20 marzo 2016

Y al ver la ciudad de Jerusalén, lloró sobre ella

Dicho esto, caminaba delante de ellos subiendo a Jerusalén. Cuando ya estaba cerca de Betfagé y Betania, junto al monte llamado de los Olivos, envió a dos discípulos diciendo: “Id a la aldea de enfrente. Al entrar, encontraréis un borriquillo atado sobre el que nadie ha montado todavía. Desatadlo y traedlo. Si alguno os pregunta por qué lo desatáis, le diréis así: «El Señor lo necesita»”. Los enviados fueron y lo encontraron tal como les había dicho. Mientras desataban el borriquillo, sus dueños les dijeron: “¿Por qué desatáis al borriquillo?”. Ellos replicaron: “El Señor lo necesita”.
Y lo llevaron a Jesús. Y echando sus mantos sobre el borriquillo, montaron a Jesús. Mientras Él avanzaba, extendían sus mantos por el camino. Cerca ya de la bajada del monte de los Olivos, toda la multitud de los discípulos, llenos de alegría, comenzó a alabar a Dios a grandes voces por todos los prodigios que habían visto, exclamando: “¡Bendito el Rey que viene en nombre del Señor! ¡Paz en el Cielo y gloria en las alturas!”. Algunos fariseos de entre la multitud le dijeron: “¡Maestro, reprende a tus discípulos!”. Él respondió: “Os digo que si éstos callan, gritarán las piedras”. Al acercarse y ver la ciudad, lloró sobre ella diciendo: “Si supieras también tú en este día lo que te lleva a la paz… Pero ahora está oculto a tus ojos”.
Lc 19,28-40
Hoy, Jesús, comienza tu gran Semana, la gran Semana de prepararte para tu Pasión. Y me impacta cómo lo quieres hacer, cómo vas camino de Jerusalén y cómo lloras sobre esta ciudad. Al verla…, dice el texto que “al ver esta ciudad lloró sobre ella diciendo: «Si supieras tú también en este día lo que te lleva a la paz… Pero ahora está oculto a tus ojos»”.
¿Cómo comprendes que esta multitud que ahora te alaba el Domingo de Ramos, el viernes te aclama: “¡Crucifícale! ¡Crucifícale!”? ¡Cómo te duele este “Bendito el que viene en nombre del Señor, bendito el Rey que viene”! Que ahora te aclamen como Rey y que después te crucifiquen. Has hecho tantas cosas en esta ciudad, has hecho tantos milagros, has dado todo ese mensaje de paz, de liberación y de amor y no lo han reconocido. “Si tú supieras lo que en este día te lleva a la paz…”
Me impresiona tu llanto, Jesús, y esta Jerusalén se identifica con mi vida. ¡Cuántas gracias, cuántos dones has hecho sobre mi vida, sobre esta historia tan bonita de amor! ¡Cuántas veces has pasado por ella y te has hecho el encontradizo y la has curado y le has hecho verdaderos milagros! Pero esta ciudad, este pobre corazón mío no se da cuenta de tu paso, y al verme, al ver mi vida, lloras. ¿Será así ahora en realidad? ¿Será así, Jesús? Yo no quiero que sea así, yo no quiero…
Veo tu amor tan grande, tu aceptación de mi historia, de mi vida, de todo lo que yo hago, y la poca correspondencia… Hoy te quiero aclamar: “¡Bendito el que viene a mi vida!”. Pero mira, no quiero estar en el Viernes Santo, no quiero aclamarte como toda esta multitud. Te doy gracias de todo corazón. Tú eres mi único Rey. Yo quiero acompañarte a todos los misterios: a Getsemaní, al Cenáculo, al Calvario… Y quiero aclamarte así. Pero también te pido que, al verme, no tengas que llorar sobre mi vida y no tengas que pasar esos ratos de dolor al ver mi propia historia. Quiero vitorearte siempre, pero con amor, con alabanza, con sinceridad.
¿En qué puedes llorar sobre mi historia? ¿En qué? ¿En qué cosas puedes tener ese llanto tan duro que te hace tan triste? ¿Me daré cuenta yo de tu llanto? Sólo te pido que sea consciente de tu mirada y de tu amor y que te pueda proclamar Rey, ¡Rey! Y cuando mires a Jerusalén y mires mi vida, yo despierte y te diga: “¡Bendito eres, Señor, el que viene a mi propia historia y a mi debilidad! ¡Hosanna, hosanna! ¡Bendito el que viene en nombre del Señor!”.
Y me quedo pensando en qué, dónde y cómo Tú puedes llorar sobre mi vida. Y te aclamaré todos los momentos de hoy: “¡Bendito el que viene en nombre del Señor!”. Pero que —se lo pido a tu Madre— no puedas, al verme, oír esto: “Y al ver la ciudad de Jerusalén, lloró sobre ella”; y al ver mi propia vida, mi propio pensamiento, mis propias acciones, mis propias palabras, llores. No, Señor. ¡Hosanna! ¡Bendito el que eres, el que estás en mi vida, porque Tú eres mi Señor y Tú eres el Rey de mi vida!
Y al ver la ciudad de Jerusalén, Jesús lloró sobre ella.
Francisca Sierra Gómez

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