Por Antonio García-Moreno
1.- UNA MUCHEDUMBRE INMENSA.- El vidente de Patmos, en medio de su destierro en aquella isla, recibe el consuelo de otra visión gloriosa. Para que se consuele de sus pesares, y para que la transmita a cuantos como él también sufrían la persecución injusta y cruel del emperador. Aquí ve al Pueblo de Dios que ha llegado ya a la Tierra prometida, la Iglesia triunfante que canta gozosa por toda la eternidad.
Llama la atención la insistencia en el elevado número de los que forman esa muchedumbre de los santos en el cielo. Son ciento cuarenta y cuatro mil por cada una de las doce tribus de Israel, y luego habla de un gentío inmenso de toda raza, "que nadie puede contar". No podía ser de otra manera, ya que el sacrificio redentor de Cristo tiene valor infinito. Pero al mismo tiempo señala que vienen de la gran tribulación, han pasado primero por el Calvario para así llegar al Tabor, por la Cruz llegaron a la Luz.
2.- NADA MENOS QUE HIJOS DE DIOS.- Sin duda que la grandeza del don entregado es índice de la grandeza del amor que lo entrega. Por eso Jesús le dice a Nicodemo, para que se haga idea del amor divino, que tanto amó Dios al mundo que le entregó a su Hijo Unigénito... Por otra parte dice San Juan en el evangelio que a los que creyeron en Cristo les dio el poder ser hijos de Dios. Una filiación que no deriva de la sangre ni de la carne, sino que viene de Dios.
Es algo tan grande que llena de asombro al hagiógrafo, quien después de tanto tiempo aún se queda pasmado al considerar la índole de esa filiación que, aunque de forma incoada y parcial, ya disfrutamos en esta vida y cuya plenitud llegará más tarde, cuando veamos a Dios tal cual es...Sin duda que estamos ante una realidad que supera nuestra capacidad de entendimiento. De todos modos, una cosa sí podemos decir: la filiación divina es lo más grande que un hombre puede tener.
3.- TODOS SANTOS: FIELES, FELICES.- El Sermón de la Montaña, cuyo prólogo o introducción lo forman las bienaventuranzas, que estaba dirigido no sólo a los discípulos y apóstoles que estaban más cerca, sino a todos cuantos seguían a Jesús. Algunos autores dicen que no, sostienen que estas palabras, cargadas de exigencias heroicas, sólo iban destinadas a unos pocos, a los que seguían habitualmente a Jesús. Pero no es así. Al final del discurso, el evangelista dice que la muchedumbre se admiraba de su doctrina. Por tanto, para todos habló Jesús.
La santidad que las bienaventuranzas comporta no es el privilegio de unos cuantos. A todos nos llama Jesús para que seamos perfectos como nuestro Padre Dios lo es. Es cierto que cada uno lo será según sus propias circunstancias, pero en todo discípulo del Señor tiene que darse esa humildad y confianza, esa sencillez y generosidad que comportan las bienaventuranzas. Lo contrario sería reservar la dicha de ser fieles a unos pocos.
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