Dios por medio del profeta Isaías (13,16-21) anuncia que va hacer “algo nuevo que apague la sed del pueblo”
Anuncio que recibiría su definitivo aliento ocho siglos más tarde con la aparición y obra de Jesús de Nazaret.
¿Qué relación hay entre uno y otro acontecimiento? ¿Qué tiene que ver un mundo nuevo pronosticado por Dios con la actuación de Jesús? ¿Qué puede hacer u ofrecer Jesús para esa transformación?
En el análisis que hacíamos, siguiendo la encíclica del papa Francisco, “Laudato, Sí”, veíamos que las relaciones de los humanos entre sí y con la naturaleza estaban viciadas por el pecado. Un pecado que tiene el rostro del egoísmo individualista.
Ya en la “Evangelii Gaudium” había dicho que: el individualismo posmoderno y globalizado favorece un estilo de vida que debilita el desarrollo y la estabilidad de los vínculos entre las personas” (nº. 67)
Un mundo nuevo solo puede brotar de una nueva semilla cuyo resultado sea el cambio del egoísmo individualizado por su antípoda: la solidaridad universal. Esa semilla la sembró Jesús con su ejemplo y doctrina sobre el amor.
El amor vivido de una manera “nueva”, es decir, real, no ficticia, de boquilla. Lo quiso subrayar expresamente aquel primer Jueves Santo, en el Cenáculo: “Un mandamiento nuevo os doy, que os améis, como yo os he amado” Tras otras reflexiones volvió a insistir: “Pero esto os mando: que os améis los unos a los otros”
Esa siembra, en la medida en la que sea recibida por nosotros, tendrá la virtualidad de generar un mundo nuevo. Será capaz de dar lugar a lo que luego recordaremos en el prefacio, “una nueva creación”
Su verdadera misión en el mundo fue expresamente señalada por Él: “Yo he venido para que tengáis vida en vosotros y vida abundante”
Una vida, evidentemente, distinta de la ofrecida por la mundanidad; algo nuevo, “que apague la sed del pueblo”
Únicamente si entre todos, con un esfuerzo común, conseguimos que brote la simiente del amor y se extienda por todo el mundo, la historia del hombre será otra muy distinta de la actual; será la historia del amor fraterno, la historia del hombre que ama a sus semejantes, la historia del hombre que ama a la naturaleza, la historia del hombre que va caminando por la tierra consciente de que va realizando la obra de Dios en el mundo cuyo remate es el definitivo y eterno abrazo con Él.
Si logramos implantar el amor como el nuevo motor del mundo todo será diferente.
Si el amor fuera el motor del mundo los dedicados a la justicia, libres de intereses bastardos y subordinaciones a la fuerza de los poderosos, se propondrían en cuerpo y alma establecerla en las relaciones entre los humanos.
Si el amor fuera el motor del mundo los gobernantes se sentirían personalmente comprometidos a resolver los problemas de la convivencia, del progreso, de la felicidad de los ciudadanos. Lejos de causar tensiones partidistas, lejos de crear nuevos problemas, se esforzarían por sumar sus verdades parciales en una, capaz de unir las diversas voluntades en un único proyecto: el bienestar de los ciudadanos.
Si el amor fuera el motor del mundo, nosotros, los ciudadanos, jamás pensaríamos egoístamente en nuestro grupo social, político, religioso, económico, racial, etc. etc. a la hora de elegir a nuestros representantes. Lo haríamos pensando exclusivamente en el bien común, razón de ser de toda sociedad.
Si el amor fuera el motor del mundo, el progreso científico-técnico, la investigación estaría ordenada al hombre, sin supeditarla, exclusiva o preferentemente, a los intereses económicos. Jamás convertiría al hombre en una pieza más de la maquinaria industrial.
Tanto Ortega como Zubiri, Heidegger y otros grandes críticos de la civilización actual, han hablado sobre la necesidad de una tecno-ciencia encaminada a una humanización, a un mundo con alma.
Si el amor fuera el motor del mundo, la ciencia, tendría como finalidad convertir a nuestro planeta Tierra en habitación confortable para todos. Sería una ciencia que tendría en cuenta el equilibrio necesario entre los progresos materiales y el dominio de la naturaleza con los verdaderos intereses del hombre y su conciencia moral. Buscaría el mejor control de la naturaleza para que la vida humana gozase de seguridad y bienestar pero evitando al mismo tiempo el consumismo esclavizador y el vacío moral de los ciudadanos.
Si el amor fuera el motor del mundo, la literatura nos impulsaría a realizar los nobles gestos propios de todos los grandes hombres y mujeres que han iluminado con su vida ejemplar la historia de la humanidad.
Si el amor fuera el motor del mundo, los historiadores, evitarían recrearse en los partidismos y, no pocas veces, falsos acontecimientos que mantienen vivos los odios y enfrentamientos entre los hombres, perpetuas discordias y revanchas, y en su lugar mostrarían los efectos favorables de aquellos momentos en los que los hombres caminando juntos, unidos, del brazo, dieron pasos hacia el logro de los valores definitivos para la vida material y espiritual de toda la humanidad.
Si la fraternidad fuera una actitud universalmente ejercitada estaría en pie siempre la dignidad del hombre y la mujer. Jamás se cuestionaría la grandeza de la persona.
Si el amor presidiera el hogar, la familia sería remanso de paz y felicidad. Abrazados por la ternura, todos sus miembros vivirían pendientes unos de los otros, acogidos, valorados, lejos de pensamientos de ruptura, infidelidades, dominaciones, tensiones, etc. etc. Sería el lugar por excelencia donde los niños aprenderían a amar, a respetarse, a convivir en las diferentes situaciones que se dan en el hogar: otros niños, jóvenes, ancianos, hombres mujeres, sanos enfermos, etc. En la ternura del hogar s todos aprenderían a vivir pendientes unos de otros. Sería la mejor escuela de ciudadanía.
Si el amor reinara en los corazones, los pueblos, las ciudades, los estados serían familias de familias, donde las necesidades individuales serían tenidas en cuenta con calor humano por los organismos creados a tal efecto.
Ciertamente. Si nos amáramos de verdad, es decir, si nos amáramos sin más, porque no hay un amor de “mentira”, todo sería nuevo.
Pues, todo eso es posible. No es un sueño. Puede serlo pero no debería quedar reducido a eso. Todos hemos de levantarnos para comenzar una empresa que a todos nos beneficia, a todos nos interesa, a todos nos puede salvar. ¡Por egoísmo deberíamos dejar de ser egoístas! ¡Qué paradoja!
Solamente hace falta que tomemos en serio a Jesús. Que le escuchemos en sus enseñanzas, que dejemos que brote en nuestros corazones esa formidable semilla del amor que Él ha venido a sembrar en ellos. Algo nuevo aparece como horizonte de la humanidad si sabemos convertir en realidad el proyecto de Dios sobre nosotros.
Unámonos a esa gran empresa. No nos desanimen ni posibles fracasos de proyectos anteriores, ni la magnitud de la empresa. Respecto a los fracasos anteriores seamos conscientes de que es posible levantarnos, sacudírnoslos como polvo que se pegó a nuestro caminar pero del que nos podemos librar. Respecto a la enorme magnitud del proyecto no pensemos en el mundo mundial, como se dice ahora, sino en el pequeño mundo, ese en el que nos movemos en nuestro diario vivir: mi familia, mi vecindad, mi lugar de trabajo, mi centro de estudios, mi grupo de amigos. Ese pequeño mundo ya sería otro si nos lo proponemos de verdad y, todavía más, habríamos aportado nuestro pequeño granito de arena a la gran transformación de la humanidad total. Que así sea.
Pedro Sáez
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