10 enero 2016

Espíritu Santo y fuego

El pasaje evangélico de hoy me induce a formular dos preguntas: “¿Por qué se bautizó Jesús?”. “¿Para qué fuimos bautizados nosotros?”. Jesús, que jamás había pecado, que todo lo hizo bien, ¿por qué se humilló, haciendo que Juan lo bautizara?, ¿de qué necesitaba arrepentirse?… La respuesta la encuentro en el talante del nazareno. Jesús vino al mundo para salvar a la humanidad de sus esclavitudes; a toda la humanidad, pero de una manera preferencial, especial, a los pobres, a los indigentes, a los despreciados por la sociedad. 
Jesús vivió siempre “escorado” hacia los hambrientos, hacia los desharrapados… En esta ocasión, quiso solidarizarse con los pecadores, con los necesitados de cariño, con los excluidos de todo, y por todos… Por eso, se sumó a ellos y se colocó en la fila de los bautizandos.
Y la segunda cuestión: ¿para qué fuimos bautizados nosotros?, tiene una respuesta sencilla y fácil de comprender: Para contagiarnos de Dios. Para ser sus hijos, y miembros de la Iglesia al servicio de de los hombres.

Ello implica, lógicamente, una serie de compromisos por nuestra parte: Como hijos de Dios, hemos de parecernos a Él, de suerte que quienes contemplen nuestra conducta, nuestro estilo de vida, nuestro comportamiento, y hasta nuestras “manías” preferenciales, no duden en reconocer nuestra condición de seguidores de Jesús… Somos también miembros de la Iglesia, santa y pecadora, que lleva el mensaje divino en vasijas de barro, lo cual ha de conducirnos a ser comprensivos con los fallos, deficiencias, errores de quienes componemos la Comunidad de Jesús, a la vez que hemos de esforzarnos para corregir nuestros extravíos y potenciar nuestras virtudes y todo ese cúmulo de buenas acciones que siempre están a nuestro alcance… Y también pertenecemos a la gran comunidad que puebla la tierra: somos ciudadanos de la sociedad, a la que hemos de llevar el mensaje de Jesús, haciendo que esta sea cada vez más justa, más fraterna y más solidaria, “escorada hacia los más desfavorecidos… Tenemos que ser testigos creíbles del evangelio.
Y, puesto a preguntar, la curiosidad me lleva a formular una tercera cuestión:”¿Cómo vivimos los compromisos de nuestro bautismo?”. Porque Juan el Bautista nos garantizó: “Yo os bautizo con agua, pero detrás de mi viene uno más poderoso que yo… Él os bautizará con Espíritu Santo y fuego”.Es decir, os marcará a fuego con la señal inconfundible del Espíritu…
El Espíritu es ese viento invisible, impetuoso e irresistible, preconizado ya en el Antiguo Testamento, y cuya eficacia solamente se realiza en quien tiene desplegadas de par en par las velas de la disponibilidad… 
El Espíritu Santo es luz que nos ofusca con sus destellos y nos hace ver con nitidez el camino a recorrer en nuestro peregrinar de cristianos… Y el Espíritu Santo es fuego que nos espolea y nos azuza de manera incandescente hasta quemarnos.
De ahí que vuelva a interrogar: “¿Cómo vivimos los compromisos de nuestro bautismo?”. ¿Los tomamos en serio y con decisión, o más bien nuestra voluntad languidece como vela agonizante que no se apaga del todo, pero que apenas da luz?

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