03 julio 2024

Homilía del Domingo XIV de Tiempo Ordinario

 Homilía – Domingo XIV de Tiempo Ordinario

1

Tiempos de incredulidad

Con el evangelio del domingo termina lo que podemos llamar una etapa de la predicación de Jesús, o de la presentación que Marcos va haciendo de Jesús y su obra, junto con las reacciones que provoca.

Y termina con un panorama de fracaso: la incredulidad precisamente de los más cercanos. El mismo Jesús se extraña de la poca fe de sus paisanos. Es un retrato muy humano, nada mitificado: no «puede» hacer milagros, que serían inútiles, porque ve que no tienen fe.

Las tres lecturas de hoy nos presentan el panorama de la incredulidad, también la de Ezequiel y la de Pablo (aunque por lo general la segunda lectura no tiene coincidencia de mensajes con las otras). Es un aspecto muy actual para los cristianos que vivimos y queremos anunciar el evangelio en el mundo de hoy.

 

Ezequiel 2, 2-5. Son un pueblo rebelde, sabrán que hubo un profeta en medio de ellos

Ezequiel fue un profeta que compartió con sus contemporáneos el destierro de Babilonia, en el siglo VI antes de Cristo.

El pasaje que leemos hoy es desolador: Dios mismo le manda que hable al pueblo, pero a la vez le avisa que no le escucharán, porque es «un pueblo rebelde» y son «testarudos y obstinados». A pesar de eso, tiene que hablar como profeta, aunque no le hagan caso, y así «sabrán que hubo un profeta en medio de ellos».

El salmista se pone de la parte del profeta al que no le hacen caso, pero no pierde la esperanza, y pide a Dios que le ayude en esos momentos tan críticos: «misericordia, Señor, misericordia, que estamos saciados de desprecios… nuestros ojos están en el Señor, esperando su misericordia». Es hermosa la comparación de los siervos que están atentos a los deseos de su amo: «los ojos de los esclavos fijos en las manos de sus señores… así están nuestros ojos en el Señor, esperando su misericordia».

 

2 Corintios 12, 7b-10. Presumo de mis debilidades, porque así residirá en mí la fuerza de Cristo

El último pasaje que en el leccionario dominical leemos de la segunda carta a los Corintios también es una página patética.

Pablo confiesa las «debilidades» que experimenta en su vida: insultos, privaciones, persecuciones, dificultades de todo tipo. Es misteriosa la alusión a «una espina que le han metido en la carne» y al «ángel de Satanás que me apalea» (¿alguna enfermedad corporal? ¿dificultades de tipo espiritual?). A pesar de todo, no pierde la confianza. Eso le hace humilde: «para que no tenga soberbia», y lo único que puede aportar de propio son precisamente sus debilidades. Pero cuenta con la ayuda de Dios: «te basta mi gracia», «residirá en mí la fuerza de Cristo». Entonces experimenta que «cuando soy débil, entonces soy fuerte».

 

Marcos 6,1-6. No desprecian a un profeta más que en su tierra

Después de resucitar a la hija de Jairo, en Cafarnaún, Jesús va a su pueblo, Nazaret. Allí se encuentra con una acogida fría. Predica en la sinagoga, pero lo único que consigue es que sus paisanos se pregunten de dónde le vienen esa sabiduría y esos milagros que dicen que hace.

Ellos le conocen sencillamente como «el carpintero» y «el hijo de María», y conocen también a sus «hermanos» (que ya sabemos que en las lenguas semitas puede significar también primos y demás parientes). Por eso «les resultaba escandaloso».

Jesús se extraña de la falta de fe de sus paisanos y «no pudo hacer allí ningún milagro». No porque los milagros o las curaciones dependan de reacciones psicológicas, sino porque Jesús quería que sus milagros no quedaran sólo en la mera admiración, sino que condujeran a la fe en él.

Y se marchó a otros pueblos, a seguir predicando.

 

2

«…y los suyos no le recibieron»

Se cumple lo que dice Juan en el prólogo de su evangelio: «vino a su casa y los suyos no le recibieron».

Lo experimentó el profeta Ezequiel, que estaba compartiendo con sus paisanos la desgracia del destierro, pero no le escucharon lo que les decía de parte de Dios.

Lo experimentó Pablo, que, además de muchos éxitos pastorales, tuvo también momentos de fracaso en que tenía la tentación de abandonar su misión apostólica, porque sólo encontraba dificultades y persecuciones.

Lo experimentó, sobre todo, Jesús, que había sido aplaudido en otros pueblos y se había alegrado de la fe de Jairo y de la buena mujer que se curó de su hemorragia, pero cuando llegó a Nazaret se encontró con la incredulidad. Según Lucas (Le 4) no sólo le hicieron el vacío, sino que, después de una admiración inicial, provocó la ira de sus paisanos y estuvo a punto de ser despeñado por un barranco.

Las preguntas que suscitó su predicación en los nazaretanos estaban bien formuladas: ¿quién es este? ¿de dónde le viene la sabiduría y el poder milagroso que muestra? La extrañeza de sus paisanos puede considerarse lógica: ¿cómo puede venir de Dios un carpintero de nuestro pueblo, al que hemos visto crecer desde niño? Pero no supieron pasar de esas preguntas a la conclusión que hubiera sido más lógica: Dios debe estar de su parte, porque si no, no podría hacer lo que hace. Se quedaron bloqueados en la pregunta. «Desconfiaban de él». Tal vez también porque sintieron celos de que en otros pueblos, como en Cafarnaún, hacía milagros y en el suyo, no. Lo que hacía «les escandalizó» y no creyeron en él. Entre otras cosas, porque venía como un Mesías demasiado sencillo -un obrero humilde, sin cultura, a quien conocen desde niño- y no como un liberador enérgico y poderoso como esperaban.

La conclusión de Jesús es bastante amarga: «no desprecian a un profeta más que en su tierra, entre sus parientes y en su casa». A Jesús debió dolerle esta falta de fe. El anciano Simeón ya había predicho que aquel niño iba a ser piedra de escándalo y señal de contradicción.

La increencia ha existido siempre, y también en nuestro tiempo. La fe es muchas veces incómoda y exigente. Cuando no interesa el mensaje -y el de los profetas, y sobre todo el de Cristo, es siempre incómodo- se desacredita (o se persigue y elimina) al mensajero. Lo que predicaba Jesús no coincidía con las convicciones de sus contemporáneos. Más bien sacudía los cimientos de todo su sistema religioso. No sólo de los escribas y fariseos, sino también, según parece, de sus paisanos. Un profeta siempre resulta molesto. Si le aceptan, tienen que aceptar lo que predica.

Lo mismo pasa ahora. Lo que predican el Papa o los Obispos o en general los cristianos, siguiendo el evangelio, puede no coincidir con lo que gusta a la mayoría, y sobre todo a los dirigentes de la sociedad, que fácilmente encontrarán excusas para rechazarlo. Es más cómodo refugiarse en el agnosticismo, o en la indiferencia, o en lo que se puede llamar «prescindencia».

Encontrarnos en un ambiente de increencia nos puede saber mal, pero no debería extrañarnos, y mucho menos desanimarnos.

Peor sería que nosotros mismos, «los de su casa», los que nos llamamos cristianos practicantes y escuchamos su Palabra y celebramos su Eucaristía,

fuéramos flojos en nuestra fe, y por la excesiva familiaridad o la rutina no tuviéramos todo el aprecio y el amor que Cristo se merece. No sólo «el mundo», sino nosotros mismos podemos mostrarnos poco inclinados a hacer mucho caso de los «profetas» que Dios sigue enviando. Esta voz profética nos la hace oír Dios, a veces, por medio de personas importantes o de acontecimientos eclesiales solemnes. Pero otras veces lo hace desde la sencillez de la vida diaria y a través de personas nada importantes, que nos dan ejemplo de fidelidad y de verdadera sabiduría: puede ser Teresa de Calcuta o la familia de al lado, que tal vez nos está dando un testimonio clarísimo, si queremos verlo, de vida según el evangelio de Jesús. Y continuamos tranquilamente nuestro camino, apoyados en mil excusas con las que pretendemos dejar en paz nuestra conciencia.

 

A pesar de la incredulidad, seguir predicando

Pero, volviendo a la incredulidad de nuestro ambiente, no debe conducir a un profeta a la cobardía o a la dimisión. No debe dejar de hablar y dar testimonio.

Ezequiel dice que en los momentos más críticos, «el Espíritu entró en mí, me puso en pie» y le mandó que siguiera hablando, «te hagan caso o no te hagan caso». La responsabilidad será de ellos, y así «sabrán que hubo un profeta en medio de ellos».

Tampoco logrará nadie que Pablo calle, por muchas veces que le detengan y le metan en la cárcel y le azoten y le amenacen.

Jesús tampoco se desanima ante el fracaso: siguió «recorriendo los pueblos de alrededor enseñando». El rechazo de Nazaret puede considerarse como símbolo del rechazo de todo Israel: pero él no cede en su misión y predicará hasta el final, aunque su palabra valiente le conduzca a la cruz.

También a los ministros, misioneros, catequistas y padres cristianos de hoy se les podría decir lo que a Ezequiel: sigue hablando, aunque no te hagan caso. Al menos que hayan oído la voz de Dios. Si no te hacen caso, será responsabilidad de ellos. Debemos cuidar y acrecentar nuestra propia fe, y a la vez no cejar en nuestro empeño de ayudar a los demás también a crecer en la suya, sin esperar necesariamente frutos a corto plazo.

 

Débiles, pero fuertes

En nuestra vida cristiana, sobre todo si tenemos un ministerio evangelizador que cumplir, somos frágiles y podemos pasar momentos de desánimo y de fracaso, como el que anuncia el mismo Dios al profeta Ezequiel.

Pablo no era tampoco un superhombre, ni un héroe. Si de algo se gloriaba, es de su debilidad. Tuvo éxitos pastorales y momentos muy consoladores en su vida, incluso con visiones extraordinarias, que él no se atribuía a sí mismo, sino a la gracia y la ayuda de Dios. Pero hoy le hemos oído enumerar sus «debilidades», que a veces le venían de fuera (insultos, persecuciones o el emisario del demonio que le apalea) y otras desde dentro (privaciones, o esa «espina en la carne» de que habla).

El mismo Jesús, rodeado, a veces, del fervor agradecido del pueblo, otras experimentan lo que es la incredulidad: «se extrañó de su falta de fe». En sus últimas horas llenó su vida un gusto amargo de fracaso, y su alma supo de la tristeza y del miedo ante la muerte.

También nosotros somos débiles. No tenemos mucho de que gloriarnos. Tal vez, como Pablo, ya hemos «pedido tres veces al Señor vernos libres de esas dificultades». Es bueno que hagamos nuestra la advertencia de Dios a Pablo: «te basta mi gracia: la fuerza se realiza en la debilidad». Tal vez nuestra debilidad es la mejor disposición de humildad para que sea eficaz nuestro esfuerzo misionero. Nos daremos cuenta que no somos nosotros el centro de la historia ni los que salvamos el mundo, sino sólo mediadores de la gracia de Dios: «así residirá en mí la fuerza de Cristo», y que «cuando soy débil, entonces soy fuerte». Esta visión humilde nos ayudará a relativizar las dificultades que encontramos por el camino y saber sacar provecho de ellas. Seguro que además nos hará más comprensivos con los demás, cuando los veamos con debilidades o fallos.

Tal vez no llegaremos al grado de asimilación que Pablo tenía de estos momentos de debilidad, en su imitación de Cristo: «vivo contento en medio de mis debilidades… sufridas por Cristo». Pero no tenemos que caer en el pesimismo o el escepticismo. En todo caso, sentir nuestra propia debilidad nos hará orientar más decididamente nuestra vida y nuestro trabajo hacia Dios, que es quien nos da fuerza y quien salva al mundo.

José Aldazábal
Domingos Ciclo B

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