En el bautismo que recibió Jesús, de manos de Juan el Bautista, se pone en evidencia un hecho que no admite discusión. A partir del momento en que Jesús fue bautizado por Juan, la vida de Jesús cambió por completo. Hasta entonces, Jesús había sido un campesino galileo, ignorante, desconocido, que pasó inadvertido, incluso para los paisanos de su propio pueblo e incluso para su misma familia. Esto quedó patente en la primera visita que Jesús hizo a su familia y a sus paisanos después del bautismo (Mc 6, 1-6; cf. Mt 13. 53-58; Lc 4, 16-30).
Esto supuesto, la primera pregunta que se plantea es obvia: si Jesús no tenía pecado, según afirma la carta a los hebreos (4, 15), ¿para qué se hizo bautizar?. Por supuesto, no se bautizó para cambiar de vida. Por la sencilla razón de que un ritual religioso por sí solo —aunque lo administre un santo como Juan Bautista—, eso no cambia la vida de nadie. Lo que cambia la vida es la “conversión”, el “cambio de mentalidad”, que era el cambio que pedía Juan Bautista (Mc 1, 2-8; Mt 3, 1-12; Lc 3, 1-18; Jn 1, 19-28).
Esto supuesto, Jesús se puso entre los pecadores que necesitaban conversión, porque se identificó con el pueblo, con “los publicanos y las prostitutas” (Mt 21, 31-32). Y así, identificado con los más despreciados y desde la situación de ellos, Jesús vivió la profunda experiencia del Padre, que le llamó su “Hijo predilecto” (Lc 3, 21-22). Jesús vio que en él se cumplía la promesa anunciada por Is 42, 1-4: el Padre le destinó, con la fuerza del Espíritu, a “promover el derecho en las naciones” (Is 42, 1. 3), a “implantar el derecho” (Is 41, 3). Desde aquel momento, su vida cambió radicalmente. Allí vio Jesús lo que representaba su “Buena Noticia”, el proyecto del “Reinado de Dios”. Y a eso se dedicó por entero.
José María Castillo
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