La apertura a Dios es un diálogo lleno de obstáculos tanto exteriores como interiores, y de entre ellos destaca uno: la capacidad extraordinaria que tenemos para complicarnos. Dicho con otras palabras: para abrirse a la acción de Dios, es necesario crecer en sencillez. De otro modo, es muy difícil llegar a abrirse del todo. Siendo torcido, es muy difícil crecer bien.
El problema de ser complicado es que se vive en permanente fragilidad con uno mismo, y eso lleva a dos posibles consecuencias: la desconfianza en los demás, y el abandono ilegítimo en algunas personas en particular.
La desconfianza en el prójimo hace que las relaciones humanas lleguen a ser convulsas, porque nunca se acierta en cómo agradar. El atractivo dle hombre seguro es experimentado como una amenaza. Su conducta pone al descubierto delante de sí mismos su propia inseguridad.
El problema es que, con facilidad, su trato espiritual acaba siempre en lo personal. El éxito o fracaso personal no depende de la propia responsabilidad, sino de la persona en quien depositan sus confidencias espirituales. Si no se crece, es culpa del director espiritual. También lo contrario. De este modo, la relación con el acompañante espiritual fluctúa, y llega a ser en ocasiones algo tormentosa. Depende muy directamente de lo bien o mal que se esté, como si la «relación» fuera más o menos intensa en virtud del aparente éxito de los consejos o de las confidencias.
Todo ello es un hándicap no pequeño tanto en la elección del director, como en la perseverancia en la conversación espiritual. Como no podía ser de otra manera, la elección es ya de por sí compleja. Dudan y ponderan… Prima en la elección un criterio que no es principal, y tengo dudas de que sea incluso válido. Se elige a aquellos que puedan ser más moldeables, y en este sentido aseguren de algún modo un futuro de relativa y vinculante amistad. No priman las cualidades espirituales del acompañante, tampoco su experiencia de Dios; lo importante es la impresión subjetiva que genera. Al hombre inseguro, a la mujer insegura, le interesa del acompañante espiritual sus atenciones, sus cuidados, su proximidad.
En este contexto, se alimenta con facilidad el deseo de una cierta reciprocidad en la dirección espiritual. Se manifiesta de mil formas: se espera que el acompañante espiritual tenga los mismos detalles, que responda de inmediato a los mensajes, que esté atento en cada instante a cuanto necesito. En este tipo de relación «medio» espiritual son habituales las discusiones, los afectos y la confidencia excesiva. Se espera del director espiritual algo que quizá él no deba dar. Por el contrario, no se atiende a otras cuestiones que, sin embargo, sí debieran existir, tales como una preocupación más pura, la confianza absoluta en la libertad y la caridad más fina.
Sería utópico e ilógico negar que con el tiempo llegue a existir una cierta dependencia con el director espiritual. El director espiritual puede llegar a ser un auténtico padre. Pero eso nada tiene que ver con un compañerísmo estéril que justificaría de lleno el rechazo que muchos experimentan por esta disciplina.
El director espiritual se reconoce nada delante de Dios. Alimenta su deseo de transparentar la gracia. Sirve a las almas, y las quiere amar con corazón de padre. Del mismo modo, quien se quiere sujetar a su consejo, lo debe hacer con la apertura de la que venimos hablando, y con la responsabilidad de saber que es uno mismo quien obra, rindiendo cuentas fundamentalmente delante de Dios. Nunca debe someter su interioridad al guía espiritual prescindiendo de su propia responsabilidad. De obrar así, se tomar´el acompañamiento espiritual como algo personal. De esta falsa vinculación surgirá inevitablmente esa relación que he venido a llamar «ilegítima», porque no es la debida: alegre en los océanos de paz, enfrentada en los momentos de dificultad.
La falta de sencillez tiene por consecuencia la falta de unidad de vida, y hace difícil crecer en el espíritu. Se pone en duda cuanto se escucha y piensa. Para el hombre o la mujer complejos, es muy difícil ser siempre uno y el mismo. Se busca tanto gustar, caer bien, ser aceptado, que es casi imposible ser el mismo en circunstancias diversas. Los oídos se aguzan para escuchar el eco del propio obrar, en agotadora escalada por lograr la estima de uno mismo.
Existen, no obstante, otras muestras de falta de sencillez que no se sujetan a cuanto hemos descrito, y de las cuales debemos estar advertidos (cfr. D. von Hildebrand, pp. 58ss).
En primer lugar, hay que afirmar que el simple no es necesariamente sencillo. Quien no tiene preocupación por nada trascendente, vive todo en el plano de la eficiencia, y muestra tácito o expreso desprecio por el saber. No es sencillo: es tosco. En ningún sitio está dicho que sea más fácil ser sencillo siendo agricultor que filósofo. Ambos deben realizar un camino, quizá por senderos opuestos, pero con idéntica meta.
Tampoco es sencillo el que no tiene juicio. Ciertamente es sencillo en cuanto que nada le complica. Pienso que, cuando uno es incapaz para el razonamiento, la literatura, el amor profundo, la amistad o lo elevado, su sencillez no es el ejemplar que andamos buscando fundar el crecimiento en vida interior y la conversación espiritual. Al contrario, ciega toda posibilidad.
Algunos, sin embargo, simplifican por su soberbia, ya porque manifiestan una superioridad extraordinaria, ya porque lo reducen todo a un falso infantilismo. En el primer caso, es conocida su sonrisa suficiente. Saben más que nadie, y por eso nada les complica. En lo íntimo de su ser conocen que no es así; y probablemente todos los que les rodean también están al corriente de ello, aun cuando nadie se atreva a decirlo. Estos simplificadores acaban por quedarse muy solos.
El hombre infantilista, por su parte, puede ser simple, pero no sencillo. Se lo toma todo a la ligera, como si nada tuviera importancia…, pero, cuando llegan las primeras tormentas de la vida, todo brota de repente y sufren. El camino de la sencillez no consiste en echar todo lo que complica debajo de la alfombra y mirar para otro lado.
¿Qué es entonces la sencillez? El diccionario afirma que consiste en hacerlo todo con llaneza. La gracia de Dios está ausente en esta definición, y debemos contar con ella para completarla: consiste en hacerlo todo con la llaneza de quien lo ha pasado por Jesús. Conversar continuamente con Dos en la intimidad de la conciencia. Quien hace esto, consigue inmediatamente que cada cosa tenga la importancia que le es propia. No inventa enemigos. Tampoco los declara invisibles. No tiene por importante lo que no lo es, ni despacha como inútil lo esencial. A través de Jesús, todo tiene su verdadero valor.
El camino para conquistar la sencillez es heroico, porque quien llega a poner cada cosa en su lugar, sabe necesariamente de qué tendrá que prescindir. El joven rico vio con claridad en qué consistía su camino de santidad. «Vende tus bienes, da el dinero a los pobres —así tendrás un tesoro en el cielo— y luego ven y sígueme» (Mt 19, 21). La pena es que no fue capaz de seguir a Jesús: no quiso el tesoro del cielo porque no fue capaz de pagar el precio de la sencillez. Se complicó. Las riquezas le ahogaron y no supo escuchar. La lección queda escrita con las lágrimas del que no se quiso entregar: quien quiera ser sencillo, tendrá que aceptar el heroísmo del silencio (capítulo 6), único entorno en el cual es posible recibir la palabra del Otro. Tanto ensordece el ruidocomo las riquezas. De eso dan fe muchos jóvenes, ricos en conectividad.
Finalmente, hay que estar llenos de esperanza en el arduo camino de la conquista de la sencillez. El cura de Ars llegó a ser sencillo negándose muchas veces, y consiguió hacer pasar todo cuanto era y tenía por el altar de Dios. No era especialmente inteligente, pero eso no le hacía sencillo. Practicó vivamente el sacrificio, cultivó con constancia la oración, y llegó a tal grado de sencillez que su fama se extendió por toda Francia. Eran muchos los que querían confesarse con él, porque el hombre sencillo sabe dar buenos consejos.
Quizá opuesto al cura de Ars, el camino de sencillez de san Agustín alcanzó la misma meta de santidad. Es un ejemplo de hombre agraciado con extraordinarios dones intelectuales, que conquistó la virtud dejándose formar totalmente por Cristo. En sus Confesiones explica su relación con Dios en términos de conquista; un Dios que sale victorioso al final de la batalla. La vida de Agustín es una búsqueda empeñada, un tesón formidable por encontrarle… que solo se produjo, por gracia, cuando Él quiso. ¿Por qué ahora y no más bien antes? Así aprendía el santo que todo pasa por Dios, y todo sucede como y cuando Dios quiere; por más dones que uno posea, por más inteligente que uno sea.
Del heroísmo del silencio a la disciplina de la escucha (capítulo 7). Cuando hya silencio, Dios puede hablar. El cura de Ars atenuó sus sentidos por la penitencia; san Agustín acalló su orgullo por la extraordinaria voz de Dios en su conciencia. Ambos hicieron cuanto fue posible por escuchar a Dios. Obedecieron, y Dios hizo de sus vidas algo sobresaliente, memorable, bello; algo que habla del Amor más grande, aquel que se escribe con mayúsculas.
Cuenta conmigo, Fulgencio Espa
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