Con muchas parábolas parecidas les exponía la palabra, acomodándose a su entender. Todo se lo exponía con parábolas, pero a sus discípulos se lo explicaba todo en privado.
Nos encontramos con dos parábolas en las que el Señor habla del crecimiento del “Reino de Dios”.
Con la primera comparación resalta su crecimiento silencioso y continuo, casi inevitable. La explicación de la parábola no fue recogida en el Evangelio, ya sea porque Cristo mismo no la explicó o porque el evangelista no consideró necesaria su transmisión, debido a su fácil o conocida interpretación.
El Señor enseña que el Reino prometido por Dios y esperado por los judíos, el Reino que sería instaurado por medio de su Mesías, tendrá un inicio muy sencillo, hasta insignificante.
A partir de ese inicio, una vez que la semilla ha sido sembrada, posee un dinamismo propio, desarrollándose por sí mismo, “automáticamente” (el evangelista utiliza la palabra griega autómate). Independientemente de la acción o inacción del agricultor, ya duerma o se levante, “la tierra da el fruto por sí misma”. No será el hombre quien haga germinar o desenvolverse la simiente o el Reino, aun cuando ciertas condiciones externas sean necesarias para favorecer su germinación y crecimiento, sino la misma fuerza intrínseca que portan. San Pablo comprende bien esta realidad cuando escribe: «¿Qué es, pues Apolo? ¿Qué es Pablo?... ¡Servidores, por medio de los cuales ustedes han creído!, y cada uno según lo que el Señor le dio. Yo planté, Apolo regó; mas fue Dios quien dio el crecimiento» (1Cor 3, 5-6).Así pues, el Reino de Dios, una vez inaugurado por el Señor Jesús con su presencia y predicación, con el tiempo llegará necesariamente a su madurez. Nada ni nadie podrá detener su desarrollo y despliegue, y con el paso del tiempo la semilla producirá una cosecha abundante. Entonces, «cuando el grano está a punto, se mete la hoz, porque ha llegado la cosecha».
Para hablar del inicio “insignificante” de este Reino —insignificante a los ojos humanos—, el Señor añade otra parábola, en la que compara al Reino de Dios con una semilla de mostaza, «la semilla más pequeña» de todas las conocidas en la Palestina.
Las semillas de mostaza, en efecto, son pequeñísimas. Redondas y de consistencia dura, tienen entre uno a dos milímetros de diámetro. Al caer en tierra y desarrollarse, llega a ser «más alta que las demás hortalizas», llegando a convertirse en un árbol de entre tres y cuatro metros de altura. En esto consiste justamente la lección del Señor, la enseñanza que quiere transmitir: de lo más pequeño el Reino de Dios pasará a ser lo más grande. Aunque en sus comienzos serán pocos los que lo acepten, llegarán a ser multitudes. A ello se refiere el Señor cuando dice que «echa ramas tan grandes que las aves del cielo pueden cobijarse y anidar en ella». En efecto, la imagen de un árbol que crece y sirve de cobijo a las aves del cielo ya había sido utilizada como metáfora para referirse a los súbditos del Reino que Dios establecerá por encima de los demás (ver 1a. lectura; así también Ez 31, 6; Dan 4, 10ss;).
El Reino de Dios, en el Señor Jesús, tuvo un inicio aparentemente insignificante. Mas la fuerza y potencia que esta “semilla” (ver Jn 12, 34) escondía a los ojos humanos, manifestada en su Resurrección, han llevado al Reino de Dios a un crecimiento espectacular a lo largo de los siglos. Ese Reino es la Iglesia, que a lo largo de los siglos ha cobijado en sus ramas a hombres y mujeres de toda nación, raza o cultura.
Aun cuando en nuestros días se tenga el conocimiento científico apropiado que permita comprender el proceso bio-químico que hace que una semilla brote, crezca y produzca fruto, en el fondo el dinamismo y despliegue de la vida sigue siendo un misterio para el hombre. Más aun lo es el crecimiento de la semilla divina sembrada en el campo del corazón de quien la acoge con fe. Por más que sea imperceptible, el crecimiento se lleva a cabo. Por más que uno “duerma”, el crecimiento y maduración sigue su proceso, “sin que uno sepa cómo”.
Esta realidad espiritual ciertamente no constituye una invitación al ocio, a desentenderse de acción alguna, a cruzarse de brazos en el empeño por la propia santificación. ¡De ninguna manera! A la semilla se le deben garantizar condiciones apropiadas para su crecimiento y maduración. Eso es lo que le toca al agricultor: preparar bien la tierra, abonarla, regarla, y luego, proteger los brotes y la planta de cualquier agente externo que pueda dañarla o destruirla. Si por su esforzado trabajo el agricultor proporciona las condiciones adecuadas, el crecimiento de la semilla se dará por su propia potencialidad, por la fuerza y virtud contenidas en la semilla. En la vida espiritual la acción que produce el crecimiento y transformación interior es ciertamente de Dios, obra de su gracia, pero también cooperación humana es necesaria para que esa semilla de la vida divina encuentre tierra buena en la que se pueda desplegar. La potencia del amor y de la gracia divina jamás obrará en contra de la libertad humana, requiere de nuestra generosa cooperación, aún cuando en comparación con la acción divina la acción humana sea insignificante.
Dado que el crecimiento del Reino de Dios en nosotros depende de Dios, presupuesta nuestra cooperación, en cuanto que Él es quien da el crecimiento, no podemos pretender imponer el ritmo nosotros mismos. ¿Cuántas veces nos desalentamos porque “no crecemos espiritualmente como quisiéramos”, porque “en vez de avanzar parece que retrocedo”, porque “esta debilidad ya debería haberla superado hace mucho”, porque a estas alturas “ya debería ser santo”? ¿Somos nosotros quienes marcamos el ritmo del crecimiento, o Dios? Debemos saber esperar de Dios ese crecimiento, sin impacientarnos por nuestras caídas, sin impacientarnos porque no vemos que crecemos al ritmo que deberíamos crecer. ¡Eso dejémoslo en las manos de Dios! A nosotros nos toca día a día disponer la tierra, arrancar toda mala hierba que no dejará de brotar, regarla, para que la semilla de la vida divina germine como Dios quiere que germine. Pretender imponer el ritmo de mi crecimiento espiritual es como querer acelerar el crecimiento y despliegue de una semilla. Nuestro crecimiento no está en nuestras manos, sino en las de Dios. Pretender crecer por mí mismo y en la medida de mis esfuerzos, es prescindir de Dios, es caer en soberbia. Quien espera crecer según sus propias fuerzas no tardará en desalentarse en el camino de la santificación y conformación con el Señor Jesús.
Permanezcamos humildes. Si paciente y perseverantemente hacemos lo que nos toca, Dios hará el resto. No pretendamos imponer el ritmo a Dios, dejemos eso en sus manos, confiadamente. Estemos seguros de que su fuerza y su gracia actuarán en nosotros. Y no desesperemos o nos desalentemos si acaso nos parece que “no crecemos” o retrocedemos. Aún en medio de nuestras caídas crecemos, si es que acudiendo a la misericordia divina con humildad pedimos perdón y volvemos a la lucha de cada día. Aunque a nosotros nos parezca que no crecemos, a los ojos de Dios estamos creciendo, si permanecemos fieles en la lucha. Incluso nuestras repetidas caídas nos llevan a crecer, pues no pocas veces las lecciones de humildad son tan necesarias para progresar en el camino de la vida espiritual. Lo importante es ponernos siempre de pie, acudir humildes al Señor, volver a la batalla, perseverar, y confiar mucho en Dios y su acción en nosotros.
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