05 septiembre 2024

Domingo XXIII del Tiempo Ordinario (Ciclo B)

 



Para los judíos, los paganos eran seres impuros, porque no adoraban al Dios verdadero y tampoco cumplían los mandamientos. Curiosamente S. Marcos nos sitúa hoy a Jesús en tierras paganas y estando allí, le presentan a un sordomudo. Jesús no les hace ningún asco y además cura al enfermo. Hace realidad la promesa de Isaías que hemos escuchado en la primera lectura: los oídos de los sordos se abrirán (v.5). La sordomudez, a falta de una comunicación fluida entre personas, conlleva otras consecuencias negativas para la persona afectada, como desconfianzas, dependencias, aislamientos. Los familiares o amigos del sordomudo estaban convencidos de que Jesús podía sanarle, incluso llegaron a decirle cómo tenía que actuar; tal vez habían escuchado que Jesús, en otras ocasiones, había hecho alguna curación poniendo las manos sobre el enfermo, y pensaron que esta era la manera de obtener la curación que le pedían.

Jesús atiende al enfermo, lo apartó de la gente, le metió los dedos en los oídos y con la saliva le tocó la lengua y así le devuelve la audición y el habla. La saliva en aquellos tiempos era utilizada como medicamento. Y Jesús le dijo: Effetá, (esto es: «ábrete»). El poder del Señor se hizo efectivo al instante, devolviendo el oído al sordo y dándole la capacidad de hablar sin haber oído anteriormente durante su vida.

Los milagros que narra el evangelista Marcos, relacionados con el oído, la vista o la lengua, tienen un significado o valor simbólico. El sordomudo, llevado ante Jesús, además de ser curado de su deficiencia física, se transforma en el símbolo del no-creyente. El mal del sordomudo está en no oír y, al no oír tampoco puede hablar; en sentido figurado, está incapacitado para escuchar la Palabra de Dios. Es la situación de millones de personas y también de muchos creyentes, que pueden ver, pero no pueden escuchar ni comprender la palabra, el anuncio de Jesús. Y si no pueden oír ni escuchar, tampoco pueden confesar la fe con sus palabras, ni pueden pedir ayuda, ni ser curados y pueden sentirse marginados.

El mensaje de Marcos es una invitación a dejarnos tocar por el Señor para que Él actúe y se manifieste en nuestras vidas abriendo la sordera de nuestro corazón, para que suelte nuestras lenguas y podamos anunciar con nuestra palabra y con nuestra vida aquello que creemos. Si el Señor no nos abre el oído del corazón no podremos comprender la Palabra de Dios. La sanación se realiza siempre escuchando.

A pesar de nuestros fallos, Dios sigue queriendo la salud para todos. Como anunciaba Isaías y hemos repetido en el salmo, Dios quiere que los ciegos, vean; que los sordos, oigan; que los cojos, anden; que en el desierto, brote el agua; que los páramos se conviertan en vida (Cfr. Is 35,5-7). Ciertas situaciones requieren la acción y la manifestación del Señor, pues si Él no actúa, nosotros mismos no las podemos cambiar, en especial, aquellas que superan lo meramente racional. Y es ahí donde debemos pedir la intervención del Señor para que con su gracia transforme nuestra vida. Todos podemos ser sordomudos.

No olvidemos que el Evangelio nos habla a nosotros. Un cristiano ha de tener abiertos los oídos para escuchar y los labios para hablar. Para escuchar tanto a Dios como a los demás, sin hacerse el sordo ni a la Palabra salvadora ni a la comunicación con el prójimo. Para hablar tanto a Dios como a los demás, sin callar en la oración ni en el diálogo con los hermanos ni en el testimonio de su fe.

Nos puede ocurrir como a quien padece la sordera física. ¡Qué difícil le resulta a la persona sorda reconocer su situación deficiente! ¿No estaremos nosotros sordos para Dios si, por ejemplo, cuando salimos de la misa la Palabra de Dios no la recordamos o no nos ha dicho nada? ¿No necesitaremos presentarnos ante el Señor y pedirle que ponga sus manos sobre nosotros y nos cure?

Vicente Martín, OSA

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