01 febrero 2019

CUARTO DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO El otro lugar del cristiano

Las difíciles relaciones entre el profeta y su pueblo. Se podría sintetizar así el tema común de la primera lectura y de la página evangélica.
Jeremías es de Anatot, un pueblo a seis kilómetros de Jerusalén. Su padre Jilquías, es, sacerdote. Pero, según una tesis avalada por sólidos documentos de apoyo, su familia fue suspendida, desde hace tres siglos, de las, funciones sacerdotales. Sobre ella, en efecto, pendería la maldición, porque era descendiente del sacerdote Ebiatar. culpable de complot contra Salomón (1 Re 2,26-27). Por esta culpa habría sido relegada a Anatot, donde habría conservado la dignidad sacerdotal sin poderla ejercer (una especie de «suspensión a divinis»)
Por tanto, una familia distinta, «puesta aparte».
«Conocida» como maldita.
En este contexto, asumen un profundo significado las palabras de la llamada de Jeremías.

Dios lo ha «consagrado», o sea, lo ha puesto aparte.
Y lo ha «conocido» aun antes dé que' fuese formado en el seno de su madre.
Recordemos que el verbo conocer, en sentido bíblico, indica una relación profunda, íntima, entre dos personas. Equivale a «amar».
Así pues, «conocido» y «puesto aparte» por Dios. Pero en un sentido diametralmente opuesto al que hasta ahora le ha colocado la gente del pueblo.
Todo ha sido «invertido hacia la luz» (A. Neher).
Jeremías, de ahora en adelante, dependerá totalmente de Dios y de su palabra.
«Conocido», no para ser despreciado, sino en cuanto objeto de amor..
«Separado», no ya en el sentido de la excomunión y de la discriminación, sino en vistas de una misión mucho más amplia.
Jeremías, fiel a la vocación recibida, desarrollará su misión en contraste con los propios paisanos de Anatot y de Jerusalén.
Al principio, ignorado, después escarnecido, aislado, perseguido, amenazado, golpeado, insultado, denunciado incluso por parientes y amigos, flagelado.
Y todo porque querrían hacerle decir lo que ellos desean oír y que él no puede decir.
Querrían sentirse asegurados por su palabra. Jeremías, por el contrario, no hace otra cosa sino sembrar inquietudes y previsiones oscuras. De su boca no salen discursos tranquilizadores, sino anuncios de catástrofes.
Querrían que garantizara que todo va bien. Y él se obstina en predicar que se está caminando hacia la ruina.
Querrían obtener una especie de bendición sobre las elecciones y alianzas políticas. Y el profeta les advierte brutalmente que la historia camina en una dirección totalmente diferente y ellos no saben captar el porqué de esto
Sus paisanos tienen la pretensión de neutralizar la carga contestataria de Jeremías, de transformarlo en un profeta de' paz. Pero él continúa impertérrito como profeta de desventura.
Y no lo hace precisamente por gusto. Al contrario, a precio de una dolorosísima y siempre sangrante laceración interna.
Jeremías sigue enamorado de su tierra y de su ciudad. En el fondo, es un poeta, delicado, lleno de ternura.
Para pronunciar aquellas palabras terribles debe hacer violencia a su corazón y a sus sentimientos.
Pero no puede comportarse de otra manera. La palabra de Dios le obliga a decir lo que él mismo no quisiera decir.
Asís. Jeremías es el profeta más trágico y humano.
En él —como dice A. Neher— existe tensión entre inteligencia y corazón, entre deber y deseo, entre lucidez y sentimiento.
Las tragedias que anuncia hieren, ante todo, su temperamento sensibilísimo.
Siente las heridas ajenas como si fuesen propias.
Los lutos de los otros son los suyos.
Ama la vida y es obligado a predecir la muerte.
Está muy apegado a la propia ciudad, y no puede por menos de testimoniar su destrucción.
En el fondo, sigue siendo un ingenuo. Y, a pesar suyo, ha de convertirse en un luchador.
Su profecía no nace de su interior. Ciertamente no es la voz de su naturaleza. Viene de otra parte...
Sus paisanos no logran comprender este drama íntimo, no logran captar la procedencia (el otro lugar) de aquella palabra. Y se ensañan cruelmente contra el profeta, culpable de traicionar sus deseos y de disipar sus obstinadas ilusiones.
El choque de Jesús con sus paisanos de Nazaret revela la misma «incompatibilidad». Transferida a los hechos.
Si los de Anatot y Jerusalén pretenden «hacer decir» a Jeremías lo que a ellos les gusta, los habitantes de Nazaret exigen que Jesús «haga» lo que ellos quieren.
«...Haz también aquí en tu tierra lo que hemos oído que has hecho en Carfanaún».
En una palabra: en los dos casos, está la pretensión de gestionar, administrar la palabra profética según los propios intereses.
«Los nazaretanos esperan solamente un "show" taumatúrgico, hecho por este paisano "hijo de José", llevado sorprendentemente a los honores de crónica. A esta luz los nazaretanos se convierten en símbolo de todo Israel que "busca signos", que quiere milagros, prodigios y pruebas reduciendo así la fe a magia y a economía»
Jesús entonces «sale» de su pueblo, huyendo de las insidias de quienes tienen todas las intenciones de despeñarlo.
Se fue «a otro lugar», como Elías y Eliseo, a buscar, quizás entre los paganos, esa fe que escasea entre los «suyos». Va a otra parte, hacia otros, los irregulares, los excluidos, los que no tienen derecho.
Así le han echado fuera, mientras deberían haber salido fuera con él.
En el fondo, había venido a Nazaret no para quedarse, sino para hacer que sus habitantes saliesen de sus confines sofocantes de presunción.
Es la tentación siempre actual para las personas religiosas: aprisionar a Cristo, secuestrarlo, cerrarlo dentro de los propios esquemas, doblegarlo a los propios proyectos.
Por el contrario, es necesario salir fuera, caminar con él, seguir sus itinerarios imprevisibles.
Jesús siempre funda Nazaret en otra parte.
El pueblo de Jesús no es aquel en el que nosotros nos situamos, sino donde él está.
«Pero Jesús se abrió paso en medio de ellos y se alejaba».
Jesús pasa siempre a través de nuestras resistencias, nuestros rechazos, nuestras pequeñeces. No nos hagamos ilusiones de que lo vamos a detener, y que está a la espera.
Siempre está más adelante. Nuestras barreras no logran pararlo, ni hacerlo volver atrás, en todo caso lo empujan hacia adelante...
Así pues, si la palabra de Jeremías viene «de otra parte», la de Jesús lleva «a otra parte». En ambos casos, es una palabra que no se deja confiscar por nuestros deseos mezquinos, por nuestras pretensiones ciertamente no desinteresadas.
También Pablo, en su famoso «himno a la caridad», nos habla de «otro lugar».
La caridad constituye precisamente la otra parte respecto a nuestras aspiraciones, costumbres, valores corrientes.
Sin la caridad, todo lo que tenemos, todo lo que somos y hacemos, también en el campo religioso (se confrontan precisamente los dones de la profecía, de las lenguas, incluso la fe, el martirio...) no cuenta nada. No tiene peso, consistencia («soy como un bronce que suena...»).
No es posible comentar toda la página, verdaderamente estupenda. Pero no está prohibido leerla y meditarla a solas... por cuenta propia... Me limito a dos afirmaciones:
«El amor no acaba nunca»
«la mayor es la caridad».
La caridad es lo que queda, cuando el resto (que de todos modos es pequeño, irrelevante en su comparación) se desvanece, traiciona, se debilita.
¡Qué examen de conciencia angustioso para nuestra escala de valores!
A ver, ¿a quién no le ha pasado por la cabeza decir «el dinero es todo», «sin dinero no vales nada», «el dinero es lo que cuenta», «con el dinero se consigue todo»?...
Intentemos sustituir «dinero» por «amor». Y repitamos esas frases. A poder ser sin enrojecer.
A. PRONZATO

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