«Esta es la segunda invitación que te dirijo: “¡Escucha!” No te canses de entrenarte en la difícil disciplina de la escucha. Escucha la voz del Señor, que te habla a través de los acontecimientos de la vida diaria, a través de las alegrías y los sufrimientos que la acompañan, a través de las personas que se encuentran a tu lado, a través de la voz de tu conciencia, sedienta de verdad, de felicidad, de bondad y de belleza».
Empeñarse en este entrenamiento no es tarea pesada, sino que introduce al creyente en una renovada capacidad de disfrutar. Al principio, cuesta; pero, en breve espacio de tiempo, da frutos que se dejan sentir en lo más pequeño del día a día. Se aprende a estar con las personas que tenemos cerca de nosotros, a descubrir su originalidad y a saber apreciarlas. Les escuchamos, y nos escuchamos a nosotros mismos.
Quien escucha de veras vive en una perenne novedad, que antecede muy adecuadamente a a caridad. En su novela Los acantilados de mármol, Ernst Jünger nos presenta a Otón, primo del protagonista, cuya norma de vida consistía en «tratar a todos los seres humanos que se nos acercasen como hallazgos raros descubiertos en una caminata. Le gustaba calificar a los huamnos de “optimates”, palabra con la cual quería indicar que a todos es preciso contarlos entre la nobleza genuina de este mundo y que cada uno de ellos puede obsequiarnos con las dádivas más excelsas. Tomaba a los seres humanos como si fueran vasijas de lo maravilloso y a todos les reconocía derechos de príncipes, como a imágenes excelsas. Y realmente yo veía cómo todas las personas que se acerban a él se abrían cual plantas que despertasen de su sueño invernal; y no es que se hicieran mejores, sino que se hacían más ellas mismas» (E. Jünger, p. 49). Este positivo modo de mirar se relaciona con dejar que los hombres se expresen tal como son, gracias a la capacidad de escucha.
Además, quien escucha se escucha. Está viva la preciosa voz de la conciencia. Disfrutamos de estar con nosotros mismos; no por nuestras virtudes, sino por sabernos valiosos a los ojos de Dios. En la medida en que conservemos el espíritu joven, resonará en nuestro interior la llamada al amor más grande, o incluso al Amor sin medida. Como hacía notar san Juan Pablo II, brota de dentro una maravillosa sed de verdad, de felicidad, de bondad y de belleza. Todo eso compone la difícil pero bellísima disciplina de la escuha.
El hombre que lucha por permanecer en la escuela de la escucha no se precipita temerariamente en las decisiones, ni tiene miedo de lo desconocido. Es amigo de la prudencia: guarda memoria de lo que ocurrió en el pasado, hace por comprender el tiempo presente, pondera con sagacidad cómo puede ser el futuro, sabe comparar las diversas posibilidades y es dócil para pedir la opinión de los mayores (cfr. S. Th., II-II, q. 53, a. 3, resp.).
El hombre que escucha goza con la primavera y el invierno, con el otoño y el verano. El caer de la nieve o el florecer de los rosales. Conducir. Caminar. La amistad. Una buena comida. Todo es don para quien está recogido. Todo dice algo, y va más allá de lo aparente: escondido, oculto y maravilloso. Se puede descubrir en el ameno silencio del Dios que nos ama. Eso es, precisamente, la santificación de cada instante.
En definitiva, saber escuchar es dar una respuesta proporcionada a cada acontecimiento de la vida. Vivir en conciencia. Aquí resonará la cuestión más importante que todo hombre puede realizar, y que más en conciencia debe responder. Me refiero al sentido de la propia vida. Hablo de la vocación, que, como es lógico, forma parte esencial del diálogo de la dirección espiritual.
En definitiva, saber escuchar es dar una respuesta proporcionada a cada acontecimiento de la vida. Vivir en conciencia. Aquí resonará la cuestión más importante que todo hombre puede realizar, y que más en conciencia debe responder. Me refiero al sentido de la propia vida. Hablo de la vocación, que, como es lógico, forma parte esencial del diálogo de la dirección espiritual.
Cuenta conmigo, Fulgencio Espa
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