Hay una palabra que resuena en las lecturas de este domingo: “amor”. ¿Pero no pensáis que es una palabra que aparece algo desgastada de tanto usarla o por no usarla bien? Sin embargo, Jesús la escoge para decir cómo es Dios. Dios es amor y por ello es una realidad fácilmente comprensible, accesible porque ¿quién no entiende qué es el amor? ¿Quién no desea ser amado?
En su discurso de despedida Jesús interpreta su vida y su muerte como dos momentos de un único acto de amor. Lo que ha movido su vida es lo que ha recibido del Padre: el amor más grande. El amor capaz de “dar la vida por sus amigos”, el amor que da vida olvidándose de sí mismo. El amor que Jesús relaciona con la amistad. En castellano, la palabra amigo comparte raíz con la palabra amor y con el verbo amar. El amor de Jesús nos envuelve, pero la garantía de permanecer fieles en ese amor es su origen. Aunque pensemos lo contrario, el amor que sentimos por Jesús no nace en nosotros, sino que provine de Dios. Viene lo alto, porque Dios es amor. Y como dirá la Escritura: “todo el que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios”.
Estamos en el mes que tradicionalmente recordamos como mes de María. Recordar a María significa siempre acoger al Espíritu Santo, protagonista del tiempo de Pascua. Vivir a la sombra de la Palabra de Dios que tomó carne en su vientre virginal. Contemplar a y con María es volver a Jesús y a la alegría del evangelio, porque María nos dice constantemente “Haced lo que Él os diga”, creced en capacidad para la ternura, que es la forma más madura del amor humano. La ternura de Dios no hace aceptación de personas, como nos ha recordado la primera lectura. Fruto de la Pascua, la Iglesia es el Pueblo de Dios donde cabemos todos, todos, todos.
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