12 marzo 2017

Sal de tu tierra

Cuarenta años a través del desierto hacia la tierra prometida. Cuarenta días en lugar inhóspito antes de emprender la tarea de anuncio del Reino. Esas experiencias del pueblo de Dios y de Jesús marcan la cuaresma.
No hay paréntesis
Jesús se acerca al momento definitivo. Su muerte no pondrá fin a su misión; ésta debe ser leída a la luz de la resurrección. A ello invita el episodio llamado de la transfiguración. El rostro brillante de Jesús y sus vestidos blancos como la luz (cf. Mt 17, 2), adelantan la iluminación pascual. La muerte del Señor no será el triunfo de las tinieblas que están vencidas de antemano.
El riesgo es perder la perspectiva pascual; es decir, la del obligado paso por la muerte. En ese caso la anticipación puede ser tomada como algo permanente, como un descanso, un paréntesis. De allí el entusiasmo de Pedro que pretende quedarse en ese lugar (cf. v. 4). En realidad ese adelanto debe ser más bien un impulso, un medio para evitar el temor (cf. v. 7), para reforzar la fe y enfrentar las dificultades que trae su comunicación. La experiencia de la transfiguración debe alentar a los discípulos en el seguimiento del Maestro, y no detenerlos en su camino.

La radicalidad de la fe
La primera lectura nos presenta a Abrahán, el padre en la fe, como lo llamará san Pablo. Su vocación está marcada por una ruptura. «Sal de tu tierra y de la casa de tu padre» (Gén 12, 1). Rompe con todo lo tuyo, con tu mundo conocido para ir a «la tierra que te mostraré» (v. 1). Es el inicio de la promesa: «Haré de ti un gran pueblo» (v. 2). Esto implica una confianza plena en el Señor, ante su llamada debe ser abandonado cualquier otro tipo de seguridad.
Así lo hizo Abrahán, dejó su terreno, su universo propio y marchó hacia lo desconocido. Lo inspira la fe en el Señor. El texto nos recuerda un aspecto fundamental de esta actitud. No es posible creer en Dios y tomar al mismo tiempo otras seguridades y referencias decisivas. La fe exige una postura radical. Sólo así se está disponible para el servicio a Dios y la solidaridad con el prójimo. Es condición indispensable para comunicar la vida «por medio del evangelio» (2 Tim 1, 10). Aferrarnos a situaciones cómodas y a privilegios sociales o eclesiásticos nos hace instrumentos enmohecidos para transmitir el mensaje de Jesús que se despojó de toda prerrogativa y dio su vida. Acoger el Reino significa creer en el Dios que rechaza toda injusticia y todo despojo del hermano, en particular el más desvalido.
Gustavo Gutiérrez

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