La Ascensión, complemento y desarrollo de la Pascua
No en otras regiones de la Iglesia, pero sí entre nosotros, la Conferencia de los Obispos ha decidido que la solemnidad de la Ascensión se celebre en el domingo séptimo de Pascua, y no, como hasta hace poco, en el jueves anterior. Ambas opciones son buenas. No era lo principal el respetar la cronología exacta que parece presentar Lucas (cuarenta días después de la resurrección) para celebrar este misterio de la Ascensión, que forma una unidad con el de la resurrección del Señor. También tiene muy buen sentido que lo celebremos este domingo dentro de la Pascua, y precisamente el anterior al envío del Espíritu.
La Ascensión es como el desarrollo del acontecimiento de la Pascua, su plenitud, que todavía «madurará» más con el envío del Espíritu. Pascua, Ascensión y Pentecostés no son unos hechos aislados, sucesivos, que conmemoramos con la oportuna fiesta anual. Son un único y dinámico movimiento de salvación que ha sucedido en Cristo, nuestra Cabeza, y que se nos va comunicando en la celebración pascual de cada año. Se pueden leer con provecho los números que el Catecismo dedica a la Ascensión del Señor: CCE 659-667.
Hechos 1, 1-11. Lo vieron levantarse
Hoy escuchamos dos veces el relato de la Ascensión. Primero, en boca de Lucas, que lo cuenta al inicio del libro de los Hechos. Y en el evangelio de Marcos, que es el evangelista de este ciclo B, en su último capítulo, con las consignas de despedida de Jesús. Podríamos decir que la Ascensión es «punto de llegada» de la misión de Jesús (el evangelio) y «punto de partida» de la misión de la Iglesia (el libro de los Hechos).
En los Hechos dice Lucas que Jesús estuvo cuarenta días hablando con sus discípulos del Reino de Dios y prometiéndoles su Espíritu. Entonces «le vieron levantarse hasta que una nube se lo quitó de la vista». Unos ángeles les aseguraron que el mismo Señor volvería al final de los tiempos.
El salmo 46 no puede ser más adecuado para hoy. Invita a los pueblos a batir palmas porque «Dios asciende entre aclamaciones; el Señor, al son de trompetas». El salmista lo decía de Yahvé, con ocasión de alguna victoria. Nosotros lo cantamos confesando nuestra fe en la victoria de Cristo Jesús.
Efesios 1, 17-23. Lo sentó a su derecha en el cielo
Pablo, en su carta a la comunidad de Éfeso (actual Turquía), les desea que sepan comprender en profundidad el misterio de Cristo y la «extraordinaria grandeza del poder» que desplegó Dios en su Hijo, «resucitándolo de entre los muertos y sentándolo a su derecha en el cielo». Cristo es ahora Cabeza y plenitud de la Iglesia y del cosmos entero.
El pasaje está ciertamente bien elegido para la solemnidad que celebramos: es el himno cristológico, el cántico de alabanza a Dios con el que da comienzo la carta de Pablo a los Efesios.
(o bien) Efesios 4, 1-13. A la medida de Cristo en su plenitud
En este ciclo B se puede elegir este otro pasaje de Efesios, como segunda lectura. Pablo nos presenta un programa denso de vida cristiana: una conducta amable con todos, manteniendo la unidad porque uno solo es nuestro Padre, uno solo nuestro Señor y uno solo el Espíritu para todos. Y dentro de la comunidad hay diversidad de ministerios «para la edificación del cuerpo de Cristo». Hasta que lleguemos «al hombre perfecto, a la medida de Cristo en su plenitud».
Si se ha elegido este pasaje es porque basa esos dones diferentes que Cristo ha dado a su comunidad en que antes él subió a los cielos: «subió a lo alto llevando cautivos y dio dones a los hombres» (por tanto, no habría que elegir la versión breve de esta lectura, que suprime precisamente esa alusión a la Ascensión).
Marcos 16, 15-20. Subió al cielo y se sentó a la derecha de Dios
Al final de su evangelio, Marcos nos cuenta el último encuentro del Resucitado con sus discípulos, en el que les encomienda su mandato misionero: «id al mundo entero y proclamad el Evangelio a toda la creación». De un modo muy escueto -como es el estilo de Marcos- describe la Ascensión: «el Señor Jesús subió al cielo y se sentó a la derecha de Dios».
2
El triunfo de Jesús
La comunidad cristiana se alegra con el triunfo de su Señor y Cabeza. Jesús es glorificado. Ha cumplido su misión y ahora ha alcanzado la plenitud, también en cuanto Hombre, junto al Padre. El Catecismo describe así el misterio: la Ascensión significa que Jesús «participa en su humanidad en el poder y la autoridad del mismo Dios» (CCE 668) y que se ha convertido en Señor del cosmos, de la historia y de la Iglesia.
«Subir», o la «Ascensión», supone una concepción no histórico-geográfica de la localización del cielo con respecto a la tierra, sino un símbolo de la glorificación plena del Señor Resucitado. También lo decimos en el Credo:
«subió a los cielos y está sentado a la derecha de Dios». Celebramos el triunfo de Cristo Jesús, a la derecha del Padre -el que está a la derecha del que preside es el que ocupa después de él el puesto de honor-, constituido Juez, Señor y Mediador universal.
Ahora podemos entender mejor, desde la Pascua cumplida, el misterio de Jesús. Podemos admirar, como quiere Pablo, «la fuerza poderosa que ha desplegado el Padre resucitando a Jesús» y constituyéndolo superior a todo. Podemos hacer nuestras las expresiones de entusiasmo del prefacio, en el que damos gracias a Dios «porque Jesús el Señor, el rey de la gloria, vencedor del pecado y de la muerte, ha ascendido hoy ante el asombro de los ángeles a lo más alto del cielo, como mediador entre Dios y los hombres, como juez de vivos y muertos».
Nunca abarcaremos del todo la profundidad del misterio de Cristo. Pero tenemos en esta Pascua, ahora completada por la Ascensión, y el domingo que viene por la venida del Espíritu, motivos abundantes de alegría y fiesta, y también para dar sentido y motivación a nuestra vida de seguimiento de ese Cristo Jesús que ha triunfado y que nos comunicará a su debido tiempo su mismo destino a nosotros: «ha querido precedernos como cabeza nuestra para que nosotros, miembros de su cuerpo, vivamos con la ardiente esperanza de seguirlo en su reino» (prefacio I).
Comienza la misión de la Iglesia
El triunfo de Jesús es a la vez el inicio de la misión por parte de su comunidad a través de los siglos. La comunidad no se queda «mirando al cielo», sino que baja a la ciudad, por encargo de los ángeles. Quedarse mirando al cielo es más cómodo. Como lo era para Pedro y sus compañeros levantar tres tiendas y quedarse en la luz del monte Tabor. Pero la tarea está en «el valle», en la vida de cada día.
La Ascensión es para Jesús el punto de llegada triunfal. Para su comunidad, el punto de partida, el comienzo de su camino misionero desde Galilea y Jerusalén hasta los confines del mundo. Como Jesús fue el auténtico testigo de Dios en su vida terrena, ahora lo debe ser su comunidad, hasta el final de los siglos.
Esta misión parece un paralelo de la que recibió Abrahán, partiendo de su ciudad a un destino para él entonces desconocido. La promesa que al patriarca se le hizo, de que todas las naciones serían bendecidas en él, sólo se ve que se cumpla ahora, con la comunidad del Resucitado enviada a todo el mundo: «id al mundo entero y proclamad el Evangelio a toda la creación». En efecto, los discípulos «se fueron a pregonar el Evangelio por todas partes».
El encargo no es nada fácil, como se sigue demostrando en la historia pasada y en la presente. Los cristianos somos testigos de Cristo en el mundo y se nos encomienda la tarea de a) la evangelización, predicando la Buena Noticia, convenciendo a las personas de cada generación de que se agreguen al grupo de seguidores de Jesús, b) la celebración de los sacramentos, comenzando por el Bautismo, y c) la construcción de un mundo mejor, enseñando a los demás, sobre todo con nuestro propio ejemplo, a guardar el estilo de vida que nos enseñó Jesús.
En rigor, el libro de los Hechos no tiene último capítulo: lo tendrá al final de los tiempos, cuando concluya la misión de la comunidad del Señor.
Con una doble presencia y garantía
Eso sí, hay una doble garantía para que una comunidad débil como la nuestra pueda realizar esa misión.
Ante todo, la presencia y la ayuda del mismo Señor Resucitado, que «cooperaba confirmando la palabra con las señales que los acompañaban», cumpliendo la promesa que les había hecho de que estaría con ellos «todos los días hasta el fin del mundo» (antífona de comunión, tomada del evangelio de Mateo), porque, como dice el prefacio I de la Ascensión, «no se ha ido para desentenderse de este mundo».
La Ascensión no es anuncio de una «ausencia», sino de una «presencia misteriosa e invisible», más real incluso que la física o geográfica que tenía Jesús antes de su Pascua. Estará presente a su comunidad todos los días, hasta el fin del mundo. Si el evangelio daba comienzo con el anuncio del «Dios-con-nosotros», el Emmanuel y Mesías, ahora termina con el «yo- estoy-con-vosotros» del Resucitado, que se extiende «todos los días, hasta el fin del mundo».
Además, hay otro protagonista, también invisible, que acompaña esta tarea de la Iglesia: el Espíritu, a quien Jesús ha prometido enviar a su comunidad.
Las últimas palabras, según el libro de los Hechos, antes de ser elevado al cielo, fueron: «cuando el Espíritu Santo descienda sobre vosotros, recibiréis fuerza para ser mis testigos en Jerusalén, en toda Judea, en Samaría y hasta los confines del mundo». Un prefacio de la Ascensión afirma que Jesús «ahora intercede por nosotros, como mediador que asegura la perenne efusión del Espíritu» (prefacio III).
Con alegría y esperanza
Lo importante es que cada uno de nosotros, miembros de la comunidad de Jesús y del Espíritu, realicemos esa misión, en medio de circunstancias favorables o desfavorables, en el ambiente familiar y en el profesional, con alegría y esperanza.
Con alegría, «porque la ascensión de Jesucristo es ya nuestra victoria» (oración), y porque el misterio del Cristo Resucitado ha dignificado nuestra naturaleza humana, dándole sus mejores valores: «fue elevado al cielo para hacernos compartir su divinidad» (prefacio II), y en Cristo «nuestra naturaleza humana ha sido tan extraordinariamente enaltecida que participa de tu misma gloria» (poscomunión). El triunfo de Jesús es nuestro mejor motivo de alegría.
Con esperanza, porque la fiesta de la Ascensión nos invita también a mirar hacia delante «y donde nos ha precedido él, que es nuestra Cabeza, esperamos llegar también nosotros como miembros de su cuerpo» (oración). No nos ha abandonado, «sino que ha querido precedernos como cabeza nuestra para que nosotros, miembros de su Cuerpo, vivamos con la ardiente esperanza de seguirlo en su reino» (prefacio). En la oración sobre las ofrendas pedimos a Dios «que la participación en este misterio eleve nuestro espíritu a los bienes del cielo». Pablo quiere, en su carta, que los cristianos de Éfeso, junto al misterio de Cristo, entiendan también «cuál es la esperanza a la que os llama».
Hoy es la fiesta de la esperanza. Es verdad que el compromiso de ser testigos de Cristo en el mundo es exigente y muchas veces comporta dificultades. Es más cómodo seguir las propuestas de este mundo. Pero debe prevalecer la fidelidad a Cristo y, si surgen dificultades, la esperanza. Todos estamos incluidos en el triunfo de Cristo, aunque todavía nos queda camino por recorrer. La Virgen Madre sí, ya terminó su camino, y es la «asunta», incorporada al triunfo de su Hijo. También en esto es ella la «primera cristiana».
Pablo quiere que comprendamos «cuál es la esperanza a la que nos llama, cuál la riqueza de gloria que da en herencia a los santos».
En un mundo en que no abunda la esperanza, se nos pide que seamos personas ilusionadas. En medio de un mundo egoísta, que mostremos un amor desinteresado. En un mundo centrado en lo inmediato y lo material, que seamos testigos de los valores que no acaban. Esto lo debemos realizar, no sólo los sacerdotes, los religiosos y los misioneros, sino todos: los padres para con los hijos y los hijos para con los padres, los mayores y los jóvenes, los políticos y escritores cristianos, los maestros y los educadores.
En medio, la Eucaristía
Esta comunidad que camina en tensión escatológica, entre la Ascensión y la vuelta definitiva de Jesús, concentra su vivencia de fe en la Eucaristía: «cada vez que coméis… proclamáis la muerte del Señor hasta que vuelva» (1Co 11, 26). En cada Eucaristía recordamos la Pascua primera de Cristo, la que sucedió en Jerusalén hace dos mil años; anticipamos ya la Pascua final, definitiva, al final de la historia; y, mientras tanto, nos alimentamos con su Cuerpo y Sangre, que es el memorial y la presencialización de las dos Pascuas, la pasada y la futura.
En la Eucaristía es donde más concretamente «experimentamos», desde la fe, la presencia viva del Resucitado: en la comunidad, en el presidente que es su imagen personal, en la proclamación de la Palabra, y sobre todo en la mesa eucarística, en la que participamos del Cuerpo y Sangre de ese Cristo que ha vencido a la muerte y nos comunica cada vez su vida de Resucitado como garantía y prenda de nuestra futura resurrección y vida plena. «El que come mi Carne y bebe mi Sangre tendrá vida eterna: yo le resucitaré el último día».
Con la consecuencia de que también fuera de la celebración, en la vida de cada día, sabremos descubrir la presencia del Señor, por ejemplo en la persona del prójimo, sobre todo de los que sufren o tienen hambre o están enfermos, para que podamos oír la alentadora palabra final del Juez: «a mí me lo hicisteis».
El «podéis ir en paz» conclusivo de cada celebración es el envío a la vida, «para que cada uno regrese a sus honestos quehaceres alabando y bendiciendo a Dios» (IGMR 90).
José Aldazábal
Domingos Ciclo B
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Deja tu comentario