto –que marca el inicio de la vida pública de Cristo– se sitúa en la misma línea de la Encarnación, del descendimiento de Dios desde el más alto de los cielos hasta el abismo de los infiernos. El sentido de este movimiento de abajamiento divino se resume en una única palabra: amor, que es el nombre mismo de Dios. Escribe el apóstol Juan: "En esto se manifestó el amor que Dios nos tiene: en que Dios envió al mundo a su Unigénito, para que vivamos por medio de Él", y le envió "como víctima de propiciación por nuestros pecados" (1Jn 4, 9-10). He aquí por qué el primer acto público de Jesús fue recibir el bautismo de Juan, quien, al verle llegar, dijo: "Este es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo" (Jn 1, 29).
Narra el evangelista Lucas que mientras Jesús, recibido el bautismo, "oraba, se abrieron los cielos, bajó el Espíritu Santo sobre Él con apariencia corporal semejante a una paloma y vino una voz del cielo: "Tú eres mi Hijo, el amado; en ti me complazco"" (Lc 3, 21-22). Este Jesús es el Hijo de Dios que está totalmente sumergido en la voluntad de amor del Padre. Este Jesús es aquél que morirá en la cruz y resucitará por el poder del mismo Espíritu que ahora se posa sobre Él y le consagra. Este Jesús es el hombre nuevo que quiere vivir como hijo de Dios, o sea, en el amor; el hombre que, frente al mal del mundo, elige el camino de la humildad y de la responsabilidad, elige no salvarse a sí mismo, sino ofrecer la propia vida por la verdad y la justicia. Ser cristianos significa vivir así, pero este tipo de vida comporta un renacimiento: renacer de lo alto, de Dios, de la Gracia, Este renacimiento es el Bautismo, que Cristo ha donado a la Iglesia para regenerar a los hombres a una vida nueva. Afirma un antiguo texto atribuido a san Hipólito: "Quien entra con fe en este baño de regeneración, renuncia al diablo y se alinea con Cristo, reniega del enemigo y reconoce que Cristo es Dios, se despoja de la esclavitud y se reviste de la adopción filial" (Discurso sobre la Epifanía, 10: pg 10, 862).
Según la tradición, esta mañana he tenido la alegría de bautizar a un nutrido grupo de niños nacidos en los últimos tres o cuatro meses. En este momento desearía extender mi oración y mi bendición a todos los neonatos; pero sobre todo invitar a todos a hacer memoria del propio Bautismo, de aquel renacimiento espiritual que nos abrió el camino de la vida eterna. Que cada cristiano, en este Año de la fe, redescubra la belleza de haber renacido de lo alto, del amor de Dios, y viva como hijo de Dios.
HOMILÍA, Capilla Sixtina, Domingo 10 de enero de 2010
Queridos hermanos y hermanas:
En la fiesta del Bautismo del Señor, también este año tengo la alegría de administrar el sacramento del Bautismo a algunos recién nacidos, cuyos padres presentan a la Iglesia. Bienvenidos, queridos padres y madres de estos niños, padrinos y madrinas, amigos y familiares que los acompañáis. Damos gracias a Dios que hoy llama a estas siete niñas y a estos siete niños a convertirse en sus hijos en Cristo. Los rodeamos con la oración y con el afecto, y los acogemos con alegría en la comunidad cristiana, que desde hoy se transforma también en su familia.
Con la fiesta del Bautismo de Jesús continúa el ciclo de las manifestaciones del Señor, que comenzó en Navidad con el nacimiento del Verbo encarnado en Belén, contemplado por María, José y los pastores en la humildad del pesebre, y que tuvo una etapa importante en la Epifanía, cuando el Mesías, a través de los Magos, se manifestó a todos los pueblos. Hoy Jesús se revela, en la orillas del Jordán, a Juan y al pueblo de Israel. Es la primera ocasión en la que, ya hombre maduro, entra en el escenario público, después de haber dejado Nazaret. Lo encontramos junto al Bautista, a quien acude gran número de personas, en una escena insólita. En el pasaje evangélico que se acaba de proclamar, san Lucas observa ante todo que el pueblo estaba "a la espera" (Lc 3, 15). Así subraya la espera de Israel; en esas personas, que habían dejado sus casas y sus compromisos habituales, percibe el profundo deseo de un mundo diferente y de palabras nuevas, que parecen encontrar respuesta precisamente en las palabras severas, comprometedoras, pero llenas de esperanza, del Precursor. Su bautismo es un bautismo de penitencia, un signo que invita a la conversión, a cambiar de vida, pues se acerca Aquel que "bautizará en Espíritu Santo y fuego" (Lc 3, 16). De hecho, no se puede aspirar a un mundo nuevo permaneciendo sumergidos en el egoísmo y en las costumbres vinculadas al pecado. También Jesús deja su casa y sus ocupaciones habituales para ir al Jordán. Llega en medio de la muchedumbre que está escuchando al Bautista y se pone en la fila, como todos, en espera de ser bautizado. Al verlo acercarse, Juan intuye que en ese Hombre hay algo único, que es el Otro misterioso que esperaba y hacia el que había orientado toda su vida. Comprende que se encuentra ante Alguien más grande que él, y que no es digno ni siquiera de desatar la correa de sus sandalias.
En el Jordán Jesús se manifiesta con una humildad extraordinaria, que recuerda la pobreza y la sencillez del Niño recostado en el pesebre, y anticipa los sentimientos con los que, al final de sus días en la tierra, llegará a lavar los pies de sus discípulos y sufrirá la terrible humillación de la cruz. El Hijo de Dios, el que no tiene pecado, se mezcla con los pecadores, muestra la cercanía de Dios al camino de conversión del hombre. Jesús carga sobre sus hombros el peso de la culpa de toda la humanidad, comienza su misión poniéndose en nuestro lugar, en el lugar de los pecadores, en la perspectiva de la cruz.
Cuando, recogido en oración, tras el bautismo, sale del agua, se abren los cielos. Es el momento esperado por tantos profetas: "Si rompieses los cielos y descendieses", había invocado Isaías (Is 63, 19). En ese momento –parece sugerir san Lucas– esa oración es escuchada. De hecho, "se abrió el cielo, y bajó sobre él el Espíritu Santo" (Lc 3, 21-22); se escucharon palabras nunca antes oídas: "Tú eres mi hijo amado; en ti me complazco" (Lc 3, 22). Al salir de las aguas, como afirma san Gregorio Nacianceno, "ve cómo se rasgan y se abren los cielos, los cielos que Adán había cerrado para sí y para toda su descendencia" (Discurso 39 en el Bautismo del Señor: PG 36). El Padre, el Hijo y el Espíritu Santo descienden entre los hombres y nos revelan su amor que salva. Si los ángeles llevaron a los pastores el anuncio del nacimiento del Salvador, y la estrella guió a los Magos llegados de Oriente, ahora es la voz misma del Padre la que indica a los hombres la presencia de su Hijo en el mundo e invita a mirar a la resurrección, a la victoria de Cristo sobre el pecado y la muerte.
El alegre anuncio del Evangelio es el eco de esta voz que baja del cielo. Por eso, con razón, san Pablo, como hemos escuchado en la segunda lectura, escribe a Tito: "Hijo mío, se ha manifestado la gracia salvadora de Dios a todos los hombres" (Tt 2, 11). De hecho, el Evangelio es para nosotros gracia que da alegría y sentido a la vida. Esa gracia, sigue diciendo el apóstol san Pablo, "nos enseña a que, renunciando a la impiedad y a las pasiones mundanas, vivamos con sensatez, justicia y piedad" (v. 12); es decir, nos conduce a una vida más feliz, más hermosa, más solidaria, a una vida según Dios. Podemos decir que también para estos niños hoy se abren los cielos. Recibirán el don de la gracia del Bautismo y el Espíritu Santo habitará en ellos como en un templo, transformando en profundidad su corazón. Desde este momento, la voz del Padre los llamará también a ellos a ser sus hijos en Cristo y, en su familia que es la Iglesia, dará a cada uno de ellos el don sublime de la fe. Este don, ahora que no tienen la posibilidad de comprenderlo plenamente, se depositará en su corazón como una semilla llena de vida, que espera desarrollarse y dar fruto. Hoy son bautizados en la fe de la Iglesia, profesada por sus padres, padrinos y madrinas, y por los cristianos presentes, que después los llevarán de la mano en el seguimiento de Cristo. El rito del Bautismo recuerda con insistencia el tema de la fe ya desde el inicio, cuando el celebrante recuerda a los padres que, al pedir el bautismo para sus hijos, asumen el compromiso de "educarlos en la fe". Esta tarea se exige de manera aún más fuerte a los padres y padrinos en la tercera parte de la celebración, que comienza dirigiéndoles estas palabras: "Tenéis la tarea de educarlos en la fe para que la vida divina que reciben como don sea preservada del pecado y crezca cada día. Por tanto, si en virtud de vuestra fe estáis dispuestos a asumir este compromiso (...), profesad vuestra fe en Jesucristo. Es la fe de la Iglesia, en la que son bautizados vuestros hijos". Estas palabras del rito sugieren que, en cierto sentido, la profesión de fe y la renuncia al pecado de padres, padrinos y madrinas representan la premisa necesaria para que la Iglesia confiera el Bautismo a sus hijos.
Inmediatamente antes de derramar el agua en la cabeza del recién nacido, se alude nuevamente a la fe. El celebrante dirige una última pregunta: "¿Queréis que este niño reciba el Bautismo en la fe de la Iglesia, que todos juntos hemos profesado?". Sólo después de la respuesta afirmativa se administra el sacramento. También en los ritos explicativos –unción con el crisma, entrega del vestido blanco y de la vela encendida, gesto del "effetá"– la fe representa el tema central. "Prestad atención –dice la fórmula que acompaña la entrega de la vela– para que vuestros niños (...) vivan siempre como hijos de la luz; y, perseverando en la fe, salgan al encuentro del Señor que viene"; "Que el Señor Jesús –sigue diciendo el celebrante en el rito del "effetá"– te conceda la gracia de escuchar pronto su palabra y de profesar tu fe, para alabanza y gloria de Dios Padre". Todo concluye, después, con la bendición final, que recuerda una vez más a los padres su compromiso de ser para sus hijos "los primeros testigos de la fe".
Queridos amigos, para estos niños hoy es un gran día. Con el Bautismo, al participar en la muerte y resurrección de Cristo, comienzan con él la aventura gozosa y entusiasmante del discípulo. La liturgia la presenta como una experiencia de luz. De hecho, al entregar a cada uno la vela encendida en el cirio pascual, la Iglesia afirma: "Recibid la luz de Cristo". El Bautismo ilumina con la luz de Cristo, abre los ojos a su resplandor e introduce en el misterio de Dios a través de la luz divina de la fe. En esta luz los niños que van a ser bautizados tendrán que caminar durante toda la vida, con la ayuda de las palabras y el ejemplo de los padres, de los padrinos y madrinas. Estos tendrán que esforzarse por alimentar con palabras y con el testimonio de su vida las antorchas de la fe de los niños para que pueda resplandecer en este mundo, que con frecuencia camina a tientas en las tinieblas de la duda, y llevar la luz del Evangelio que es vida y esperanza. Sólo así, ya adultos, podrán pronunciar con plena conciencia la fórmula que aparece al final de la profesión de fe de este rito: "Esta es nuestra fe. Esta es la fe de la Iglesia. Y nosotros nos gloriamos de profesarla en Cristo Jesús, nuestro Señor".
También en nuestros días la fe es un don que hay que volver a descubrir, cultivar y testimoniar. Que en esta celebración del Bautismo el Señor nos conceda a todos la gracia de vivir la belleza y la alegría de ser cristianos para que podamos introducir a los niños bautizados en la plenitud de la adhesión a Cristo. Encomendemos a estos pequeños a la intercesión materna de la Virgen María. Pidámosle a ella que, revestidos con el vestido blanco, signo de su nueva dignidad de hijos de Dios, sean durante toda su vida fieles discípulos de Cristo y valientes testigos del Evangelio. Amén.
ÁNGELUS, Domingo 7 de enero de 2007
Queridos hermanos y hermanas: 
Se celebra hoy la fiesta del Bautismo del Señor, con la que concluye el tiempo de Navidad. La liturgia nos propone el relato del bautismo de Jesús en el Jordán según la redacción de san Lucas (cf. Lc 3, 15-16. 21-22). El evangelista narra que, mientras Jesús estaba en oración, después de recibir el bautismo entre las numerosas personas atraídas por la predicación del Precursor, se abrió el cielo y, en forma de paloma, bajó sobre él el Espíritu Santo. En ese momento resonó una voz de lo alto: "Tú eres mi Hijo, el amado, el predilecto" (Lc 3, 22). 
Todos los evangelistas, aunque con matices diversos, recuerdan y ponen de relieve el bautismo de Jesús en el Jordán. En efecto, formaba parte de la predicación apostólica, ya que constituía el punto de partida de todo el arco de los hechos y de las palabras de que los Apóstoles debían dar testimonio (cf. Hch 1, 21-22; 10, 37-41). La comunidad apostólica lo consideraba muy importante, no sólo porque en aquella circunstancia, por primera vez en la historia, se había producido la manifestación del misterio trinitario de manera clara y completa, sino también porque desde aquel acontecimiento se había iniciado el ministerio público de Jesús por los caminos de Palestina. 
El bautismo de Jesús en el Jordán es anticipación de su bautismo de sangre en la cruz, y también es símbolo de toda la actividad sacramental con la que el Redentor llevará a cabo la salvación de la humanidad. Por eso la tradición patrística se interesó mucho por esta fiesta, la más antigua después de la Pascua. "Cristo es bautizado -canta la liturgia de hoy- y el universo entero se purifica; el Señor nos obtiene el perdón de los pecados: limpiémonos todos por el agua y el Espíritu" (Antífona del Benedictus, oficio de Laudes). 
Hay una íntima correlación entre el bautismo de Cristo y nuestro bautismo. En el Jordán se abrió el cielo (cf. Lc 3, 21) para indicar que el Salvador nos ha abierto el camino de la salvación, y nosotros podemos recorrerlo precisamente gracias al nuevo nacimiento "de agua y de Espíritu" (Jn 3, 5), que se realiza en el bautismo. En él somos incorporados al Cuerpo místico de Cristo, que es la Iglesia, morimos y resucitamos con él, nos revestimos de él, como subraya repetidamente el apóstol san Pablo (cf. 1Co 12, 13; Rm 6, 3-5; Ga 3, 27). 
Por tanto, del bautismo brota el compromiso de "escuchar" a Jesús, es decir, de creer en él y seguirlo dócilmente, cumpliendo su voluntad. De este modo cada uno puede tender a la santidad, una meta que, como recordó el concilio Vaticano II, constituye la vocación de todos los bautizados. Que María, la Madre del Hijo predilecto de Dios, nos ayude a ser siempre fieles a nuestro bautismo.

DIRECTORIO HOMILÉTICO
Fiesta del Bautismo del Señor
131. Con la Fiesta del Bautismo del Señor, prolongación de la Epifanía, concluye el tiempo de la Navidad y se inicia el Tiempo Ordinario. Mientras Juan bautiza a Jesús a orillas del Jordán sucede algo grandioso: los cielos se abren, se oye la voz del Padre y el Espíritu Santo desciende en forma visible sobre Jesús. Se trata de una manifestación del misterio de la Santísima Trinidad. Pero ¿por qué se produce esta visión en el momento en el que Jesús es bautizado? El homileta debe responder a esta pregunta.
132. La explicación está en la finalidad por la que Jesús va a Juan para que le bautice. Juan está predicando un bautismo de penitencia. Jesús recibe este signo de arrepentimiento junto a muchos otros que corren hacia Juan. En un primer momento, Juan intenta impedírselo pero Jesús insiste. Y esta insistencia manifiesta su intención: ser solidario con los pecadores. Quiere estar donde están ellos. Lo mismo expresa el apóstol Pablo, pero con un tipo de lenguaje diferente: «Al que no había pecado, Dios le hizo expiar por nuestros pecados» (2 Co 5, 21).
133. Y es, justamente, en este momento de intensa solidaridad con los pecadores, cuando tiene lugar la grandiosa epifanía trinitaria. La voz del Padre tronó desde el cielo, anunciando: «Tú eres mi Hijo, el amado, el predilecto». Tenemos que comprender que lo que le agrada al Padre, reside en la voluntad del Hijo de ser solidario con los pecadores. De este modo se manifiesta como Hijo de este Padre, es decir, el Padre que «tanto amó al mundo que entregó a su Hijo único» (Jn 3, 16). En aquel preciso instante, el Espíritu aparece como una paloma, desciende sobre el Hijo, imprimiendo una especie de aprobación y de autorización a toda la escena inesperada.
134. El Espíritu que ha plasmado esta escena preparándola a lo largo de los siglos de la Historia de Israel («que habló por los profetas», como profesamos en el Credo), está presente en el homileta y en sus oyentes: abre sus mentes a una comprensión todavía más profunda de lo sucedido. El mismo Espíritu acompañó a Jesús en cada instante de su existencia terrenal, caracterizando todas sus acciones para que fueran revelación del Padre. Por tanto, podemos escuchar el texto del profeta Isaías de este día como una prolongación de las palabras del Padre en el corazón de Jesús: «Tú eres mi Hijo, el amado». Su diálogo de amor continúa: «mi elegido, a quien prefiero. Sobre Él he puesto mi espíritu. Yo, el Señor, te he llamado con justicia, te he tomado de la mano, te he formado y te he hecho alianza de un pueblo, luz de las naciones».
135. En el salmo responsorial de esta fiesta se escuchan las palabras del Salmo 28: «La voz del Señor está sobre las aguas». La Iglesia canta este salmo como celebración de las palabras del Padre que tenemos el privilegio de escuchar y cuya escucha marca nuestra fiesta. «Tú eres mi Hijo, el amado, el predilecto» - esta es la «voz del Señor sobre las aguas, el Señor sobre las aguas torrenciales. La voz del Señor es potente, la voz del Señor es magnífica» (Sal 28, 3-4).
136. Después del Bautismo, el Espíritu conduce a Jesús al desierto para ser tentado por Satanás. Sucesivamente y conducido siempre por el Espíritu, Jesús va a Galilea donde proclama el Reino de Dios. Durante su maravillosa predicación, marcada por milagros prodigiosos, Jesús afirma en una ocasión: «Tengo que pasar por un bautismo, ¡y qué angustia hasta que se cumpla!» (Lc 12, 50). Con estas palabras se refería a su próxima muerte en Jerusalén. De este modo comprendemos cómo el Bautismo de Jesús por parte de Juan Bautista no fue el definitivo sino una acción simbólica de lo que se habría cumplir en el Bautismo de su agonía y muerte en la Cruz. Porque es en la Cruz donde Jesús se revela a sí mismo, no en términos simbólicos, sino concretamente y en completa solidaridad con los pecadores. Es en la Cruz donde «Dios lo hizo expiar por nuestros pecados» (2Co 5, 21) y donde «nos rescató de la maldición de la ley, haciéndose por nosotros un maldito» (Ga 3, 13). Es allí donde desciende al caos de las aguas de ultratumba, y lava para siempre nuestros pecados. Pero por la Cruz y la Muerte, Jesús es también liberado de las aguas, llamado a la Resurrección por la voz del Padre que dice: «Hijo mío eres tú, hoy te he engendrado. Yo seré para él un padre y el será para mí un hijo» (Hb 1, 5). Esta escena de muerte y resurrección es una obra de arte escrita y dirigida por el Espíritu. La voz del Señor sobre las grandes aguas de la muerte, con fuerza y poder, saca a su Hijo de la muerte. «La voz del Señor es potente, la voz del Señor es magnífica».
137. El Bautismo de Jesús es modelo también para el nuestro. En el Bautismo descendemos con Cristo a las aguas de la muerte, donde son lavados nuestros pecados. Y después de habernos sumergido con Él, con Él salimos de las aguas y oímos, fuerte y potente, la voz del Padre que, dirigida también a nosotros en lo profundo de nuestros corazones, pronuncia un nombre nuevo para cada uno de nosotros: «¡Amado! Mi predilecto». Sentimos este nombre como nuestro, no en virtud de las buenas obras que hemos realizado, sino porque Cristo, en su amor sin límites, ha deseado intensamente compartir con nosotros su relación con el Padre.
138. La Eucaristía celebrada en esta Fiesta propone de nuevo, en cierto modo, los mismos acontecimientos. El Espíritu desciende sobre los dones del pan y del vino ofrecido por los fieles. Las palabras de Jesús: «Este es mi Cuerpo, esta es mi Sangre», anuncian su intención de recibir el Bautismo de muerte para nuestra Salvación. Y la asamblea reza, el «Padre nuestro» junto con el Hijo, porque con Él siente dirigida a sí misma la voz del Padre que llama «amado» al Hijo.
139. En una ocasión, a lo largo de su ministerio, Jesús dijo: «el que cree en mí, como dice la Escritura: "De su seno brotarán manantiales de agua viva"». Aquellas aguas vivas han comenzado a brotar en nosotros con el Bautismo, y se transforman en un río siempre más caudaloso en cada celebración de la Eucaristía.

Oración sobre las ofrendas
Recibe, Señor, los dones en este día en que manifestaste a tu Hijo predilecto, y haz que esta ofrenda de tu pueblo se convierta en el sacrificio de aquel que quiso borrar los pecados del mundo. Por Jesucristo, nuestro Señor.
Súscipe múnera, Dómine, in dilécti Fílii tui revelatióne deláta, ut fidélium tuórum oblátio in eius sacrifícium tránseat, qui mundi vóluit peccáta miserátus ablúere. Qui vivit et regnat in saecula saeculórum.

Prefacio. El Bautismo del Señor
En verdad es justo y necesario, nuestro deber y salvación darte gracias siempre y en todo lugar, Señor, Padre santo, Dios todopoderoso y eterno.
Porque estableciste un nuevo bautismo con señales admirables en el Jordán, para que mediante la voz venida del cielo, se creyera que tu Verbo habitaba entre los hombres; y, por el Espíritu que descendió en forma de paloma, fuese reconocido Cristo, tu Siervo, ungido con óleo de alegría, y enviado a evangelizar a los pobres.
Por eso, con las virtudes del cielo te aclamamos continuamente en la tierra alabando tu gloria sin cesar:
Vere dignum et iustum est, aequum et salutáre, nos tibi semper et ubíque grátias ágere: Dómine, sancte Pater, omnípotens aetérne Deus:
Qui miris signásti mystériis novum in Iordáne lavácrum, ut, per vocem de caelo delápsam, habitáre Verbum tuum inter hómines crederétur; et, per Spíritum in colúmbae spécie descendéntem, Christus Servus tuus óleo perúngi laetítiae ac mitti ad evangelizándum paupéribus noscerétur.
Et ídeo cum caelórum virtútibus in terris te iúgiter celebrámus, maiestáti tuae sine fine clamántes:
Santo, Santo, Santo...


Antífona de comunión Cf. Jn 1, 32. 34
Este es de quien decía Juan: «Yo lo he visto y he dado testimonio de que este es el Hijo de Dios».
Ecce de quo dicébat Ioánnes: Ego vidi et testimónium perhíbui, quia hic est Fílius Dei.

Oración después de la comunión
Señor, alimentados con estos dones sagrados, imploramos de tu bondad, que, escuchando fielmente a tu Unigénito, de verdad nos llamemos y seamos hijos tuyos. Por Jesucristo, nuestro Señor.
Sacro múnere satiáti, cleméntiam tuam, Dómine, supplíciter exorámus, ut, Unigénitum tuum fidéliter audiéntes, fílii tui vere nominémur et simus. Per Christum.

Se puede usar la fórmula de bendición solemne. Tiempo ordinario, IV
Dios, fuente de todo consuelo, disponga vuestros días en su paz y os otorgue el don de su bendición.
Deus totíus consolatiónis dies vestros in sua pace dispónat, et suae vobis benedictiónis dona concédat.
R. Amén.
Que él os libre de toda perturbación y afiance vuestros corazones en su amor.
Ab omni semper perturbatióne vos líberet, et corda vestra in suo amóre confírmet.
R. Amén.
Para que, enriquecidos por los dones de la fe, la esperanza y la caridad, abundéis en esta vida en buenas obras y alcancéis sus frutos en la eterna.
Quátenus donis spei, fídei et caritátis dívites, et praeséntem vitam transigátis in ópere efficáces, et possítis ad aetérnam perveníre felíces.
R. Amén.
Y la bendición de Dios todopoderoso, Padre, Hijo + y Espíritu Santo, descienda sobre vosotros y os acompañe siempre.
Et benedíctio Dei omnipoténtis, Patris, et Fílii, + et Spíritus Sancti, descéndat super vos et máneat semper.
R. Amén.

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