Un muchacho, honrado e impecable, profundamente religioso y cumplidor se acerca a Jesús con hondo respeto. Su pregunta no es trivial, afecta al núcleo de la fe: «¿qué tengo que hacer para heredar la vida eterna?». O, dicho de otro modo, ¿cómo debo vivir para que mi vida sea grata a los ojos de Dios? Jesús contesta apelando a la Ley de Moisés y los mandamientos que se refieren al prójimo. Pero el joven, que es persistente, insiste: «Todo eso lo he cumplido desde joven». Y el Señor le invita a dar un paso más: «vende lo que tienes y dáselo a los pobres, solo así Dios será tu riqueza, y entonces, sígueme». Es un evangelio que habla del seguimiento, que como vamos viendo a lo largo de estos domingos, implica identificarse paulatinamente con Jesús, que es pobre. Por eso, podemos decir que la pobreza no es la condición del seguimiento, sino la consecuencia del mismo.
Pero en el proyecto de aquel joven rico no entra este futuro. Para él es imposible este paso del tener al compartir. Su mirada es distinta, el Reino de Dios no es visto, ni sentido por él como una riqueza. Y es que cuando el dinero se convierte en un valor absoluto que todo lo determina, entonces pasa también a ser un obstáculo en el seguimiento, no porque Dios nos quiera míseros, y la riqueza sea mala en sí misma, sino porque nos cierra al hermano y a sus necesidades y, por tanto, distorsiona y falsifica nuestra relación con Dios.
En el tiempo de Jesús dominaba la concepción de que los bienes eran una señal de la bendición de Dios, y en este sentido, los ricos tenían un futuro esplendido en el Reino. ¡De qué manera Jesús trastoca esta manera de pensar! Dios debe ocupar el primer puesto en el corazón, no los bienes del mundo. Quienes son llamados a servir en el Reino, a seguirle, entrarán en este nuevo estilo de vida, que no es el de acaparar, sino el de compartir. Por eso, los primeros en la sociedad serán los últimos en el Reino, y los pequeños, los bienaventurados ante Dios.
Hay evangelios que son bonitos de leer, e instructivos, pero difíciles de vivir. Éste es uno de ellos, porque trastoca por completo nuestra filosofía de la vida. Pedro reconoce que, en el fondo, todos pecamos de esta inclinación a lo material y, con un poco de temor, se lo dice a Jesús. Pero él le hace entender que la salvación no es un mérito nuestro, sino ante todo un don de Dios. Jesús pronuncia palabras de consuelo, presentando el poder de Dios como incomparablemente mayor que la debilidad del hombre. Dice el evangelio que cuando Jesús le habló de desprendimiento, lo miró con ternura. Esa es la mirada de Dios, no una mirada que juzga, sino que invita a la conversión. El evangelio resalta que Jesús reconoce la buena voluntad de aquel joven, y su sincera búsqueda de la verdad. Pero le falta una cosa: no solo por “cumplir” se llega a la vida. Hay que amar. Es una invitación a salir de su círculo, a dar ese paso de ser un hombre que cumple la ley, a ser un hombre que vive el amor, que sigue a Jesús.
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