Por Alessandro Pronzato
Mantenerse a distancia de seguridad
Hermosos tiempos, aquellos, en que el pueblo tenía miedo de morir al escuchar directamente la palabra del Señor, y se hacía necesaria la actuación de un intermediario que amortiguase el golpe. Hermosos tiempos, aquellos, en los que el contacto con Dios era una experiencia traumática que se asemejaba al fuego y había peligro de quemarse.
Hoy esa palabra llega a nosotros más bien débil, descolorida y no provoca particulares emociones (a menos que el aburrimiento pueda considerarse una emoción...). ¿Culpa del profeta que no logra transmitirla con la necesaria intensidad, o también culpa nuestra que bajamos prudencialmente el volumen, hasta casi apagarlo, para no ser molestados en demasía y poder, al mismo tiempo, escuchar otras voces?
Hoy se espera que las brasas sacadas de aquel fuego devorador nos lleguen apagadas y ennegrecidas, prácticamente inocuas, ciertamente no en el estado de incandescencia como sería necesario. Sin duda, el problema es complejo (por una vez también yo uso esta expresión que normalmente me provoca fastidio...). ¿De quién es la culpa?
Cuando salimos de la iglesia, no se ve ni una quemadura en la piel y tampoco los vestidos se ven chamuscados.
Sí, ¿de quién es la culpa? Al oír hablar a ciertos curas, no se saca la impresión, a primera vista, de que hayan estado en contacto con el fuego; es más, llega uno a sospechar que se han mantenido a distancia de seguridad. Bomberos más que incendiarios (como debería ser; si no me equivoco, Jesús dijo que había venido a prender fuego a la tierra...). Fríos, comedidos, conocidos, despegados.
Y también los que levantan la voz, dan la sensación de algo artificial. No tiene nada que ver con el trueno, con la palabra resonante, terrorífica, en las paredes del Horeb.
¿Dónde está el cementerio de los profetas infieles?
Nadie, sin embargo, puede sustraerse a las severas advertencias de Moisés: ni los predicadores, ni los fieles (o esos que se tienen por tales). Cada uno debe tomarse su parte de responsabilidad. «A quien no escuche las palabras que pronuncie (el profeta) en mi nombre, yo le pediré cuentas». Me dan escalofríos en el pensamiento por las muchas palabras de Dios, que se me han transmitido regularmente por sus portavoces, y que yo he dejado caer, quizás por distracción, o con los pretextos más diversos.
Pero hay también para los curas (y siento que nuestro párroco haya evitado este aspecto del asunto): «El profeta que tenga la arrogancia de decir en mi nombre lo que yo no le haya mandado o hable en nombre de dioses extranjeros, es reo de muerte».
Tomada en serio, como pienso que ha de hacerse, esta amenaza, en algún sitio debería existir un cementerio inmenso para los hombres de la Palabra, culpables de haber hablado en nombre propio, de haber hecho pasar como palabra de Dios realidades, normas, amenazas que jamás han salido de la boca de Dios. O que han mezclado la palabra de Dios con la política, el dinero, la prudencia diplomática, el cálculo engañoso, las preocupaciones organizadoras, las tesis teológicas más discutibles. O de haber escondido, bajo la mampara abusiva de la palabra de Dios, el propio orgullo, la vanidad, el moralismo, las propias frustraciones, y a veces hasta las ideas más extravagantes.
De todos modos, olvidándonos del cementerio, hay que decir que el profeta puede considerarse difunto, el predicador está muerto en el momento mismo que la palabra de Dios se convierte en pretexto para otra cosa cualquiera.
Queridos predicadores, hablad el lenguaje del evangelio. Por favor, no os escabulláis, no divaguéis, no os salgáis del tema. Os escuchamos a condición de que las palabras que anunciéis sean palabras de Dios y no charlatanería vuestra. Sigue leyendo...
Hermosos tiempos, aquellos, en que el pueblo tenía miedo de morir al escuchar directamente la palabra del Señor, y se hacía necesaria la actuación de un intermediario que amortiguase el golpe. Hermosos tiempos, aquellos, en los que el contacto con Dios era una experiencia traumática que se asemejaba al fuego y había peligro de quemarse.
Hoy esa palabra llega a nosotros más bien débil, descolorida y no provoca particulares emociones (a menos que el aburrimiento pueda considerarse una emoción...). ¿Culpa del profeta que no logra transmitirla con la necesaria intensidad, o también culpa nuestra que bajamos prudencialmente el volumen, hasta casi apagarlo, para no ser molestados en demasía y poder, al mismo tiempo, escuchar otras voces?
Hoy se espera que las brasas sacadas de aquel fuego devorador nos lleguen apagadas y ennegrecidas, prácticamente inocuas, ciertamente no en el estado de incandescencia como sería necesario. Sin duda, el problema es complejo (por una vez también yo uso esta expresión que normalmente me provoca fastidio...). ¿De quién es la culpa?
Cuando salimos de la iglesia, no se ve ni una quemadura en la piel y tampoco los vestidos se ven chamuscados.
Sí, ¿de quién es la culpa? Al oír hablar a ciertos curas, no se saca la impresión, a primera vista, de que hayan estado en contacto con el fuego; es más, llega uno a sospechar que se han mantenido a distancia de seguridad. Bomberos más que incendiarios (como debería ser; si no me equivoco, Jesús dijo que había venido a prender fuego a la tierra...). Fríos, comedidos, conocidos, despegados.
Y también los que levantan la voz, dan la sensación de algo artificial. No tiene nada que ver con el trueno, con la palabra resonante, terrorífica, en las paredes del Horeb.
¿Dónde está el cementerio de los profetas infieles?
Nadie, sin embargo, puede sustraerse a las severas advertencias de Moisés: ni los predicadores, ni los fieles (o esos que se tienen por tales). Cada uno debe tomarse su parte de responsabilidad. «A quien no escuche las palabras que pronuncie (el profeta) en mi nombre, yo le pediré cuentas». Me dan escalofríos en el pensamiento por las muchas palabras de Dios, que se me han transmitido regularmente por sus portavoces, y que yo he dejado caer, quizás por distracción, o con los pretextos más diversos.
Pero hay también para los curas (y siento que nuestro párroco haya evitado este aspecto del asunto): «El profeta que tenga la arrogancia de decir en mi nombre lo que yo no le haya mandado o hable en nombre de dioses extranjeros, es reo de muerte».
Tomada en serio, como pienso que ha de hacerse, esta amenaza, en algún sitio debería existir un cementerio inmenso para los hombres de la Palabra, culpables de haber hablado en nombre propio, de haber hecho pasar como palabra de Dios realidades, normas, amenazas que jamás han salido de la boca de Dios. O que han mezclado la palabra de Dios con la política, el dinero, la prudencia diplomática, el cálculo engañoso, las preocupaciones organizadoras, las tesis teológicas más discutibles. O de haber escondido, bajo la mampara abusiva de la palabra de Dios, el propio orgullo, la vanidad, el moralismo, las propias frustraciones, y a veces hasta las ideas más extravagantes.
De todos modos, olvidándonos del cementerio, hay que decir que el profeta puede considerarse difunto, el predicador está muerto en el momento mismo que la palabra de Dios se convierte en pretexto para otra cosa cualquiera.
Queridos predicadores, hablad el lenguaje del evangelio. Por favor, no os escabulláis, no divaguéis, no os salgáis del tema. Os escuchamos a condición de que las palabras que anunciéis sean palabras de Dios y no charlatanería vuestra. Sigue leyendo...