08 noviembre 2016

Homilía para el domingo 13 de noviembre

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Hace exactamente un año, el 13 de noviembre de 2015, tuvieron lugar los tremendos atentados terroristas de París. Todos lo recordamos: bombas, fusiles kalashnikov, cinturones explosivos. Seguro que vienen a nuestra memoria y a nuestra retina algunas imágenes impactantes: el campo de fútbol, las terrazas y restaurantes, la sala de fiestas Bataclan y el concierto de música. Quizás, incluso podemos rememorar algunos sentimientos de aquellos días: desconcierto, temor, confusión, odio, fragilidad, deseo de venganza, miedo, desconfianza, dolor… 
Sirva este recuerdo como contexto para que dejemos resonar en nosotros las palabras del Evangelio que acabamos de proclamar: «Cuando oigáis noticias de guerras y revoluciones, no tengáis pánico. Porque eso tiene que ocurrir primero, pero el final no vendrá en seguida». Estamos ante lo que se suele llamar el discurso escatológico o apocalíptico de Jesús, recogido en los tres sinópticos, y hoy, concretamente, en la versión de Lucas. Se refiere al fin de los tiempos: no tanto al final sino a la finalidad de los tiempos, a su orientación definitiva. Sigue Jesús: «se alzará pueblo contra pueblo y reino contra reino, habrá grandes terremotos y, en diversos países, epidemias y hambre. Habrá también espanto y grandes signos en el cielo». Pero nada de eso es lo definitivo, lo que tiene sentido último ni lo más importante. «Antes de todo eso os echarán mano, os perseguirán y os entregarán a los tribunales y a la cárcel». 

Más allá de las catástrofes y calamidades externas, Jesús parece identificar un núcleo más importante, centrado en la persecución. También en nuestros días somos muy conscientes de la situación de muchos hermanos nuestros, cristianos que viven perseguidos a causa de su fe. Pensemos sobre todo en ambientes minoritarios y rodeados de contextos particularmente agresivos: recordamos a los cristianos de Oriente Próximo y Oriente Medio, pero también en zonas de Nigeria o Camerún. Allí, la persecución es cotidiana aunque las noticias nos lleguen solo esporádicamente. Recordamos, pues, esta situación, a estos hermanos y a estas comunidades cristianas. Y nos unimos hoy a todos ellos, desde la oración sincera, profunda y solidaria. 
En su discurso, Jesús identifica un tercer nivel más hondo e importante. Lo más relevante es que todo ello resulta ser una ocasión para dar testimonio, para manifestar la perseverancia en el compromiso de fe y la fidelidad a la Buena Noticia. Los signos externos, más o menos llamativos o brutales, están ahí. Pero no son lo definitivo. Tampoco la persecución externa, por muy violenta que pueda llegar a ser. Para nosotros, se trata de signos o de “toques de atención” para ver cómo está nuestra fe. ¿Viva o mortecina? ¿Creativa o rutinaria? ¿Profunda o superficial? ¿Radical o tenue? ¿Comprometida o acomodada? 
Es casi seguro que la mayoría de nosotros no vamos a sufrir un secuestro ni un atentado terrorista, como tampoco parece esperable que muchos vayamos a la cárcel por servir al Evangelio. Pero no nos fijemos en eso, que nos puede despistar y quitar la paz. Fijémonos en las oportunidades cotidianas que tenemos para dar testimonio de Jesús y del Reino en nuestras vidas. No vaya a ser que, por quedarnos pendientes de lo llamativo, se nos pase lo real, concreto y cotidiano. ¡Ahí debemos vivir el Evangelio! 
Puede que, para ello, nos ayude la advertencia de San Pablo en la segunda lectura, cuando recomienda a los cristianos de Tesalónica que «trabajen con tranquilidad». Los agobios, las noticias, los revuelos… nos pueden quitar la tranquilidad y pueden incluso disipar nuestras energías del trabajo por el Reino. 
No hay que despistarse. Sabemos que, como dice el profeta Malaquías, «nos iluminará un Sol de justicia». Ese es el único Dios verdadero. El que nos ilumina, y nos calienta, y nos purifica, y nos hace ardientes y apasionados. Es el Sol de Justicia y de Misericordia. No el de la Venganza ni la Violencia. Es, en palabras de Malaquías, el que «lleva la salud en las alas». No lleva muerte ni destrucción, sino salud, consuelo, bondad. Algunos, como los yihadistas violentos, imaginan que Dios es un fuego ardiente de terror y destrucción. Pero el Dios de Jesús, el único Dios verdadero, es un Dios de paz y no-violencia. Nuestra perseverancia, nuestra fidelidad y nuestro trabajo tranquilo serán los que den testimonio de que el Dios de la Paz tiene la última palabra. 
Daniel Izuzquiza Regalado, S.J. 

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