Hablamos del silencio, no como ausencia de sonido, sino como antítesis de la dispersión. Al joven rico le sofocaron sus riquezas; al hombre tardomoderno le deshacen millones de quehaceres en los que anda desparramado. ¿Quién no tiene la sensación de verse frecuentemente superado? ¿Quién no experimenta la frustrante impresión de no ser capaz de dejar de pensar lo que hay que hacer, al menos por un instante?
Las consecuencias de esa ausencia de silencio —o aumento de dispersión, da igual cómo se diga— son patentes. Ya no nos abandonamos en manos de Dios o de un amor estable, todo eso está muy lejos; el abandono efectivo del hombre actual es lo periférico. Estamos continuamente ocupados en cosas de no muy extraordinaria valía, y preocupados casi por cualquier cosa. Es propio del hombre cansado desfigurar los problemas y tomarlo todo a la tremenda. Esta tipología afecta a casi todo hombre y mujer normales, susceptibles a cualquier estímulo, pendientes de cualquier eventualidad. Vivimos en una sociedad sobre-estimulada, ¿qué nos hace pensar que nosotros estamos fuera de su área de influencia?
Un modo perfecto de vivir superado es estar pegado al teléfono móvil, porque entregarse a lo periférico tiene mucho que ver con el deseo de estar al tanto de todo. La máxima conectividad es ideal para ello. Usamos el móvil para tantas cosas que llegamos a preguntarnos cómo han podido existir generaciones enteras de hombres y mujeres que carecieron de este aparato.
Un modo perfecto de vivir superado es estar pegado al teléfono móvil, porque entregarse a lo periférico tiene mucho que ver con el deseo de estar al tanto de todo. La máxima conectividad es ideal para ello. Usamos el móvil para tantas cosas que llegamos a preguntarnos cómo han podido existir generaciones enteras de hombres y mujeres que carecieron de este aparato.
Millones de palabras glosan nuestra vida en las redes sociales, en la publicidad, en la radio y en la televisión. Muchas de las nuevas tesis doctorales también están atiborradas de palabras, convencidos sus autores de que el valor del trabajo tiene que ver con su peso. Ya no es posible quedar con una persona sin confirmarlo media docena de veces; resulta casi imposible confiar en la existencia de personas que lleguen en hora; es más fácil mandar un simpático mensajito diciendo «llego diez minutos tarde», y añadir un icono de sonrojo, como si eso sustituyera la responsabilidad de ser puntual.
Más allá de los muchos innegables efectos positivos que puede tener la mejora de la comunicación, la hipercomunicatividad ha provocado una devaluación extraordinaria del valor de la palabra. Cada vez significa menos.
La segunda característica de la dispersión (o de la falta de silencio) tiene justamente que ver con este uso banal de la palabra: el yo se deshace en apariencias. Habla mucho, comparte muchas fotos, está en numerosos foros: pero ya no es nadie, ya no es nada. La ausencia del yo. ¿Quién soy? Una vida desnuda. Se comparte solo la apariencia, porque hay poco o nada que comunicar. ¡Si hablara de lo que llevo dentro! Además, ¿a quién se lo podría contar?
Como hace notar Alessandro D’Avenia, en su conferencia Un libro e tre mandarini, se tienen amigos que son apariencias de amigos, porque «no sonríen, no lloran, no sudan, no apestan, no mastican, no tienen un cuerpo, no comen pan, no se hieren, no sufre, no mueren… son amigos cómodos para tener: no hay necesidad de hacerse cargo de ellos o arriesgar por ellos la vida». Son amigos con los que no compartirás jamás la aventura de tu vida. En definitiva, no son amigos.
Finalmente, la ausencia de silencio es adictiva. «Tened cuidado de vosotros, no sea que se emboten vuestros corazones con juergas, borracheras y las inquietudes de la vida, y se os eche encima de repente aquel día» (Lc 21, 34). No es fácil salir d eninguna de estas tres cosas: el vicio, la bebida o los afanes de la vida. Son prisión para quien está sujeto a ellas, pero también lenitivo. ¿Dónde encuentra descanso el borracho, sino en la bebida? Asimismo, quien se ha dispersado absolutamente en los afanes cotidianos, y ha abandonado todo propósito de dominio de sí, descansará únicamente haciendo más y más cosas. Incluso puede llegar el día en que pierda el sentido de lo que hace; y, a pesar de ello, seguirá obrando. Lo importante es no parar. No sabe parar. No puede parar.
Amar el silencio. Evitar cuanto dispersa y favorecer lo que recoge. Escribir sobre ello es describir la vida de miles de personas, y también abrir una ventana por donde entre el aire fresco de la mesura y del dominio de sí.
Cuenta conmigo, Fulgencio Espa
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