Pentecostés es una de las grandes fiestas cristianas. En ella celebramos la fuerza del Espíritu presente en la Iglesia de Cristo.
El Espíritu y el miedo
La muerte de Jesús había sido un duro golpe para los discípulos. El enfrentamiento con los grandes de su pueblo, unidos con las autoridades romanas, los aterraba. «Por miedo a los judíos» (Jn 20, 19) se hallaban reunidos con las puertas cerradas. El Maestro les da sus últimas lecciones: les desea la paz, el shalom, es decir, integridad de vida, búsqueda de la justicia, armonía. Les manda, además, continuar la misión, que precisamente lo había llevado a la muerte ignominiosa que asusta a sus seguidores (cf. v. 21).
El Señor les pide que tengan el valor de anunciar su evangelio, sin importarles la resistencia y la hostilidad que encontrarán. Podrán hacerlo sólo si reviven la fuerza del Espíritu (cf. v. 22). Espíritu de amor que, como dice el mismo Juan en su primera carta, se opone al temor (cf. 1 Jn 4, 18). En efecto, el miedo para hablar claro y decir con precisión y oportunidad la palabra de Dios revela una falta de amor. La presencia del Espíritu en la Iglesia, en todos nosotros, nos debe llevar a defender la dignidad de los hijos de Dios, que ven pisoteado su derecho a la vida y a la verdad. Paralizarse por temor a los poderosos o a perder nuestra comodidad y nuestros privilegios en la sociedad, significa negarse a recibir el Espíritu de amor.
Cada uno en su lengua
Pentecostés era, en Israel, la fiesta de la recolección (cf. Ex 23, 16; 34, 22). De agraria se convierte más tarde en fiesta histórica, en ella se recordaba la promulgación de la ley sobre el Sinaí. En ese día la ciudad de Jerusalén se llenaba de creyentes venidos a la festividad desde diferentes lugares. Los discípulos, temerosos ya lo sabemos, se hallaban reunidos, sin saber bien qué hacer; el don del Espíritu hará que proclamen la buena nueva a todos aquellos que se encontraban en la ciudad (cf. Hech 2, 1-11).
Bajo la inspiración del Espíritu santo los discípulos encuentran el lenguaje apropiado para ese anuncio. El texto trae una precisión importante que va contra una interpretación frecuente, pero superficial. No se trata de emplear un solo idioma, sino de ser capaz de entenderse. El texto es claro: la gente escuchaba a los discípulos «porque cada uno los oía hablar en su propio idioma. Enormemente sorprendidos preguntaban: ¿No son galileos todos esos que están hablando?» (Hech 2, 6-7). Cada uno comprende en su lengua, desde su mundo cultural.
Por consiguiente, la evangelización no consiste en una uniformidad impuesta, sino en la fidelidad al mensaje y al entendimiento en la diversidad. Eso es la Iglesia, una comunión, en ella cada miembro tiene una función (cf. 1 Cor 12). Todos cuentan, y deben por lo tanto ser respetados en sus carismas. Coraje para decir el evangelio y verdadero sentido de la comunión eclesial, a eso nos llama la fiesta de Pentecostés.
Gustavo Gutiérrez
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