10 enero 2016

Recuperar la Navidad

Recupera la ilusión de regalar
En uno de los Equipos de Vida de Acción Católica General que siguen el Itinerario de Formación Cristiana para Adultos “Ser cristianos en el corazón del mundo” están reflexionando el tema 18-II: Catecumenado y Bautismo. En este tiempo de nueva evangelización en el que estamos inmersos, la formación nos permite conocer cómo se realizó la misión evangelizadora en los primeros tiempos de la Iglesia, porque son un referente para continuar hoy esa misión. Necesitamos conocer más y mejor el modo en que la Iglesia naciente llevó a cabo la tarea evangelizadora ya que marcó normas y conductas, modelos e iniciativas que hemos de seguir.
Hoy, celebrando la fiesta del Bautismo del Señor, vamos a reflexionar acerca del lugar que ocupa el Bautismo en la misión evangelizadora, fijándonos en la Iglesia naciente.
La fe cristiana se presentaba en los primeros siglos con un ímpetu misionero sin precedentes. Los cristianos de esas primeras comunidades, con su testimonio de palabra y de obra, invita-ban a cuantos los escuchaban a recibir en sus vidas el Evangelio. Conscientes del envío misionero recibido del Señor, la Iglesia naciente sabe que su misión es anunciar el Evangelio y conferir el Bautismo con los demás sacramentos. Muchas personas, creyendo en Jesucristo, se bautizaban en su nombre y se incorporaban a esas comunidades. En estos primeros tiempos, lo que prevalecía era el bautismo de adultos, previa la conversión y la fe en Jesucristo; la enseñanza venía después.

Más adelante la Iglesia se da cuenta que necesita estructurar mejor la formación y se va gestando el catecumenado, que es el período de formación que prepara para el Bautismo. El catecumenado no brota como una norma a cumplir, sino como una necesidad a fin de preparar para el Bautismo.
En esa preparación tenían un lugar destacado los padrinos, muchas veces personas sin estudios pero con un testimonio profundo de fe.
También llama la atención la duración de la formación catecumenal: en Roma se necesitaban tres años de formación. La formación era tan larga no porque hubiera que estudiar detenida-mente el mensaje cristiano; lo difícil era, y sigue siendo, adquirir un nuevo estilo de vida, adquirir los valores del Reino. Pero los catecúmenos sabían que valía la pena ser cristiano y asumían este proceso, cuyo momento culminante era la recepción del Bautismo, la Confirmación y la Eucaristía en la Vigilia Pascual, junto con toda la comunidad eclesial, al que seguía una catequesis llamada “mistagógica”, para ayudar a descubrir el misterio contenido en estos sacramentos.
Contrastemos la práctica bautismal de la Iglesia naciente con la que mayoritariamente hoy se está llevando a cabo en nuestras comunidades eclesiales: en general el número de bautismos ha decrecido considerablemente; el Bautismo se ha convertido en un “sacramento social” que se confiere sobre todo a niños; padres y padrinos a menudo no participan de la vida eclesial y no acompañan el crecimiento en la fe de sus hijos; la preparación al Bautismo suele reducirse a una breve charla pocos días antes de la celebración.
En los primeros tiempos de la Iglesia costaba esfuerzo ser cristiano, había que seguir un proceso catecumenal para provocar una vida religiosa nueva, una nueva experiencia de Dios, el compromiso fraterno, nuevas actitudes y comportamientos… pero todo esto llenaba a los cristianos de un gozo profundo. La lección que podemos extraer es que la Iglesia invirtió su mejor energía en la formación cristiana, y que nunca después las comunidades han alcanzado un nivel tan alto de calidad de vida cristiana.
Hoy necesitamos una renovación profunda de nuestra vida de fe en Jesucristo, que anime la vida de nuestras comunidades eclesiales. Hoy, como al principio, los tiempos son difíciles para la Iglesia, y por eso necesitamos, como en los primeros tiempos, asumir un proceso de formación serio, empezando por la base: un catecumenado bautismal, viéndolo no como una imposición sino como el medio para experimentar la alegría de ser cristianos y, con nuestro testimonio de palabra y de vida, ser cauce para que otros quieran también acoger en sus vidas a Jesucristo y su Evangelio.

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