El hijo del carpintero
1.- «En aquellos días el espíritu entró en mí, me puso en pie y oí que me decía…» (Ez 2, 2) El profeta nos cuenta su primer encuentro con Dios. Vivía en el exilio, entre los deportados que estaban junto al río Quebar. Allí fue arrebatado en éxtasis: Miraba yo, nos refiere, y veía un viento huracanado de la parte del Norte, una gran nube con resplandores en torno, un fuego que despedía relámpagos, y en su centro como el fulgor del electro, en medio del fuego. Y de pronto una fuerza interior le impulsa a levantarse. Es algo que le domina, que le puede. Y Ezequiel se pone de pie, o lo que es lo mismo se dispone a marchar, a emprender un camino. Esa es la actitud que el profeta ha de tener ante la llamada de Dios. Una actitud de dinamismo, de lucha, de caminante, de peregrino, de soldado.
Cierto que ordinariamente la gracia de Dios no te sacudirá tan violentamente, se reducirá a menudo a una suave atracción que nos nace de pronto muy dentro. Pero tu respuesta ha de ser la misma: Ponerte de pie, disponerte a caminar por el itinerario que Dios te va a marcar. Ponerte en pie de guerra, con espíritu de lucha, con ánimo de guerrero. Preparado para combatir cuantos enemigos se interfieran a tu paso. Consciente de que el primer enemigo eres tú mismo. Tú que eres comodón, egoísta, soberbio, ambicioso. Contra esas fuerzas interiores que a veces te dominan, has de luchar. Decídete, Dios pasa, ponte en pie.
«Ellos, te hagan caso o no te hagan caso (pues son un pueblo rebelde), sabrán que hubo un profeta en medio de ellos» (Ez 2, 5) A lo largo de toda la Historia, Dios ha enviado a sus mensajeros, sus profetas, los hombres que hablan en su nombre, sus pregoneros, sus portavoces. De un modo o de otro, también hoy nos llega el eco de sus voces, el contenido de su mensaje. Lo contrario sería injusto por parte de Dios. Es como si se cerrara en un profundo silencio, ausente de nuestras vidas, desinteresado por nuestros problemas, indiferente ante nuestra salvación. No, Dios no se ha callado. Dios sigue enviando a sus profetas. Son los que siguen cogiendo la antorcha que un día Cristo entregara a los suyos… El que a vosotros os recibe, a mí me recibe, había dicho Jesús. Y también: Como el Padre me envió, así os envío yo a vosotros.
Pero este pueblo es rebelde y no quiere hacer caso. Es cierto que habrá quienes oigan el mensaje de Dios y lo vivan. Esos se salvarán, serán felices aquí en la tierra y allá en el Cielo. Los otros no. Los que no oyen la palabra de Dios, o los que la oyen y no la ponen en práctica, esos serán unos desgraciados. Aquí en la vida y después en la muerte. Y no podrán excusarse, no podrán decir que no hubo profetas en su tiempo.
2.- «A ti levanto mis ojos…» (Sal 122, 1) Cuando nos encontramos en peligro, cuando nos vemos en algún apuro, los ojos son los primeros en buscar con ansiedad una mano amiga, un apoyo en el que sostenernos, una palabra de aliento o de defensa. Muchas veces la mirada es más elocuente que las palabras. Nos basta cruzar esa mirada para comprender perfectamente que esa persona que nos mira necesita algo de nosotros. Pues bien, hemos de convencernos que adonde hemos de dirigir nuestros ojos en demanda de auxilio es hacia el Señor.
A ti levanto mis ojos, a ti que habitas en el cielo. Como están los ojos de los esclavos fijos en las manos de los señores. Como están los ojos de la esclava fijos en las manos de su señora, así están nuestros ojos en el Señor Dios nuestro, esperando su misericordia… Ojalá que sea así, ojalá que vivamos pendientes de las manos de Dios, colgados de su gesto, atentos a las palabras que salen de su boca. Sólo entonces nuestra mirada, nuestros ojos preñados quizás de lágrimas, encontrarán el consuelo y la esperanza, la certeza de ser eficazmente ayudados en la prueba, tan dura quizá, por la que estamos atravesando.
«Misericordia, Señor, misericordia…» (Sal 122, 3) El salmo de hoy refleja una situación extrema en el cantor de Dios. Estamos saciados de desprecios, se lamenta ante Dios; nuestra alma está harta del sarcasmo de los satisfechos, del desprecio de los orgullosos… Suele ser frecuente que los justos, los amigos de Dios, se vean perseguidos, humillados, calumniados. Y esto incluso de parte de los que más bien debían ayudar y comprender. La madre Teresa de Jesús llama a este hecho la contradicción de los buenos. Nuestro Señor también lo había vaticinado, cuando decía que los suyos padecerían la persecución de los que piensan que, con esa actitud, están prestando un servicio a Dios.
Pero en medio de esa situación dolorosa, la fe del justo se purifica, se aquilata. La obra de Dios se fortalece, echa raíces, se consolida. De ahí que no hemos de arredrarnos ante nada, nunca hemos de temblar. Si Dios está con nosotros, quién podrá contra nosotros. Este grito de optimismo, esta formidable esperanza que animaba a San Pablo, también ha de mantenernos firmes en la fe, decididos en la entrega, generosos en el servicio a la Iglesia, a los hombres, a las almas. Y vencer el mal con la abundancia de bien. Y dar tiempo al tiempo, porque la verdad acaba imponiéndose y Dios nos defenderá de todas las insidias y asechanzas de los buenos o de los malos.
3.- «Por la grandeza de estas revelaciones, para que no tenga soberbia, me han metido una espina en la carne…» (2 Co 12, 7) San Pablo acaba de narrar a los cristianos de Corinto la grandeza de que ha sido testigo en las revelaciones extraordinarias que Dios le ha hecho. Y a renglón seguido, explica que todo eso es algo que no le pertenece, algo que Dios le ha concedido gratuitamente, sin mérito alguno por su parte. Y así explica que él no puede gloriarse de eso que no es suyo. Y añade que sólo de una cosa puede gloriarse: de su flaqueza.
Y para que no olvide su propia miseria, esa miseria está siempre patente ante sus ojos. Dice que tiene metida una espina en la carne, algo que le molesta al menor roce, algo que le duele continuamente. Un emisario de Satanás, nos confiesa, que le abofetea sin cesar. No se puede saber a ciencia cierta de qué se trata. Lo que está bien claro es que no le era fácil la vida, que tenía dificultades serias y tentaciones, tropiezos, obstáculos que había de superar con tenacidad y paciencia a lo largo de toda la vida. Gracias, Señor, por esa confidencia de Pablo. Es un gran consuelo a los que también tenemos una espina, de la clase que sea, metida muy dentro de nuestra carne.
«Tres veces le he pedido al Señor verme libre…» (2 Co 12, 8) Era algo que le humillaba, algo de lo que quisiera verse libre. Quién me librará de este cuerpo de muerte, exclamaba el Apóstol en otra ocasión. En este pasaje nos cuenta que tres veces, es decir, con insistencia, ha pedido al Señor que le libre de aquellas cadenas que pesan sobre su alma, de ese peso muerto que parece frenar continuamente su marcha ascensional hacia Dios.
Y Dios atiende a su ruego de una manera peculiar: Te basta mi gracia, pues la fuerza se realiza en la debilidad. Esto es, que no te libraré de esa losa que te aplasta, pero haré posible que, a pesar de eso, sigas caminando hacia lo alto. Conseguiré el prodigio de que lo mísero y lo mezquino llegue a ser algo grande y admirable, haré que tu opaca oscuridad se convierta en rutilante luz…
Estas palabras de San Pablo bien podemos hacerlas nuestras, porque todos sentimos, cada uno a su manera, esta debilidad que tantas veces nos atormenta. Y esas palabras de Dios también son válidas para nuestro caso. Por todo lo cual, sólo nos queda seguir pidiendo la ayuda divina y estar seguros, a pesar de todo, de que llegaremos al final, gozoso al lograr la victoria definitiva.
4.- «Y desconfiaban de Él…» (Mc 6, 3) Jesús vuelve a Nazaret, su tierra, no por haber nacido en ella sino por haber vivido allí después de volver de Egipto. Era un rincón risueño y escondido de Galilea, escenario y marco de su vida oculta, ejemplo y estímulo para nuestra propia existencia, hecha también de pequeños deberes, de un trabajo sencillo quizá, pero ocasión única para ofrecer al Señor, con delicadeza y cariño, esos retazos de vida, que se nos van quedando al borde de nuestra actividad de cada día.
Jesús, como judío piadoso y cumplidor que era, acude a la sinagoga el día del sábado que según la ley mosaica era sagrado. La Iglesia, desde el principio de su historia, sustituyó el sábado por el primer día de la semana, que comenzó a llamarse domingo, precisamente por ser el día del Señor, Dominus en latín. Con su conducta Jesús nos da ejemplo para que también nosotros santifiquemos ese día dedicado a Dios y no el que a cada uno le parezca oportuno.
Jesús asiste al rito de la sinagoga y comienza a hablar, haciendo uso del derecho a intervenir que tenía cualquiera de los asistentes. Sus palabras trascienden sabiduría, fuerza y luz para quienes le escuchan con buenas disposiciones. En cambio, para quienes oyen con espíritu crítico, esas mismas palabras provocaron la desconfianza y hasta el escándalo. ¿De dónde saca todo eso? ¿No es éste el hijo del carpintero, el hijo de María, hermano de Santiago y José y Judas y Simón?
Lo primero que hay que aclarar es que estos hermanos que se nombran aquí, así como en otros pasajes evangélicos, no se pueden entender como hermanos propiamente dichos. María, en efecto, sólo tuvo un hijo, y éste por obra y gracia del Espíritu Santo. Es decir, Santa María fue siempre virgen. Lo que ocurre es que, según el modo de hablar de los semitas, se llamaban hermanos también a los parientes, más o menos cercanos, como podían ser los primos.
Por otra parte, el rechazo de los habitantes de Nazaret nos ha de poner en guardia, para no dejarnos llevar del espíritu crítico cuando escuchamos a quien nos habla en nombre de Dios. Detrás de las apariencias de la palabra humana, hay que descubrir el brillo de la palabra divina. Ojalá podamos decir con Santa Teresa que jamás escuchamos un sermón sin sacar provecho para nuestra alma.
Antonio García Moreno
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