Por Antonio García-Moreno
1.- CRISTO, DE MODA.- "En medio de su pueblo será ensalzada y admirada en la congregación de los santos..." (Si 24, 3) Su pueblo vibró ante su llegada. Unos de un modo y otros de otro. Unos acogiendo con regocijo la noticia de su nacimiento, y otros llenándose de consternación al saber que había llegado el que tenía que venir. Aquéllos, unos humildes pastores, o unos sabios sencillos y con fe. Éstos, unos poderosos que temen perder su poder, un rey bastardo y cruel que no dudará en perseguir al recién nacido para matarle.
Sí, su pueblo le acogió con alegría, con fe, con mucho amor, mirándole lleno de esperanza. Los otros, los que no creyeron en él, los que le odiaron, esos no eran realmente su pueblo. Éstos pertenecían al reino de Satanás, eran hijos de las tinieblas... Y hoy sigue ocurriendo lo mismo. Cristo es ensalzado en medio de su pueblo, admirado en la congregación de los santos. Los que son pobres de espíritu, los que tienen una capacidad grande de comprensión, los que son partidarios de la paz, los que lloran, los que sufren persecución por ser justos, los que aman, los que tienen fe.
"Desde el principio, antes de los siglos, me creó, y no cesaré jamás" (Si 24, 14) Cristo ayer, Cristo hoy, Cristo siempre. Siempre, sí, siempre. Su persona sigue atrayendo misteriosamente, su palabra vuelve a encontrar resonancia en el corazón y en la mente de las nuevas generaciones. Su vida nos llena de entusiasmo, su muerte heroica nos conmueve y anima, atrae poderosamente nuestro interés.
Ahí están para siempre esos grupos bien nutridos de jóvenes que forman asociaciones en torno a Jesús, centro de sus anhelos y de sus esperanzas. La gente se cansa de tanta mentira como propagan los líderes de todo color y vuelven sus miradas a Jesús de Nazaret, el joven carpintero que habló con sinceridad, el Hijo de Dios que entregó su vida para salvar a la Humanidad.
Es cierto que a veces ese mirar a Cristo no tiene toda la limpieza y toda la fe que se requiere para ser verdadero amigo de Cristo. Pero de todos modos se han fijado en él, han descubierto algo extraordinario en sus palabras, le admiran, le invocan, le esperan, le ponen en el centro de sus vidas...
2.- ESO ES BEATERÍA.- "Glorifica al Señor, Jerusalén, alaba a tu Dios, Sión, que ha reforzado los cerrojos de tus puertas, y ha bendecido a tus hijos dentro de ti" (Sal 147,12-13) Todos, pienso yo, nos hemos sentido con deseos de mejorar en nuestra vida personal. Todos nos hemos emocionado, llorado quizás de gozo y de compunción, al ver al Niño en brazos de María, o recostado en el humilde pesebre. Hemos comprendido que Dios se hace uno de nosotros, para que cada uno se haga como Él. El Hijo de Dios se hace hijo de mujer -¡y qué mujer!-, para que el hombre se haga hijo de Dios.
Él ha venido a salvarnos, a convencernos con su extrema cercanía de cuánto nos quiere, de cómo está dispuesto a ayudarnos y a reavivar la esperanza, a fundamentar nuestra certeza en su infinito amor... Sí, Dios y Señor nuestro, Niño pequeño que ocultas en tu extrema fragilidad la fortaleza suma; sí, glorificado seas, bendecido y alabado por todos los hombres, esos por quienes naciste pobre en Belén y moriste luego en el Calvario. Gracias, mi Dios-Niño, por habernos confortado y fortalecido interiormente, una vez más, con el recuerdo de tu nacimiento.
"Anuncia su palabra a Jacob, sus decretos y mandatos a Israel; con ninguna nación obró así, ni les dio a conocer sus mandatos" (Sal 147, 19-20) No basta con glorificar a Dios, con bendecirle entusiasmado ni con adorarle devotamente. Eso está muy bien, es necesario y casi espontáneo para el que le conoce un poco, eso es lo primero de todo, pues antes que nada en este mundo, y en el otro, está Dios. Pero eso, con ser tanto, no basta. Es más, si nos limitamos a eso, si todas nuestras relaciones las reducimos a unos actos de culto, a unas prácticas de piedad, estamos cayendo de lleno en el fariseísmo. Si esto ocurre, y suele ocurrir, nuestra piedad se ha transformado en beatería.
Además de amar y de venerar a Dios, hay que demostrar con obras ese amor y esa veneración. Y las obras han de ser las que de verdad agraden a Dios, y no las que nosotros nos imaginamos que le son gratas. Porque a veces nos creemos que Dios se queda satisfecho con unas promesas, con unos votos incluso, con unas plegarias, o con ir a Misa y confesar de vez en cuando. No y mil veces no. Para honrar a Dios hay que cumplir con su Ley, que se resume en amarle sobre todas las cosas y al prójimo como a uno mismo. Esto es lo que san Juan nos quiere decir cuando afirma, con claridad y valentía, que es un embustero el que dice que ama a Dios y desprecia a su hermano.
3.- DIOS NOS HA ELEGIDO.- "...para que seamos santos e irreprochables en su presencia, por amor " (Ef 1, 4) "Bendito sea el Dios y Padre de Nuestro Señor Jesucristo -digamos con san Pablo-, que nos bendijo con toda clase de bendiciones espirituales, en el cielo..." Sí, en medio de la alegría de estos días que estamos viviendo, o en la pena quizás, hemos de levantar nuestro corazón hasta Dios, llenos de agradecimiento, conscientes de todo el amor que Jesús nos tiene, creyendo firmemente que vale la pena entregarse a su voluntad bienhechora, confiando plenamente en su amor, en su poder y sabiduría.
Pensemos que él nos ha elegido, antes de la creación del mundo, ha pensado en nosotros, en cada uno, y nos ha llamado de la nada que éramos al ser que somos, nos ha trasladado del estado de condenación en que nacimos al estado de salvación en que estamos desde el Bautismo. Y todo para que seamos santos e irreprochables en la presencia de Dios, por amor suyo nada más.
"Nos predestinó a ser hijos adoptivos suyos por Jesucristo, conforme a su agrado; para alabanza de su gloria y de su gracia, por la que nos colmó en el Amado...". Son palabras llenas de contenido que hemos de guardar en nuestro corazón, que hemos de meditar en la intimidad de nuestra oración ante Dios. Para que todo eso que nos dice el Señor nos penetre muy hondo y nos transforme cada vez más, hasta identificarnos totalmente con Cristo.
"...no ceso de dar gracias por vosotros, recordándoos en mi oración..." (Ef 1, 16) San Pablo ha oído hablar de la fe de los cristianos de Éfeso, y se siente lleno de gozo y de gratitud hacia Dios. Ojalá que también nosotros vivamos nuestra fe con todas sus consecuencias, hasta ser el gozo y motivo de gratitud para nuestros padres en la fe. Aparte de esa alegría que podemos proporcionar a nuestros mayores, está el gozo y la paz del alma que ha sido fiel a la llamada de Dios, la alegría de los vencedores.
Y luego saber que hay quien pide por nosotros, quien reza a Dios para que se apiade y perdone nuestras faltas y pecados. Sí, nuestra santa Madre la Iglesia está de continuo con los brazos elevados y las manos extendidas en actitud de fervorosa oración, para que el Padre de la gloria nos dé luz y le conozcamos y amemos, y así ser felices en esta vida y en la otra para siempre.
Ante todo esto debemos sentirnos seguros, respaldados y protegidos. Y al mismo tiempo animados en la lucha de cada jornada, para el sacrificio que pueda suponer la respuesta concreta a la llamada de Dios para que seamos santos, sencillamente buenos y fieles en el cumplimiento del pequeño deber de cada momento.
4.- EL VERBO SE HIZO CARNE.- "Al mundo vino y en el mundo estaba..." (Jn 1, 10) El evangelista san Juan no refiere nada acerca de la infancia de Jesús. En cambio, nos habla de su preexistencia, de esa vida misteriosa y divina del Verbo, la segunda Persona de la Santísima Trinidad, que asumió la naturaleza humana en el seno virginal de Santa María y que nació en un pobre portal de Belén. El prólogo del cuarto evangelio se remonta en alto vuelo hasta las cumbres inaccesibles de la Divinidad. Juan, bajo la luz del Espíritu Santo, nos dice que en el principio, antes de que algo existiera, el Lógos, la Palabra, el Verbo, el Hijo de Dios ya existía, estaba junto al Padre, en la intimidad de su seno. Y el Verbo era Dios, dice el evangelista de forma concisa y clara, subrayando con cierto énfasis la divinidad del Verbo.
Se refiere luego, en rápida panorámica, al momento de la creación, cuando todo lo que existe surgió de la nada al conjuro omnipotente de la Palabra. Esa Palabra llena de vida, refulgente luz para los hombres que llegan a este mundo y que de su plenitud reciben gracia tras gracia. Es el momento de la nueva creación que restaura la primera, quebrantada por el pecado del hombre.
La Luz brilló con fuerza contra las tinieblas, pero éstas eran tan densas que apenas si se disiparon. No obstante el velo de las sombras se había rasgado con el empuje de la Luz. En efecto, el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros, y contemplamos su gloria, la del Hijo único del Padre, lleno de gracia y de verdad. La Ley nos vino por Moisés, pero la gracia y la verdad nos han llegado por Jesucristo. Sí, a pesar de todo, su fulgor se abrió paso para alumbrar al mundo. Pero el mundo, aunque había sido hecho por él, no lo recibió. Como tampoco lo recibieron los suyos. Esos que lo habían esperado como jamás se ha esperado a nadie en la tierra, esos que habían gemido durante siglos y siglos por la venida del Cristo, y cuando llegó no lo reconocieron y lo rechazaron con crueldad inaudita.
Pero no todos actuaron así. Los profetas habían previsto que en medio de la ingratitud y rebeldía de Israel habría un grupo de hombres judíos, sencillos y fieles, un resto de hebreos esparcidos por todos los pueblos que se congregaría junto a Jesucristo, el retoño que brotó del viejo y carcomido tronco de Jesé. La profecía se cumplió y hubo muchos, también gentiles, que le recibieron gozosos y agradecidos. Dios premió con creces, como siempre hace, aquella buena acogida. Así, a cuantos lo recibieron, les dio poder para ser hijos de Dios con una filiación maravillosa, divina, que el hombre no pudo ni imaginar. Un don grandioso y único que nadie por sí solo puede conseguir.
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