1.- Se le acercó uno corriendo, se arrodilló y le pregunto: ¿qué haré para heredar la vida eterna? Jesús le contestó: Ya sabes los mandamientos… Él replicó: Maestro, todo eso lo he cumplido desde pequeño. Jesús se le quedó mirando y le dijo: Una cosa te falta: anda, vende todo lo que tienes, dale el dinero a los pobres… y luego sígueme… Él frunció el ceño y se marchó pesaroso, porque era muy rico. La escena evangélica de este hombre que se quería asegurar la vida eterna la conocemos todos. Sin duda, se trataba de una persona buena, que cumplía todas las normas religiosas establecidas y que quería saber si con eso heredaría la vida eterna. La pregunta se la hace a Jesús, sin duda porque veía en él – Maestro bueno- algo que no veía en los demás maestros de la Ley judía. También muchos de nosotros podríamos hacernos a nosotros mismos esta misma pregunta: yo, ni robo, ni mato, voy a misa todos los domingos y hago lo que la Iglesia manda, ¿me salvaré? Es decir: ¿el cumplimiento literal de las normas religiosas es suficiente para salvarse? La respuesta que dio Jesús a este judío, fiel cumplidor de la Ley, que se lo preguntó, fue, rotundamente, negativa. Debemos suponer, por tanto, que a nosotros nos respondería lo mismo: podemos ser buenos cumplidores de la Ley religiosa y, no obstante, no ser buenos cristianos. ¿Qué nos falta? El desprendimiento total de aquellas cosas que nos impiden seguir del todo a Jesús. ¿Qué cosas son estas? Cada uno de nosotros, en un sincero examen de conciencia, debemos descubrirlo.
2.- Qué difícil les es entrar en el reino de Dios a los que ponen su confianza en el dinero… Los discípulos se espantaron y comentaban: entonces, ¿quién puede salvarse? Se ve que los discípulos entendieron perfectamente la respuesta de Jesús al hombre rico. Ellos no se veían ricos en dinero, sino muy apegados al dinero, como la mayor parte de las personas que ellos conocían. Por eso, preguntaron, tan asustados: entonces, ¿quién puede salvarse? El hombre rico no es que no pudiera alcanzar la vida eterna por ser rico, sino por no atreverse a poner todas sus riquezas al servicio del reino de Dios. Por poner el dinero en primer lugar en su vida. Es decir, que el dinero no debe mandar nunca en nuestra vida, no debe ser nunca lo primero, sino estar siempre al servicio de los valores del reino de Dios.
3.. Invoqué y vino a mí el espíritu de la sabiduría. La preferí a cetros y tronos y, en su comparación, tuve en nada la riqueza. La quise más que la salud y la belleza y me propuse tenerla por luz, porque su resplandor no tiene ocaso. Estas palabras del libro de la Sabiduría son palabras atribuidas al rey Salomón, al que la tradición judía consideró siempre como prototipo de persona sabia. No olvidemos que la palabra sabiduría, en sentido bíblico, no significa tener mucha ciencia o conocimientos. La palabra sabiduría, en la biblia, hace referencia a nuestras relaciones personales con Dios, con nosotros mismos y con el prójimo. Puede uno ser ignorante científicamente y sabio bíblicamente. ¿Qué debe, pues, significar para nosotros tener a la sabiduría por luz que guíe nuestra vida? Pues que busquemos siempre en nuestras relaciones personales con Dios, con nosotros mismos y con el prójimo poner en primer lugar la verdad, la bondad y el amor de Dios por encima de todo lo demás, incluida la salud, el dinero y la belleza. Esto no es algo fácil de hacer, porque nuestras tendencias naturales nos dicen que lo primero es la salud, el dinero y el amor. Poner la sabiduría como lo primero que debemos intentar seguir siempre en nuestra vida nos exigirá vivir en un continuo examen de conciencia. Cristo no puso lo primero en su vida la salud, el dinero y la belleza, sino el cumplimiento de la voluntad de su Padre. Hagamos nosotros lo mismo, aunque nos cueste.
4.- La palabra de Dios es viva y eficaz. Juzga los deseos e intenciones del corazón. No hay criatura que escape a su mirada. Más de una vez, en el evangelio, Jesús nos dice que es del corazón de donde sale lo bueno o lo malo que hay en el ser humano. Purifiquemos, pues, nosotros nuestro corazón, pidiendo a Dios que nos dé un corazón bueno, manso, humilde y misericordioso, como el corazón de Cristo. Nada se escapa a la mirada de Dios, porque Dios ve dentro de nosotros, lo que hay dentro de nuestro corazón. Nuestras acciones externas no siempre salen del corazón; hay, a veces, mucho fariseísmo en nuestras vidas. Por eso, cuando nos juzguemos a nosotros mismos y a los demás, dejemos que sea Dios el que nos juzgue a todos. Sólo él sabe cómo somos de verdad.
Gabriel González del Estal
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