Testimonios de las catorce obras de misericordia
Si «el nombre de Dios es Misericordia», como dice el Papa, sus apellidos bien pueden ser los 14 modos que desde hace siglos propone la Iglesia para vivir y practicar el amor de Dios: las obras de misericordia. Estos son testimonios reales de cómo se puede vivir el Año de la Misericordia.
1. Dar de comer al hambriento
El comedor que las Siervas de Jesús tienen en el barrio de Vallecas (Madrid) sirve 500 comidas diarias, más las que reparte en tuppers a familias que, con toda lógica, prefieren dar de comer a sus hijos en casa. Y aunque el menú cambia, el cariño de las monjas y de los voluntarios es aquí el pan nuestro de cada día. Aquí se da de “comer al hambriento” Sor Encarnación, responsable del comedor, explica que “en el comedor se ven todos los tipos de miseria que hacen sufrir a las personas.
Esas miserias las metemos en el corazón de Jesús, que siempre mira por los pobres. En su vida pública, Jesús no dejó de dar de comer a los hambrientos, y hoy lo sigue haciendo y pidiéndonos que lo hagamos en su nombre”. Por lo que ve cada día, saber que “hay mucha gente que pasa hambre en España, familias enteras, aunque no lo digan por vergüenza. Y los católicos no podemos vivir como si no lo supiésemos”. “El Año de la Misericordia es un buen momento para que quien pueda ayude en un comedor, o dando comida. Así daremos de comer al hambriento en nombre de Dios, y daremos de comer a Cristo, que dijo que cuando ayudábamos al necesitado, con Él lo hacemos”, concluye.
2. Dar de beber al sediento
“El agua es fuente de vida para la naturaleza y para las personas. Y al revés: cuando no se tiene acceso a ella, es sinónimo de esterilidad, de enfermedad y de muerte, sobre todo para los más indefensos y los más débiles, como los pobres y los niños”. Las palabras de Ángel Berna, un aragonés que lleva 40 años en Guatemala, suenan con la convicción de quien habla desde la experiencia diaria. A través de la ONG MejorHa, socia local de Manos Unidas, en el departamento de Chiquimula, en el llamado Corredor Seco de Guatemala, Berna coordina un proyecto para recuperar y aprovechar el agua de lluvia. A través de una infraestructura sencilla, varias comunidades tienen, por primera vez en años, acceso al agua “para usos tan elementales como regar los cultivos, asearse, lavar los alimentos antes de consumirlos, limpiar los hogares, tratar sus excretas, e incluso beber”. Ni una gota se desperdicia. Porque en Ciiquimula “hay más niños que se mueren por las diarreas y los vómitos que les causa la falta de higiene y por comer alimentos sin lavarlos que por falta de comida”. “Y no sabes cómo le ha cambiando la vida a estas personas – dice Berna: la limpieza y el acceso al agua no solo han reducido la basura acumulada, las moscas y las enfermedades; les ha devuelto su dignidad, se sienten más persona”.
Cuidar del agua para dar de beber al sediento no es solo ayudar a canalizarla o no malgastarla, sino cuidar del medio ambiente: “El cambio climático es una realidad y los empobrecidos lo sufren más, porque se están alterando los ciclos de las cosechas, y los efectos de las sequias y de fenómenos como el Niño y la Niña están acabando con cosechas enteras de maíz y frijol, que son el principal sustento de estas comunidades”, dice Berna. Por eso, “cuidar del agua y del medio ambiente, y apoyar a quienes trabajamos en ello, es hacer que la misericordia de Dios restaure la dignidad de los pobres”.
3. Dar posada al peregrino
Por si fuese poco complicada la vida de un matrimonio con cuatro hijos (una, «algo pachucha») y en el que los dos cónyuges son enfermeros (con sus horarios, sus guardias…), Daniel y su mujer han remodelado su casa y su vida para acoger al peregrino. Literalmente: «Los dos somos laicos de espiritualidad comboniana, y cuando vimos que ya no podíamos irnos de misiones por nuestra situación familiar, pedimos a Dios que nos mostrase cómo le podíamos ayudar a trabajar por la justicia». Y el Espíritu Santo movió ficha. Como si explicase que ha hecho unas reformillas en casa, Daniel cuenta que «vimos la necesidad de acoger a inmigrantes africanos que llegaban saltando la Verja, porque eran los que peor lo tenían por su situación legal, sanitaria y psicológica. Y abrimos una casa de acogida para subsaharianos». Casa en la que ellos vivían hasta hace unos meses, y que ahora visitan cada día junto a 15 voluntarios que ayudan a los inmigrantes a aprender español, a trabajar, a arreglar sus papeles… «Son parte de la familia y les ayudamos en lo que podemos, pero sin paternalismos: están con nosotros año y medio, y después les ayudamos a buscar una salida laboral. Pero se lo tienen que currar ellos». Porque dar techo es, según dice, «ayudar al hermano ante lo que pueda venir».
4. Vestir al desnudo
A quienes viven en la calle o están atravesando graves dificultades económicas, las ofertas del Black Friday y de las rebajas navideñas les suenan a ecos imposibles. Sin embargo, a esas personas «también les gusta elegir un tipo de ropa concreto, probársela y ver si les sienta bien. Es algo tan elemental como vestir conforme a la edad y al gusto de cada uno». Así lo explica Raquel Saiz, responsable del proyecto Arrropa de Cáritas Burgos, una empresa de inserción laboral que ha dado una vuelta
de tuerca al tradicional ropero de parroquia. «En Arrropa recogemos ropa de segunda mano que la gente deja en contendores especiales situados en la calle, la tratamos, la etiquetamos y la ponemos a la venta a precios que van desde los 50 céntimos hasta los ocho euros. Así, quien tiene necesidad viene a una tienda, elige su ropa como cualquier otra persona y no tiene la sensación de estar viviendo solo de la caridad, porque aporta una pequeña cantidad que en ocasiones es para ellos un esfuerzo». Este modo de trabajar ha permitido que se creen varios puestos de trabajo para personas con dificultades de inserción en el mercado laboral, derivadas de la bolsa de trabajo de Cáritas Burgos. «Aquí no solo vestimos al desnudo, sino que revestimos a la persona con el valor humano que tiene como criatura de Dios».
5. Visitar al enfermo
Elena lleva casi 20 años (más de la mitad de su vida) vinculada a la atención desinteresada de personas mayores e impedidas. Una obra de misericordia –la de visitar al enfermo–, que en los últimos años lleva a cabo junto a otros voluntarios de la parroquia de Nuestra Señora de la Visitación, en el distrito madrileño de Moratalaz, una zona cada vez más envejecida de la capital.
Una tarde por semana, Elena recorre las calles de su barrio para visitar a personas ancianas que viven solas o tienen sus capacidades muy mermadas. Entre este grupo «de jóvenes de entre 86 y 95 años» hay feligreses habituales, y también «personas que no creen en Dios pero que piden esta visita porque se lo recomienda un vecino que sí va a la parroquia». Elena lleva a cabo una labor de acompañamiento personal y espiritual: «Queremos que vean que no están solos, que siguen formando parte de la vida de un barrio en el que viven desde hace años. También rezamos con ellos, les leemos el Evangelio, escuchamos lo que nos cuentan, charlamos de todo…». En resumen, «estamos con ellos para que nos sientan cercanos y para que sientan cerca a Dios. No maquillamos su realidad, que a veces es bastante dura, sino que intentamos que la vivan desde Dios». Una tarde de visita es capaz de alegrar toda la semana de quien la recibe, pero Elena se quita méritos: «Es un deber de justicia para restaurar el respeto que todo mayor o enfermo se merece. Es lo que nos pide Dios».
6. Socorrer a los presos
Una cárcel no es, por definición, la clase de lugar al que una persona va voluntaria y gustosamente. A no ser que esa persona sea un mercedario como el padre José Juan Galve, superior en la Provincia de Aragón de la Orden de la Merced, cuyo carisma original es socorrer a los presos. «El trabajo de la Iglesia en la cárcel –dice el padre Galve– tiene muy mala prensa, porque es un entorno que parece muy agresivo para una persona normal». Y es verdad que «en la cárcel hay gente mala y peligrosa, que no quiere cambiar», pero «sobre todo hay pobreza material e indigencia afectiva, espiritual y psicológica». Cada vez que visita una prisión, como la cárcel Modelo de Barcelona, tanto él como los voluntarios de pastoral penitenciaria «llevamos la misericordia de Dios, su amor que es más fuerte que todos nuestros delitos, y la dignidad que nos da ser hijos de Dios, a personas que no han sabido lo que es ser amados, que se dan por perdidos o que pensaban que nadie podría perdonarles». Y cuando la Iglesia socorre a los presos, tanto en la cárcel como con los ya exconvictos, «es impresionante ver lo que Dios hace en un corazón que se le entrega: restaura su vida, devuelve esperanza, sana heridas y adicciones, hace madurar y ver que todo acto tiene consecuencias, y levanta la mirada del que siente vergüenza. Solo la misericordia de Dios es capaz de hacer algo así».
7. Enterrar a los muertos
¿De qué sirve la misericordia con el cuerpo, cuando uno ya está muerto? ¿Por qué la Iglesia dice que enterrar a los difuntos es una obra de misericordia? «Pues porque la muerte es un momento tan esencial de la vida, del que nadie se libra y que abre la puerta a la eternidad, que es necesario hacer presente el amor de Dios; y porque al cuerpo, que ha sido creado por Dios y ha sido templo del Espíritu Santo, hay que tratarlo con dignidad». La explicación es del hermano Hermenegildo, superior de la comunidad de Hermanos Fossores de la Misericordia de Guadix. El carisma de los fossores es cuidar los cementerios (en España lo hacen en Logroño y Guadix) para ocuparse de las exequias y consolar a las familias.
«Algunas personas –explica– dicen que lo que hacemos nosotros ellos no lo harían ni por todo el dinero del mundo. Y yo respondo que por todo el dinero del mundo tampoco lo haríamos. Lo hacemos para llevar el amor de Dios a otros en el momento del duelo». Porque «ante la muerte, sobre todo si es de alguien cercano, lo natural es que aflore el dolor, pero la presencia de un católico en un entierro o en un funeral debe ser garantía de calor humano, de acompañamiento, de esperanza y de oración».
8. Enseñar al que no sabe
Algo especial tendrá la enseñanza cuando el mismo Jesucristo se dejó llamar «Maestro». Acaso por eso la Iglesia considera que enseñar al que no sabe es una obra de misericordia de primer orden. La primera de las siete obras espirituales, y que Ana María Pérez vive de forma poliédrica. Y decimos poliédrica porque Ana ejerce como profesora de Matemáticas para adultos en Guadalajara, aunque antes ha dado clase a adolescentes en varios institutos públicos, además de impartir cursos y talleres organizados por el Instituto Bíblico Oriental de Cistierna, en León, para menores y mayores de edad, en los que mezcla Matemáticas, copto, cultura egipcia y Sagradas Escrituras. «Sin la enseñanza –explica–, el ser humano no tiene verdadera libertad, no crece por dentro. Y si el surco de la fe no lo abonamos con razones y con el patrimonio del conocimiento que los hombres han ido construyendo durante siglos, la vida interior queda inmóvil». Algo que se aplica lo mismo al sustrato semítico del Evangelio que a una ecuación de segundo grado, pues «enseñar algo a quien lo desconoce ayuda a construir a la persona para que vaya siendo más como Dios la ha pensado, si se enseña desde el amor al otro, desde la humildad de quien entrega lo mejor que tiene, y con una visión trascendente del educando, en quien el educador reconoce un signo de la misericordia divina».
9. Dar consejo al que lo necesita
«La vida familiar es preciosa, pero chico, el matrimonio y la paternidad tienen muchos recovecos, y hay momentos en los que parece que solo hay problemas… Es ahí donde muchas parejas tiran la toalla, y es ahí donde nosotros entramos para mostrar que casi todos tenemos los mismos problemas, para rebajar la tensión y el dramatismo, y para explicar cómo se pueden salvar los escollos». Así resume Joaquín Chacón lo que, junto a su mujer Catalina Aguilera, hacen desde el Centro de Orientación Familiar Juan Pablo II, de Lucena, en Córdoba. «Nuestra labor –afirma– es acompañar como matrimonio a otras familias que buscan solucionar sus problemas. Quedamos con ellos, les escuchamos, intentamos detectar lo que les pasa y les aconsejamos, desde nuestra experiencia y desde la formación que recibimos en el COF, sobre el mejor modo de salvar sus obstáculos; o bien los derivamos a un especialista si es necesario». Porque, en esencia, «ante una persona que necesita un consejo, cualquier católico puede seguir esos pasos: vencer la indiferencia ante sus problemas, ponerte en la piel del otro, evitar juzgar, y aconsejar si estás seguro de algo, o derivarlo a quien pueda ayudarle mejor que tú». Y así, la misericordia de Dios le gana el terreno al aislamiento, al egoísmo y a la desorientación.
10. Corregir al que está en error
El juez de menores Emilio Calatayud se le conoce por sus sentencias ejemplares, como por ejemplo cuando ha condenado a un ladrón de 16 años a aprender a leer, o a otro menor a terminar la Secundaria. Porque aunque su cargo en los juzgados de Granada le brinda la ocasión de castigar impasiblemente al que delinque, Calatayud prefiere apostar por una justicia que «muestre al chaval por qué y en qué se ha equivocado, cuáles son las consecuencias de sus actos, y les dé una oportunidad para enmendarse y para enmendar el daño que han causado».
Según Calatayud, «el 80% de los menores que yo juzgo no son en rigor delincuentes, sino chicos y chicas que han hecho algo mal por inmadurez y a los que les han pillado. Hay otro 20% que sí, que obra mal conscientemente, pero la mayoría son carne de cañón». El juez granadino aplica unas pautas que valen para cualquier situación en la que se deba corregir al que yerra: «Para no perder la perspectiva, conviene pensar qué habría hecho yo si hubiese vivido su situación personal, familiar, afectiva… Luego, considerar que no hay nadie que esté absolutamente perdido, sobre todo si es joven. Después, no ahorrarle la verdad: todos los actos tienen consecuencias y obrar mal lleva a un mal camino». Y por último, «escoger la mejor consecuencia para él, de la que pueda extraer la mejor lección, dándole oportunidades para cambiar y sin menospreciarlo como persona». Algo que es más fácil cuando se ve en el que yerra un sujeto de la misericordia de Dios…
11. Perdonar las injuria
Tener un hermano es sinónimo de tener un compañero de juegos, un confidente de secretos, un cómplice para travesuras, un apoyo en los problemas…, y un contrincante para peleas, discusiones y piques varios. Que se lo digan a Mariano y a Alfonso, de 8 y 5 años, que como buenos hermanos pasan del amor a la colleja, y de la colleja al abrazo, en un abrir y cerrar de ojos. Mejor no preguntamos qué cosas hace el otro para que se enfaden con él, y pasamos directamente a por qué se piden perdón después de una trifulca: «Pues porque si no perdono –dice Alfonso–, sigo enfadado y con rabia, y me quedo peor. Y encima él también se queda triste y salimos perdiendo todos». A Mariano se le nota la catequesis con la que la diócesis de Alcalá de Henares le prepara para la Comunión: «A veces perdonar me cuesta, porque estoy demasiado enfadado, y no quiero reconocer que a lo mejor he hecho algo mal. Pero cuando pides perdón, se lo estás pidiendo también a Jesús, que nos enseña que no perdonar es malo». «Lo que dice mi hermano es verdad –añade Alfonso–, porque Jesús nos va ayudando a que no nos volvamos a pelear, y a que si lo hacemos, nos cueste menos ir pidiendo perdón». Unas palabras que cualquier adulto puede hacer suyas cada vez que tenga que perdonar… si quiere «hacerse como un niño».
12. Consolar al triste
Envuelta en mantas y con los signos que tiñen el rostro de quien se pasa el día pidiendo en la calle, Dori es una figura habitual para quien transita por la calle Arenal, de Madrid. Pero, lejos de lo que pintan las apariencias, Dori da mucho más de lo que recibe: conoce y se ocupa de algunas personas sin hogar; dio techo a un hombre que mendigaba en la calle con la vida familiar rota; y pregunta a los feligreses habituales por sus problemas, sus enfermedades y sus familias. «Es lo que nos dijo Nuestro Señor: que todos tenemos problemas y que tenemos que cuidarnos unos a otros. Como yo he tenido muchos problemas –Dori arrastra un largo historial familiar y personal de enfermedades, maltratos y desequilibrios–, me figuro lo que piensa y lo que sufre la gente, y puedo hablarles mejor, y decirles que pasen a la iglesia a hablar con Dios, que les quiere mucho», dice arrebujándose en sus mantas. Y da un consejo evangélico, de cita libre, para consolar al triste: «No juzgar mal al otro. Lo decía Jesús: “Que tire la primera piedra el que tenga una mota en el ojo y no una viga”».
13. Soportar con paciencia los defectos del otro
El entorno laboral es terreno abonado para roces y discusiones, donde los defectos propios y ajenos pueden aliarse en una combinación fatal. «En casi todos los trabajos suelen darse los mismos problemas –dice Rafael Jiménez, responsable de Recursos Humanos del grupo hotelero NH–: egoísmo, prepotencia, pereza, falta de colaboración, guerrillas internas… Y lo importante es no dejar que esos defectos, esos fallos y esos pecados, que son muy humanos, ganen terreno». Por eso, Jiménez explica que «la paciencia con los compañeros, los jefes y los empleados es clave para crear un clima positivo, en el que se valore más al otro por lo que tiene de bueno que por lo que no me gusta». Y del mismo modo que pasa «en el matrimonio, en la familia o con los amigos», en ocasiones «la paciencia tiene que ir de la mano de la mansedumbre y de la humildad, para saber pedir perdón incluso cuando uno no tiene la culpa». Solo cuando la miseria humana se ve acorralada por el buen corazón, «que es reflejo del amor de Dios, el que falla logra ir venciendo sus defectos, y el que está a su lado, ir venciendo su impaciencia».
14. Rogar por vivos y difuntos
«Ninguna de las obras de misericordia, ni las espirituales ni las corporales, pueden vivirse ni practicarse sin la oración. Aunque la Iglesia la ponga la última de la lista, rogar al Señor por vivos y difuntos es la base de todas las obras buenas que el Espíritu inspira en el mundo». La voz serena del hermano Alfonso Lora, superior de la comunidad de cistercienses contemplativos de Oseira, en Orense, remarca cada palabra para subrayar que «todas las cosas importantes de la vida tienen que ver con Cristo». «Nuestra vida de monjes, como la de cualquier contemplativo, no tiene otro objetivo que entregarnos por entero a Dios con el trabajo y la oración. Sin embargo, que el mundo viva de la oración es responsabilidad de todos los católicos», recuerda. Porque «cada vez que rezamos, acudimos a la fuente de la misericordia: Cristo. Él intercede por nosotros ante el Padre, nos escucha, nos va cambiando el corazón, y nos une a los hermanos vivos, purgantes o victoriosos en el cielo». En este Año de la Misericordia, «la llave que nos abrirá el corazón a las otras trece obras de misericordia es la vida de la gracia que surge de la oración», concluye.
Reportaje del semanario Alfa y Omega.
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