01 febrero 2019

J. Garrido-Homilías, 3 febrero

El religioso/a y el sacerdote, que socialmente se dicen «consagrados», son educados para ser diferentes. Tienen una misión que realizar. Por el celibato, pertenecen a Dios y por su estilo de vida deben afirmar la trascendencia. El peligro está en que se separen cada vez más de la gente, confundiendo la vocación con el «rol» aprendido e internalizado. No han de permitirse expresar sentimientos, ser frágiles y humanos. Ciertamente, esta imagen no corresponde al hombre bíblico, y menos, a Jesús, demasiado humano como para poder ser reconocido como Mesías. Habría que tener «otro órgano», el que posibilita captar lo divino en lo humano.

Al cristiano seglar le cuesta descubrir su identidad en este tema. Es normal, por su condición social; pero se refugia en su normalidad para no asumir su misión de «profeta, sacerdote y rey» dentro del mundo. ¿Es que no tiene que ser testigo del Dios vivo y realizar el Reino?
Vivir en el mundo sin ser del mundo (Jn 17,14-20) implica profunda soledad, a veces respecto a las personas más cercanas. Tu marido va a misa, como tú, y se preocupa de la educación católica de tus hijos, como tú; pero no lo entiende del mismo modo que tú. Y aparece cuando se trata de hacer ciertas opciones. El no encuentra dificultad en enseñarles la doctrina católica, por un lado, y por otro, que se aseguren el éxito social y económico por encima de todo, «porque hay que ser realistas, y una cosa es la fe y otra, los negocios».
Para ser distinto no hace falta separarse del mundo, sino abrir los ojos y ver más lejos.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Deja tu comentario