Por Gabriel González del Estal
1.- Estad alegres y contentos, porque vuestra recompensa será grande en el cielo. Hoy nos referimos a todos los santos, en general, no a algún santo canonizado en particular. Es fácil que muchos de nosotros hayamos conocido alguno de estos santos anónimos, sin reconocimiento, ni culto público: algún familiar, alguna persona conocida y admirada, algún compañero, algún maestro, alguna persona de la vida pública, etc. Estas personas a las que hemos admirado por su bondad y por su santidad solían ser personas alegres, no con una alegría bullanguera y desbordante, sino con una alegría interior, llena de paz y bonhomía. Tuvieron problemas y dificultades, sufrimientos y dolores, en algunos casos persecuciones y castigos, pero no perdieron nunca la paz y la alegría interior, nunca quisieron devolver mal por mal, sino al revés. ¿Cuál fue la causa de esta paz y de esta alegría interior? Yo creo que, en gran medida, fue la fe honda y profunda que tenían en Dios. Sabían muy bien que en esta vida todo pasa y que, al final, sólo Dios queda, que “al que Dios tiene nada le falta, sólo Dios basta”. Sí, santa Teresa de Jesús y san Juan de la Cruz son ejemplos muy conocidos de esto; pero hubo cientos y miles de santos anónimos de los que podríamos decir lo mismo. La fe y la confianza en Dios pueden hacer que una persona esté alegre y contenta, a pesar de los muchos padecimientos que tenga que soportar en esta vida. Hagamos de nuestra fe y de nuestra confianza en Dios una fuente de paz y de alegría, que no se vea nunca nublada por las dificultades de esta vida. Porque, después de todo, como dice la sabiduría popular, “un santo triste es un triste santo”.
2.- Estos son los que vienen de la gran tribulación. Estas palabras del libro del Apocalipsis se refieren a aquellos que habían lavado y blanqueado sus vestiduras con la sangre del Cordero, a los mártires cristianos de los primeros tiempos del cristianismo. Estos mártires, testigos, habían soportado con fortaleza y hasta con alegría los tormentos, cuando ofrecieron su propia vida como testimonio de su fe en Cristo. No lo habían hecho con miedo y tristeza, sino con serenidad, paz y valentía. San Ignacio de Antioquia, cuando va a Roma, camino del martirio, les dice a sus fieles que no le impidan ser triturado por los dientes de las fieras, porque desea convertirse en pan de Cristo. La fe de los mártires era más fuerte que el miedo natural a perder la vida física, porque sabían que los sufrimientos de esta vida no son nada, en comparación con las alegrías de la vida eterna. Es muy probable que ninguno de nosotros tengamos la necesidad de ofrecer nuestra vida para testimoniar nuestra fe, pero para que nuestro diario vivir sea un auténtico testimonio de nuestra fe cristiana sí necesitaremos siempre la fuerza y la ayuda de la fe. Seamos valientes y demos testimonio de nuestra fe con entusiasmo y alegría.
3.- Mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo somos! Este es el manantial último de donde nace nuestra fe, el saber que somos hijos de Dios. Si vivimos conscientes de que somos hijos de Dios no tendremos miedo de padecer y sufrir en esta vida; Dios es eterno y nuestra vida aquí en la tierra es sólo el camino que debemos recorrer para llegar hasta él. El final del camino es paz, alegría y bienaventuranza, el final del camino es Dios. Por eso, puede decir el salmo que “vienen con alegría los que caminan por la vida, Señor”. Porque al final del camino ya no habrá camino, sino vida eterna y bienaventurada. La vida que viven ya ahora todos los santos de Dios.
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