La historia de la Iglesia ha sido un desfile interminable de mártires, desde los apóstoles hasta los aproximadamente treinta misioneros que son asesinados cada año, o los fieles coptos o caldeos que perecen en ataques terroristas cuando están celebrando el culto. Somos la prolongación del gran Mártir y eso tiene que notarse. Una “malaventuranza” transmitida por Lucas dice: “Hay de vosotros cuando todo el mundo hable bien de vosotros; así hacían sus padres con los pseudoprofetas” (Lc 6,25). Por el contrario, una existencia en plena coherencia con la fe suele “hacer pupa”; “acechemos al justo –dijeron los impíos-, que nos fastidia… se enfrenta a nuestro modo de obrar… es un reproche a nuestros criterios y sólo verle nos da grima” (Sab 2,12-14). Cuando a nadie resultemos “molestos”, conviene que nos preguntemos quiénes estamos siendo. En actitud de admiración hacia una serie de mártires judíos, dice la Carta a los Hebreos: “el mundo no se los merecía” (11,38).
Hace ahora mes y medio eran beatificados en Tarragona 522 mártires de la feroz persecución que tuvo lugar en la España de los años 30. Se han hecho muchos intentos, unos más correctos que otros, de “explicar” racionalmente aquellos lamentables sucesos, de verlos como consecuencia “normal” de incomprensiones e intransigencias ya inveteradas, en una y otra dirección; los historiadores tienen aún mucha tarea en ese campo. Lo que nadie encuentra tan “normal”, lo que impresiona a todo el que mire con ojos limpios, es la entereza de aquella multitud, a la que se adecua perfectamente la afirmación de Apocalipsis 12,11 “no amaron tanto su vida que temieran la muerte”.
El evangelista Lucas, al transmitir esos sombríos presagios de Jesús sobre el futuro de sus discípulos, no deja pasar la ocasión de exhortar a la acción evangelizadora: para el discípulo entusiasta, el juicio será una oportunidad para dar testimonio. De paso, recuerda a sus lectores la presencia de Jesús en medio de los suyos (él les inspirará la palabra oportuna) y la providencia amorosa del Padre (que mira hasta por el último de sus cabellos). Por un lado, el discípulo que es juzgado por haber vivido de acuerdo con su fe no necesita grandes autoapologías; su vida misma, aquello por lo que es perseguido, debiera ser su más elocuente, irrefutable defensa. Por otro, Dios se cuida de sus hijos, en cuyos brazos paternales descansan tranquilos. Ya previamente había advertido: “no temáis a los que matan el cuerpo pero no pueden hacer nada más” (Lc 12,4). Y no es que el evangelista sea un neoplatónico despreciador de la materia, del cuerpo de carne; él cree en la creación y la resurrección. Lo que le importa es recordarnos que nuestra más íntima identidad personal la tiene Dios en sus manos. Mientras él “nos piensa” y “nos nombra”, sostiene nuestra existencia.
Severiano Blanco cmf
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