31 agosto 2018

EL CORAZÓN ES LO QUE HAY QUE PURIFICAR

Por Antonio García-Moreno

1.- El padre de los astros.- Padre de los Astros llama Santiago al Señor en su carta a los cristianos de la dispersión. Con este título indica el autor sagrado que Dios es el Creador y dueño absoluto de los espacios siderales y de cuanto en ellos se contiene. Hoy, cuando el hombre parece haber conquistado el espacio, cuando el hombre fue capaz de llegar a la luna, hoy sabemos mejor que antes que aún es mucho lo que ignoramos, y que más allá hay todavía infinitamente más de lo que por el momento hemos alcanzado vislumbrar. Hoy, al conocer "más de cerca" (muy lejos en realidad) el mundo de las estrellas, podemos penetrar más en la grandeza de Dios, en el poder y la sabiduría de quien ha creado tanta maravilla.

Dios lo ha hecho todo para nosotros, para que nos llenemos de admiración y de alegría por tener como Padre a Dios Omnipotente. Y junto a ese don grandioso de un espacio sin fin, nos concede el Señor el don inmediato de la vida de cada instante; este pensar y este sentir, este sufrir y este gozar, este soñar... Sí, todo lo bueno que tenemos nos viene de Dios, y todo lo que nos viene (incluso lo que nos parece malo) es un bien. Basta con descubrir el sentido último de cada situación, basta mirar las cosas con ojos de fe, con una visión cristiana de la vida.


No basta con escuchar la palabra que Dios ha pronunciado y plantado como excelente semilla en nuestra tierra, a través de la predicación. No basta con conocer el Evangelio, no basta con oírlo, es necesario llevarlo a la práctica. ¿De qué nos sirve saber lo que hemos de hacer, si luego no lo hacemos? No nos sirve de nada, en absoluto. Y cuántas veces nos limitamos a escuchar tan sólo. Con esta actitud, absurda de todo punto, nos estamos engañando a nosotros mismos. Porque en lugar de servirnos para nuestra salvación, la palabra de Dios contribuye a nuestra condenación. Lo que había de salvarnos, nos condena. He aquí lo más paradójico que nos puede ocurrir, lo más grotesco y lo más trágico.

No lo perdamos de vista, al menos por la cuenta que nos tiene: "la religión pura e intachable a los ojos de Dios Padre es ésta: visitar a los huérfanos y viudas en sus tribulaciones y no mancharse las manos con este mundo". Es decir, amar a todos, especialmente a los más débiles. Y, además, vivir limpios de toda corrupción e inmoralidad.

2.- Fariseos hipócritas.- De entre los fariseos aparecen los personajes más aborrecibles del Evangelio. Contra ellos pronunció Jesús sus más terribles palabras. La mansedumbre y la dulzura del maestro de Nazaret se volvieron entonces acritud, ira y duro reproche que llega hasta la maldición.

El Señor no podía callar ante aquellos hombres que despreciaban a los demás llevados de su agudo espíritu crítico, que veían con lupa los defectos ajenos y exageraban las faltas del prójimo, que se fijaban en "peccata-minuta" y descuidaban cuestiones de peso, que daban mucha importancia a lo accidental y muy poca a lo esencial.

En el pasaje evangélico de la presente dominica, se escandalizan de que los discípulos de Jesús coman con las manos sucias, sin haberse lavado antes de comer. Eso iba contra las costumbres y tradiciones que ellos y sus antecesores habían ido imponiendo. Se sorprenden y preguntan a Jesús, en tono de reproche, el porqué de aquella conducta tan poco ortodoxa.

Hipócritas --les dice Jesús--, dejáis a un lado el mandamiento de Dios para aferraros a la tradición de los hombres. Os preocupáis de colar un mosquito, les dirá también, y os tragáis un camello; laváis lo de fuera y dejáis sucio lo de dentro; blanqueáis la fachada y el interior lo mantenéis podrido.

Eran hombres de palabras buenas y de vida mala, de apariencia honorable y de corazón torcido. Fariseos cuya estirpe por desgracia no se ha extinguido. Hipócritas desgraciados que merecen el desprecio y la condenación de Dios. Fariseos que retratan a veces nuestra propia conducta, hecha también de palabras huecas, de apariencias falsas.

El corazón es lo que hay que purificar y rectificar constantemente, especialmente con la práctica de una confesión frecuente de nuestros pecados. No basta con tener vistoso y en orden nuestro escaparate, Hay que preocuparse de limpiar también la trastienda. Tener la conciencia tranquila, iluminada y clara, también allí donde sólo Dios y nosotros podemos ver.

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