27 febrero 2016

Sábado II de Cuaresma

Hoy es 27 de febrero, sábado II de Cuaresma.
Orar es ver la vida y el mundo con los ojos de Dios. Cada momento como este es una oportunidad única para ir transformando esa mirada sobre uno mismo, sobre los demás, sobre lo creado. Y también sobre Dios, aquel que sale siempre al encuentro.
La lectura de hoy es del evangelio de Lucas (Lc 15, 1-3.11-32):
En aquel tiempo, solían acercarse a Jesús los publicanos y los pecadores a escucharle. Y los fariseos y los escribas murmuraban entre ellos: «Ése acoge a los pecadores y come con ellos.»
Jesús les dijo esta parábola: «Un hombre tenía dos hijos; el menor de ellos dijo a su padre: “Padre, dame la parte que me toca de la fortuna.” El padre les repartió los bienes. No muchos días después, el hijo menor, juntando todo lo suyo, emigró a un país lejano, y allí derrochó su fortuna viviendo perdidamente. Cuando lo había gastado todo, vino por aquella tierra un hambre terrible, y empezó él a pasar necesidad. Fue entonces y tanto le insistió a un habitante de aquel país que lo mandó a sus campos a guardar cerdos. Le entraban ganas de llenarse el estómago de las algarrobas que comían los cerdos; y nadie le daba de comer.
Recapacitando entonces, se dijo: “Cuántos jornaleros de mi padre tienen abundancia de pan, mientras yo aquí me muero de hambre. Me pondré en camino adonde está mi padre, y le diré: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo: trátame como a uno de tus jornaleros.” Se puso en camino adonde estaba su padre; cuando todavía estaba lejos, su padre lo vio y se conmovió; y, echando a correr, se le echó al cuello y se puso a besarlo. Su hijo le dijo: “Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo.” Pero el padre dijo a sus criados: “Sacad en seguida el mejor traje y vestidlo; ponedle un anillo en la mano y sandalias en los pies; traed el ternero cebado y matadlo; celebremos un banquete, porque este hijo mío estaba muerto y ha revivido; estaba perdido, y lo hemos encontrado.” Y empezaron el banquete. Su hijo mayor estaba en el campo. Cuando al volver se acercaba a la casa, oyó la música y el baile, y llamando a uno de los mozos, le preguntó qué pasaba. Éste le contestó: “Ha vuelto tu hermano; y tu padre ha matado el ternero cebado, porque lo ha recobrado con salud.” Él se indignó y se negaba a entrar; pero su padre salió e intentaba persuadirlo. Y él replicó a su padre: “Mira: en tantos años como te sirvo, sin desobedecer nunca una orden tuya, a mi nunca me has dado un cabrito para tener un banquete con mis amigos; y cuando ha venido ese hijo tuyo que se ha comido tus bienes con malas mujeres, le matas el ternero cebado.” El padre le dijo: “Hijo, tú siempre estás conmigo, y todo lo mío es tuyo: deberías alegrarte, porque este hermano tuyo estaba muerto y ha revivido; estaba perdido, y lo hemos encontrado.”»
Esta es una historia con tres protagonistas. En primer lugar el hijo menor, decide volver a casa, porque tiene hambre. Se siente vacío. Seguramente esa es la condición para el encuentro auténtico de uno con Dios. Quien se siente lleno no necesita nada de fuera. ¿Qué vacíos, qué huecos, qué carencias te gustaría que Dios llenase?
La historia tiene otro protagonista, el hijo mayor. Está con el padre desde siempre, pero ha sido incapaz de descubrirlo. ¿Vives tú lo de Dios como encuentro permanente, banquete y fiesta?
El protagonista principal de la parábola es el padre. Reparte su herencia entre los dos hijos sale a buscar a los dos. Primero al menor y después al mayor. Es padre de todo. A ninguno de los dos les hace preguntas. El Dios de Jesús no está interesado en las preguntas, está interesado en abrazar a sus hijos. Déjate encontrar por ese Dios.
Esta es la historia de un padre que se desvive por sus creaturas, por todas. La cuenta Jesús para decir que Dios es así. Al leer el relato desde otra perspectiva, ábrete a ese abrazo del padre.
Hace mucho, mucho tiempo, cuando era joven, quise volar suelto. Quise vivir a mi aire, y abandoné mi casa, tras pedirle a mi padre que me anticipase la herencia. Él me dio mi parte, y sin siquiera mirar atrás, me fui. Allá quedaron él y mi hermano mayor.
Durante años fui un vividor. No quería saber nada de ellos. Nunca les escribí ni les busqué de nuevo. Tuve las mujeres que quise. Gasté a manos llenas. Me junté con amigos de conveniencia, que desaparecieron cuando se acabó el dinero. Después vino el hambre. Y solo entonces, cuando no me quedaba nada y la vida se me ponía cuesta arriba, volví a pensar en mi casa y en mi padre.
Suponía que me habría olvidado, o que estaría enfadado conmigo. El orgullo me empujaba a seguir como estaba, y aguanté así una temporada larga, hasta tocar fondo. Pero el hambre fue más fuerte que el orgullo. Al final me dije que me iría mejor si regresaba. Al fin y al cabo, recordaba a mi padre como un hombre bueno. Ya me encontraría un hueco en su hacienda.
El corazón me latía desbocado cuando de lejos se empezó a ver la casa. Al acercarme le vi. Estaba mayor, gastado por los años y quizás por el dolor del abandono. Pero corría ligero, hacia mí. Al principio no supe qué pensar. Luego, al distinguirlo bien, me di cuenta de que reía y lloraba al tiempo, y que me miraba con los mismos ojos buenos de siempre. Llegó hasta mí, y me abrazó. Quise decir algo, pedir perdón, pero ni me dejó hablar. Lloraba. También yo. Y en su abrazo me sentí seguro. Me envolvió en un manto y me hizo entrar en la casa.
A mi hermano le costó mucho llegar a entenderlo. Durante un tiempo estuvo enfadado. Yo había sido un mal hijo y un mal hermano. Pero Padre, al acogerme de nuevo, nos sanó a los dos…

José Mª Rodríguez Olaizola, sj (a partir del Hijo Pródigo)
Es el padre quien anuncia la noticia. Este hijo estaba muerto y ha vuelto a la vida. Nuestro Dios es el Dios de la vida. Habla con él sobre la tuya y sobre la de todos aquellos que la habitan.
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p style=”text-align:justify;”>Padre nuestro,
que estás en el cielo,
santificado sea tu Nombre;
venga a nosotros tu reino;
hágase tu voluntad
en la tierra como en el cielo.
Danos hoy nuestro pan de cada día;
perdona nuestras ofensas,
como también nosotros perdonamos
a los que nos ofenden;
no nos dejes caer en la tentación,
y líbranos del mal.
Amén.

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