La sabiduría de la fe y la filiación divina
El misterio de la Navidad es el comienzo de un diálogo entre Dios y los hombres. Jesús nace en Belén y en ese hecho, aparentemente sencillo y cotidiano, tiene lugar el acontecimiento de la Encarnación del Verbo de Dios. La Palabra (el Logos) de Dios se hace carne para que los seres humanos podamos ver y escuchar y tener acceso a Aquel a quien nadie ha visto jamás. Pero si Dios se dirige así a los seres humanos yendo a su encuentro, poniéndose a su nivel, hablando en su lenguaje, es necesario que el ser humano responda a este requerimiento acogiendo a Jesús y reconociendo en el hijo de María al Hijo de Dios.
La liturgia de este tiempo de Navidad retorna una y otra vez al portal de Belén, relee continuamente los textos que sonaron la víspera, la noche y el día de Navidad. Pero lo hace de manera dinámica, buscando nuevas perspectivas, subrayando nuevos aspectos. Hoy, cuando releemos (y ya es la tercera vez) el prólogo del Evangelio de San Juan, la primera y la segunda lectura orientan nuestra atención hacia la recepción del acontecimiento central. Este último es que “la Palabra se hizo carne”; la respuesta por parte nuestra puede ser que “vino a su casa, pero los suyos no la recibieron”; pero también que “a cuantos la recibieron, les da poder para ser hijos de Dios, si creen en su nombre.” El tiempo de Navidad es, pues, también una llamada a examinar la calidad de nuestra respuesta de fe.
De hecho, ya en los textos de los días ordinarios de la Octava van desfilando diversos personajes que reconocen en el niño Jesús al Mesías esperado: los pastores, Simeón, la profetisa Ana… En ellos el Antiguo Testamento, la fe del resto de Israel, se abre a los nuevos tiempos. Esta aceptación en fe no es ciega, sino clarividente, pues no consiste en acoger de manera voluntarista lo que en modo alguno se puede comprender. Una de las imágenes centrales de estos días es la de la luz. La fe nos abre los ojos a la luz y nos descubre dimensiones escondidas a una mirada superficial. La fe es una forma de comprensión y de sabiduría, porque es la aceptación de la Sabiduría de Dios. La primera lectura hace el elogio de la Sabiduría divina, manifestada en la creación del mundo y que ha venido a poner su morada en Sión. A la luz del Evangelio comprendemos que esa Sabiduría de Dios es la Palabra por la que se hizo todo, y que se ha hecho carne en Jesús. La acogida en fe de la Palabra encarnada es un modo de participar realmente de la Sabiduría de Dios, como nos recuerda Pablo en la carta a los Efesios: “el Padre de la gloria, os dé espíritu de sabiduría y revelación para conocerlo. Ilumine los ojos de vuestro corazón, para que comprendáis cuál es la esperanza a la que os llama”. No se trata de una sabiduría meramente teórica, de una erudición religiosa adquirida por medio del estudio y la lectura, sino de una Sabiduría que nos pone en contacto vivo con el Misterio que contemplamos, acogemos y aceptamos: es un saber que es, al tiempo, un saborear y, por tanto, un asimilar.
Así pues, la luz y la sabiduría de la fe son el principio de una vida nueva: Jesús nace en la carne para que nosotros renazcamos en el Espíritu; al acoger, por medio de la sabiduría de la fe, el misterio de la Palabra hecha carne, nos convertimos en hijos de Dios; al abrir nuestras puertas al hijo de María, Él abre para nosotros la participación en su propio ser de Hijo único de Dios.
Y todo esto significa que, si hemos aceptado en fe a Jesús y, en consecuencia, hemos renacido en el Espíritu, esta novedad ha de reflejarse en una nueva forma de vida: vivir en la luz, siendo, como Juan el Bautista, testigos de la luz, ser santos e irreprochables, pero no por carecer de defectos y limitaciones (Dios no nos pide imposibles), sino “por el amor”, es decir, por la capacidad de acoger y aceptar a los demás, reconociendo en fe en cada ser humano a un sacramento de la presencia de Dios, a un llamado a la filiación divina y, por tanto, a un (real o potencial) hermano nuestro.
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