02 enero 2020

Domingo 5 enero: LA DOLENCIA DE AMOR SÓLO SE CURA CON LA PRESENCIA Y LA FIGURA

Por Gabriel González del Estal

1.- Esto lo sabían muy bien todos los profetas y los santos del Antiguo y del Nuevo Testamento. Lo han sabido desde siempre todos los grandes místicos. San Juan de la Cruz lo expresó de forma maravillosa en su Cántico espiritual: Acaba de entregarte ya de vero -no quieras enviarme de hoy más ya mensajero – que no saben decirme lo que quiero. Sólo Dios puede llenar el vacío del alma enamorada, sólo la presencia y la figura de Dios pueden saciar la sed de Dios. Nuestro corazón, vacío de Dios, andará siempre inquieto y desasosegado hasta que descanse en Dios. En este segundo domingo de Navidad seguimos meditando en el misterio de nuestro Dios, en el misterio de un Dios encarnado, de un Dios que se ha hecho presencia entre nosotros. Hasta ese momento teníamos que conformarnos con ver y oír a Dios a través de las palabras y de las imágenes que nos decían los profetas de Dios, los santos de Dios. Cuando Dios se encarna en un ser humano podemos ver directamente a Dios en la persona de ese hombre –Jesús de Nazaret- en el que se encarnó Dios. Por eso, Cristo es la Palabra de Dios, una palabra encarnada, una palabra no sólo audible, sino también visible, una presencia y una figura humana y divina al mismo tiempo. Desde que Dios acampó entre nosotros, Dios se ha hecho un compañero nuestro, un hermano nuestro que nos guía y nos conduce hasta el Padre. Lo que tenemos que hacer nosotros es dejarnos guiar por él, ser sus discípulos y seguidores.


2.- La Palabra de Dios al mundo vino y en el mundo estaba; pero el mundo no la conoció. El mundo –“los hombres mundanos, malos y perversos” como salmodiábamos en el catecismo infantil- no escuchó a los profetas, no escuchó a los santos, tampoco escuchó a la Palabra encarnada de Dios. Pero a cuantos le recibieron les dio poder para ser hijos de Dios. Este es el premio, este es el regalo de escuchar a la Palabra de Dios, de recibir en nuestra vida al Hijo de Dios: ser y vivir, ya en esta vida, como hijos de Dios. Vivir en este mundo como hijos de Dios supone matar en nosotros al hombre viejo y revestirnos del hombre nuevo, ser imágenes de Dios. Que se nos note, hasta en nuestro propio y espiritual código genético, que somos hijos de Dios, que en nosotros sean visibles sus rasgos, que tengamos los ademanes de Dios, el andar de Dios.  Para esto se hizo hombre Dios, decía San Agustín, para que nosotros fuéramos dioses. Dioses con minúscula, claro, porque en nuestra pobre vasija humana no cabe todo Dios, ni en cantidad, ni en calidad. Cuando los seres humanos nos esforzamos en vivir como auténticos hijos de Dios nos esforzamos en desprendernos de nuestras escamas mezquinas y temporales y en revestirnos de Dios, en hacer que la presencia y la figura de Dios sea visible en nuestra propia presencia y figura humana.  En este segundo domingo de Navidad pidamos al Niño Dios que seamos presencia de Dios para los demás, que seamos gracia y verdad de Dios, que seamos vida y luz para los demás, que brillemos en las tinieblas del mundo, aunque el mundo no quiera vernos, ni recibirnos. Eso es vivir como hijos de Dios, eso es hacer presente en nuestro mundo la presencia y la figura de Dios. Una presencia y una figura de Dios que sea capaz de curar tantas dolencias de amor como diariamente padecemos nosotros, los mortales.

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