Domingo de ramos. Una multitud acoge al Señor con ramas de árboles en la mano, poco después él será condenado a muerte.
No echarse atrás
Los relatos de la pasión y muerte de Jesús son los hechos más antiguos narrados de los evangelios, leídos a la luz de la resurrección. Hoy escuchamos el testimonio que presenta Lucas, con un lenguaje claro nos habla de los sufrimientos de Jesús: «Y le bajaba el sudor a goterones como de sangre, hasta el suelo» (22, 44). Es imposible leer ese texto sin sentirse invitados a comulgar con esos sufrimientos, pero también con su disponibilidad a la voluntad del Padre (cf. 23, 42). El relato de Lucas es acompañado por dos importantes pasajes de la Escritura que nos ayudan a precisar su alcance.
El texto de Isaías es considerado el tercer cántico del servidor de Yahvé, una de las figuras de Cristo en el antiguo (o primer) testamento. El profeta, en un estilo cercano a Jeremías, nos habla de su vocación. Ella es iniciativa de Dios, su misión es alentar al abatido (cf. 50, 4). Se trata del tema de la consolación propio al segundo Isaías; para el profeta consolar significa liberar. Esto supone capacidad de escucha (cf. v. 4), el Señor hace que su enviado tenga los oídos bien abiertos para oír las expresiones de angustia y las protestas de los que sufren desaliento (cf. v. 5). Los maltratos que recibe por cumplir su misión no lo alejan de ella, no se echa atrás (cf. v. 5). Sabe que el Señor lo apoya, «por eso no me quedaba confundido» (v. 7), dice con confianza.
La liturgia de hoy atribuye esos sentimientos a Jesús. El ha venido a consolar, a liberar. Sus sufrimientos y su muerte no lo amilanan, no ponen fin a su misión. El Padre está con él.
Despojarse de sí mismo
El texto de Pablo nos trae un hermoso y conocido himno cristo-lógico. Su tema central es la humildad y la voluntad de servicio de Jesucristo. El hijo de Dios no buscó conservar sus privilegios, antes bien se despojó de ellos para hacerse uno de nosotros. Y así desde abajo, pagando el precio de la cruz por cumplir su tarea, nos dio la vida plena. Por ello toda lengua profesará que «¡Jesucristo es el Señor!» (Flp 2, 11).
Antes de empezar el himno, Pablo nos invita a tener «los mismos sentimientos que Cristo» (Flp 2, 5). Es decir, a saber despojarnos de situaciones de privilegio para cumplir nuestra tarea de testigos del amor del Padre. Muchas personas viven en condiciones inhumanas, en soledades profundas y en carencias sin nombre. Ser solidario con ellos es una exigencia para todo cristiano, para toda la Iglesia. Solidaridad que implica no un dar desde arriba, sino un compartir horizontal; no paliativos a una situación que se deteriora, sino palabras y gestos de aliento y compromiso permanente con un pueblo que sufre. Así haremos que se reconozca el nombre de Jesús (cf. Flp 2, 10).
Gustavo Gutiérrez
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