13 marzo 2016

¡Basta ya de piedras!



Siempre que fallece algún personaje público, reconocido y admirado por la gran mayoría, los medios de comunicación se esmeran en confeccionar todo un “panegírico” de alabanzas, parabienes y lindezas de la persona que nos ha abandonado… Sin embargo, a los cuatro días surge, de donde menos se piensa, una gran retahíla de defectos, vicios no confesados, hábitos nada ortodoxos… en fin, que ponen al difunto o difunta “a caer de un burro”.
El espectáculo narrado hoy por el evangelista Juan se me antoja macabro, cruel, desolador. Un grupo impresentable de escribas desalmados y fariseos cínicos se han confabulado para tentar a JesúsBajo pretexto de cumplir la Ley de Moisés, conducen hasta él, casi a rastras, a una pobre mujer que ha sido sorprendida en adulterioSolicitan del Maestro el beneplácito para poder proceder a la lapidación. Jesús se limita a sugerir: “Aquel que esté sin pecado, que le arroje la primera piedra”. Ellos fueron retirándose uno tras otro, comenzando por los más viejos. Se quedó solo Jesús, con la mujer. “Mujer, ¿dónde están? ¿Nadie te ha condenado?”. “Nadie, Señor”. Y Jesús concluyó: “Tampoco yo te condeno. Vete, y en adelante no peques más”.

El evangelio no lo hace constar, pero estoy seguro de que Jesús, al quedarse solo con la mujer, le tendió una mirada tierna, dolorida y misericordiosaElla, humillada y desfallecida…, cansada, le correspondió con otra, que rezumaba agradecimiento. Sus ojos fueron, progresivamente, recobrando vida hasta henchirse de felicidad, para concluir finalmente en una luminosa sonrisa… En su corazón quedó esculpida, a cincel de misericordia, la frase que jamás había escuchado hasta entonces: “Tampoco yo te condeno”.
A mí me sorprende aquella mirada de Jesús, cargada de perdón. Dejando a un lado la legitimidad de la Ley de Moisés, prefirió enfocar su atención hacia aquella pobre mujer, humillada por la saña caprichosa de unos farsantes. Con su delicadeza habitual, le ofreció el bálsamo del perdón… Lo necesitaba… “Tampoco yo te condeno”, le dijo. Y ella sintió un alivio infinito…
Todo un reproche para nuestro comportamiento diario. Constatamos que, a menudo, contemplamos los fallos, deslices o pecados de los demás con un espíritu malicioso y vengativo: para ellos, pedimos que se haga justicia rigurosa, que caiga sobre sus cabezas todo el peso de la ley, en tanto que para nosotros solicitamos perdón, comprensión y misericordia. Y no nos damos cuenta de que tenemos en nuestra mano una piedra acusadora para lanzarla a cualquiera en la primera ocasión.
¿Hemos mirado con atención nuestra mano por si escondemos en ella algún rencor, algún atisbo de venganza, odios solapados con una capa ficticia de sonrisas, algún polizón incontrolado en el camarote de nuestro barco?… Pensemos en la actitud de Jesús, en su mirada tierna, en su corazón donde se lee perfectamente: “Tampoco yo te condeno”. Aprendamos definitivamente a perdonar, y escuchemos su enfado enrabietado: “¡Basta ya de piedras!”.
Pedro Mari Zaldibe

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