23 octubre 2020

Comentario – Miércoles XXIX de Tiempo Ordinario



El pasaje evangélico de este día, que es continuación del que se leyó ayer, prosigue también la misma temática: Comprended que, si supiera el dueño de casa a qué hora viene el ladrón, no le dejaría abrir un boquete. Lo mismo vosotros, estad preparados, porque a la hora que menos penséis viene el Hijo del hombre.

La venida del Hijo del hombre es tan imprevista como la llegada de un ladrón. Si el dueño de la casa supiera a qué hora habrá de producirse, estaría preparado para hacerle frente o para evitar que maniobrase; haría lo imposible para que el ladrón no obtuviese su botín. Pero los ladrones no suelen actuar a la luz del día; buscan los momentos oportunos; actúan cuando nadie los espera. Pues bien, el modus operandi del Hijo del hombre en su venida es similar al de un ladrón, aunque él no es un ladrón, pues no viene a llevarse nada que no sea suyo. Pero podemos tener también la impresión de que cuando nos arrebata la vida se lleva lo que no es suyo. ¿Es sin embargo así?

Las palabras de Jesús parecen tener un marcado carácter escatológico. No aluden a cualquier venida o a una de esas múltiples presencias de Jesucristo que se hacen notar en la vida de un creyente, sino a la venida que cierra un ciclo existencial y que se hace coincidir con la clausura de este período, es decir, con la muerte del hombre en su singularidad o de la humanidad. Nuestra experiencia nos dice que la vida cesa en nosotros de la manera más inesperada y en las circunstancias más diversas. Diversas son también las causas: una enfermedad, un accidente, una agresión, una catástrofe, una infección, una ejecución.

Hay muertes que se anuncian con cierta antelación como la muerte de un condenado, la de un enfermo incurable o la de un anciano que no puede prolongar más sus días. Pero ni siquiera en estos casos se sabe exactamente la hora en que se va a producir: a la hora que menos penséis viene el Hijo del hombre. Hay enfermos o ancianos que parece que van a morir al día siguiente y luego duran meses o años; otros, parece que van a durar meses o años y fallecen de repente. Es verdad que el suicida puede calcular con exactitud el momento de su muerte, pero también puede que le surjan imprevistos que no entraban en sus cálculos y desbaraten sus propósitos. Sólo el dueño absoluto de nuestras vidas dispone de datos que le permiten saber cuándo cesarán. Sólo Dios conoce nuestra fecha de caducidad. Pero, puesto que a nosotros se nos escapa, lo sensato es que estemos preparados. De nuevo, una invitación a la vigilancia que nace de la imprevisión de la hora.

No obstante, cabe preguntarse: ¿Por qué esta preparación? ¿Para qué esta vigilancia? La razón queda expuesta en la explicación que sigue a la pregunta de Pedro. Somos administradores de unos bienes, entre los cuales se incluye la vida, que nos han sido entregados por el que es dueño absoluto de los mismos. El amo que ha depositado tales bienes en nuestras manos espera de nosotros fundamentalmente dos cosas: fidelidad y solicitud. Creernos dueños de lo que sólo somos administradores es cometer un grave error. No tener en cuenta que el manejo de nuestra vida y posesiones es administración de bienes es incurrir en un olvido que no dejará de tener consecuencias. Olvidar que semejante gestión va a ser juzgada y valorada por el que nos ha encomendado esta tarea es una irresponsabilidad. A veces los bienes que Dios nos encomienda tienen carácter personal. Son unos hijos, o unos educandos, o unos feligreses, o unos obreros, o unos pacientes, o unos ciudadanos.

El Señor espera del administrador (padre, médico, profesor, gobernante, etc.) que ha sido colocado al frente de esa servidumbre que reparta la ración a sus horas, es decir, que preste el servicio que debe prestar, que se le ha encargado prestar porque se ha preparado para ello. De esa gestión tiene que responder ante el que la encomienda. No se trata sólo de responder ante la sociedad (un ente que puede no exigirnos ciertas respuestas), ni siquiera ante aquellos mismos a quienes servimos (puede que ni siquiera tengan derecho a exigirlo); se trata de responder ante Dios que es, en definitiva, el que los ha puesto en nuestras manos expertas. Pues bien, si actuamos con responsabilidad mereceremos la bienaventuranza: Dichoso el criado a quien su amo, al llegar, lo encuentre portándose así. Os aseguro que lo pondrá al frente de todos sus bienes.

Una buena respuesta (=gestión) a la tarea encomendada tendrá como premio una mayor concesión de bienes que acrecentarán nuestra dicha. Pero si al empleado le da por pensar que su amo está lejos y no puede controlarle, y que su vuelta no está próxima, y empieza a comportarse irresponsablemente maltratando a sus subordinados y abusando de la comida y la bebida y emborrachándose, llegará el amo de ese criado el día y la hora que menos lo espera y lo despedirá, condenándolo a la pena de los que no son fieles. Todos somos empleados o criados de este dueño ante el cual tenemos que responder de nuestra gestión en su día. Y el día no lo fijamos nosotros, sino Él.

Si hemos respondido según lo previsto en sus planes seremos recompensados con el premio merecido por los que han sido fieles; de lo contrario, seremos condenados a la pena de los que no son fieles. Aquí se premia la fidelidad en la ejecución del trabajo encomendado. Y la exigencia depende de la capacidad donada: al que mucho se le dio, mucho se le exigirá; al que mucho se le confió, más se le exigirá. Si a uno se le confía mucho, es porque se le ha dado mucho; de ahí que se le pueda exigir conforme a lo que se le ha dado. Pero no hemos de olvidar nunca que la recompensa con la que Dios premia nuestros esfuerzos es infinitamente superior a las exigencias.

A Dios no podemos ganarle en generosidad. Y nuestra aportación (humana) en cualquier asunto sólo sería posible desde la base de la previa donación divina. Sin Él, sin su aliento creador, sin su dinamismo conservador, no podríamos hacer nada. Por tanto, sintámonos dignificados y estemos agradecidos porque Dios nos ha querido asociar como colaboradores en su obra, algo que implica responsabilidad, pero también una promesa de vida más plena y gratificante.

JOSÉ RAMÓN DÍAZ SÁNCHEZ-CID
Dr. en 
Teología Patrística

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