Desde hace algunos años se viene designando así la paradójica situación de hombres y mujeres que se confiesan creyentes, pero en los que la fe ya no es una fuerza que influya en sus vidas. Cristianos de fe tan lánguida, esperanza tan apagada y vida tan pagana como la de muchos contemporáneos que ya no se dicen creyentes.
Son personas que viven en un estado intermedio entre el cristianismo tradicional que conocieron de niños y la descristianización general que respiran hoy en su entorno. Se confiesan cristianos, pero su vida cotidiana se nutre de fuentes, convicciones e impulsos muy alejados del espíritu de Cristo.
Mal cuidada y peor alimentada, la fe va perdiendo fuerza en ellos, mientras la incredulidad se va extendiendo en sus conciencias de manera casi imperceptible, pero cada vez más firme.
Cristianos de rostro irreconocible, su estado está bien descrito en esas jóvenes de la parábola evangélica que dejan que se apaguen sus lámparas antes de que llegue el esposo.
¿Es posible reavivar de nuevo esa fe antes de que sea demasiado tarde? ¿Es posible que vuelva a iluminar la vida de quien se va deslizando poco a poco hacia la incredulidad total?
Antes que nada, es necesario reconocer la propia incoherencia y reaccionar. No es sano vivir en la contradicción sin plantearla explícitamente y resolverla. Hay que pasar del «cristianismo por nacimiento» al «cristianismo por elección». ¿Cómo va a ser uno creyente en una sociedad laica y plural, si no es por decisión consciente y libre?
Pero es necesario, además, cuidar la fe, conocerla cada vez mejor, cultivarla. Un cristiano ha de preocuparse de leer personalmente el evangelio e interesarse por el estudio de la persona de Cristo y su mensaje. Difícilmente se sostendrá hoy «la fe del carbonero» en una sociedad donde el cristianismo está expuesto a un examen cada vez más crítico.
Pero, lo más decisivo es, sin duda, alimentar la experiencia religiosa. La fe consiste básicamente en fundamentar nuestra existencia, no en nosotros mismos sino en Dios.Cuando falta esta entrega confiada a Dios, la fe queda reducida a un añadido artificial y engañoso.
¿Cómo puede decirse creyente un hombre que no invoca a Dios ni se para nunca a escucharlo vivo en su interior? ¿Cómo puede crecer la esperanza de un cristiano que no celebra nunca el domingo ni se alimenta jamás de la Eucaristía? El cristiano sólo crece cuando acierta a alimentar «la lámpara» de su fe.
José Antonio Pagola
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