El mensaje central: el amor
Después de cinco semanas de Pascua, y cuando quedan dos para Pentecostés, parece como si la oración de este domingo quisiera asegurarse de que no decaiga el tono y el ritmo de la fiesta, porque pide a Dios que nos conceda «continuar celebrando con fervor estos días de alegría en honor de Cristo resucitado». Siete semanas son un período que se puede hacer largo para una fiesta. Pero es tan importante la Pascua, el corazón de todo el año, que vale la pena que la vivamos en plenitud.
Hoy aparece en las tres lecturas un mensaje insistente: el amor. El amor que nos tiene Dios. El amor que nos ha manifestado Cristo Jesús. El amor que hemos de tenernos los unos con los otros. Y además, un amor universal, sin fronteras.
También el recuerdo de la Virgen María, tan extendido durante el mes de mayo, puede ayudarnos a dar nuevo aliento a la Pascua y a nuestra espera del Espíritu. Ella, al igual que es nuestra mejor Maestra para celebrar y vivir el Adviento y la Navidad, lo es también para la Cuaresma, la Pasión, la Pascua y Pentecostés.
Como quiera que entre nosotros el domingo VII de Pascua, el próximo, se ha convertido en fiesta de la Ascensión, en lugar del jueves anterior, como se hacía antes, los textos del domingo VII se podrían adelantar a este domingo VI. Pero creemos que es mejor leer los que tocan a este mismo domingo VI, que son los que comentamos aquí.
Hechos 10, 25-26. 34-35. 44-48. El don del Espíritu Santo se derramó también sobre los gentiles
Esta vez el testimonio que Pedro da de Jesús sucede en casa de un pagano, del centurión Cornelio, lo cual tiene un sentido importante para la comunidad primitiva. Es un relato que ocupa los capítulos 10 y 11 de los hechos. Aquí leemos un resumen.
La «tesis» que formula Pedro es la universalidad de la salvación: «Dios no hace distinciones: acepta al que lo teme y practica la justicia, sea de la nación que sea». Inmediatamente sucede la bajada del Espíritu sobre aquella casa, con síntomas parecidos a los del día de Pentecostés, lo cual sorprende en gran manera a los acompañantes de Pedro: «se sorprendieron de que el don del Espíritu Santo se derramara también sobre los gentiles». Pedro, entonces, bautiza a toda la familia de Cornelio.
A una lectura así es lógico que le haga eco un salmo misionero: «el Señor revela a las naciones su salvación», «los confines de la tierra han contemplado la victoria de nuestro Dios. Aclama al Señor, tierra entera».
1 Juan 4, 7-10. Dios es amor
La palabra «amor» o sus derivados aparece nada menos que nueve veces en este pasaje de Juan.
La afirmación central es «Dios es amor». Ese amor nos los ha mostrado enviándonos a su Hijo único, y tiene esta consecuencia: «amémonos unos a otros, ya que el amor es de Dios». Además, Juan nos recuerda que todo es iniciativa de Dios y que ese amor suyo es gratuito: no es que «nosotros hayamos amado a Dios, sino que él nos amó y nos envió a su Hijo».
Juan 15, 9-17. Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos
El pasaje de hoy, también de la Última Cena, es continuación del domingo pasado, donde nos hablaba de Cristo como la vid y de nosotros como los sarmientos.
El tema de hoy vuelve a ser el del amor. Si en la carta que hemos leído aparecía nueve veces la palabra «amor», en el pasaje evangélico vuelve a aparecer otras nueve veces. Además, tres veces el concepto de «amigos».
En la entrañable conversación de despedida, Jesús les dice a los suyos que como el Padre le ama a él, y él al Padre, y como él les ha amado hasta llamarles amigos y dar la vida por ellos, el mandamiento que les deja como testamento es este: «que os améis unos a otros».
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La «lógica» del verdadero amor cristiano
La Pascua la celebramos bien si se nota que vamos entrando en el estilo de actuación de Cristo, el Resucitado. La Pascua tiene que notarse en nuestra conducta. En la oración de hoy le pedimos a Dios que «los misterios que estamos recordando transformen nuestra vida y se manifiesten en nuestras obras». En la poscomunión, de nuevo, pedimos que, ya que «en la resurrección de Jesucristo nos ha hecho renacer a la vida eterna», Dios nos ayude a que se note en nuestra vida que estamos llenos de esa Pascua: «haz que los sacramentos pascuales den en nosotros fruto abundante y que el sacramento de salvación que acabamos de recibir fortalezca nuestras vidas».
Sobre todo, según las lecturas de hoy, se tiene que notar que en nuestra vida hay más amor. La palabra «amor» está muy gastada. Es fácil «hablar» del amor, pero se tiene que demostrar en las obras. Tendríamos que evitar ese peligro, y aprovechar las razones que las lecturas de hoy nos dan para el amor de los cristianos.
Es interesante seguir la «lógica» del amor tal como nos lo presenta Jesús (y la carta de Juan).
a) Ante todo, el amor cristiano tiene su origen en Dios. Más aún, Juan se atreve a hacer de Dios una «definición» valiente y concisa: «Dios es amor». La iniciativa la tiene él y su amor es totalmente gratuito. El nos ha amado antes: no es que «nosotros hayamos amado a Dios, sino que él nos amó». Es bueno que se nos recuerde que nuestro amor no nace de nuestro buen corazón, sino que es como una chispa del amor que nos comunica Dios: «el amor es de Dios y todo el que ama ha nacido de Dios».
Este amor se dirige en primer lugar a su Hijo: Dios ha amado a su Hijo y el Hijo ama a su Padre: «como el Padre me ha amado…», «yo he guardado los mandamientos de mi Padre y permanezco en su amor». Luego a nosotros: «Dios envió al mundo a su Hijo único, para que vivamos por medio de él», «nos envió a su Hijo como víctima de propiciación por nuestros pecados».
b) El Hijo, Cristo Jesús, nos ha amado a nosotros con el mismo amor con que a él le ama el Padre: «como el Padre me ha amado, así os he amado yo»; «ya no os llamo siervos, a vosotros os llamo amigos». También de este amor que nos tiene Cristo Jesús se afirma que es gratuito, anterior al que nosotros le podamos tener: «no sois vosotros los que me habéis elegido, soy yo quien os he elegido». Más aún, Cristo nos ha amado del modo más verdadero y convincente, entregándose por nosotros: «nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos».
c) ¿Cuál es la consecuencia de este amor que nos viene de Dios Padre y de Cristo? Uno esperaría que la «lógica» de esta argumentación de Jesús concluyera diciendo que también nosotros debemos corresponderles con nuestro amor. En efecto, también esa es una consecuencia: «permaneced en mi amor; si guardáis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor». Pero la conclusión que más se subraya, tanto en la carta como en el evangelio, es que nos tenemos que amar unos a otros: «amémonos unos a otros, ya que el amor es de Dios», «este es mi mandamiento: que os améis unos a otros como yo os he amado», «esto os mando: que os améis unos a otros».
Un buen «examen» de hasta qué punto estamos asimilando la Pascua del Señor es medir con sinceridad si va creciendo en nosotros el amor al prójimo. La motivación más profunda de ese amor no es nuestro buen corazón, sino la fe: el que se siente amado por Dios y por Cristo, está más dispuesto a amar a los demás, que también son hijos, como nosotros, en la familia de Dios.
No valen las solas palabras. El «examen final», según el final del evangelio de Mateo, es el que nos hará el Juez, preguntándonos si hemos dado de comer, si hemos vestido al desnudo, si hemos visitado al enfermo… Lo ha dicho Juan en su carta: «quien no ama, no ha conocido a Dios, porque Dios es amor». ¿Amamos de veras? ¿somos capaces de entregarnos por los demás? ¿o termina nuestro amor apenas decrece el interés o empieza el sacrificio?
¿Es universal nuestro corazón?
Este amor que nos enseñan las lecturas de hoy debe ser, además, universal.
A Pedro le costó, en vida de Jesús, entender el verdadero sentido del mesianismo que este predicaba. Luego, en los primeros años de la comunidad, le costó también -a él y a los demás discípulos- madurar en su concepto de universalidad. ¿Tenían que admitir en la fe también a los paganos, o era sólo para los descendientes de Abrahán?
La lección que les dio el Espíritu Santo en casa del pagano Cornelio fue elocuente. Ante todo, no les estaba permitido a los judíos entrar en casa de un pagano, y no era tan sencillo de aceptar que se concediera el Bautismo a una familia pagana. Pero el Espíritu cortó radicalmente toda duda. Pedro supo captar el mensaje y obedeció el cambio de dirección a que era invitada la comunidad. A nosotros nos puede parecer que no era un problema importante, pero para ellos sí lo era. Se vio todavía en el llamado «Concilio de Jerusalén», en que Pedro volvió a recordar el episodio de Cornelio, y en el que también escucharon el testimonio misionero de Pablo y Bernabé, y por fin triunfó la tesis universalista: que también los paganos son herederos de la promesa y pueden abrazar la fe en Cristo Jesús sin pasar por la ley de Moisés.
La tentación del «ghetto» o de un grupo cerrado, «nacionalista» en algún sentido, sigue amenazando a la comunidad cristiana y a cada uno de nosotros. Puede basarse en la raza de las personas, o manifestarse en la relación entre clérigos y laicos, o entre hombres y mujeres, o entre mayores y jóvenes. Lo cual se está poniendo más de actualidad ahora, en que se da más mezcla de razas y de culturas religiosas también entre nosotros.
Por eso es interesante que hagamos un «chequeo» de nuestra actitud: ¿es universal nuestro corazón? ¿creemos de veras lo que hemos dicho en el salmo: «el Señor revela a las naciones su salvación», «aclama al Señor, tierra entera»? ¿admitimos que otros también tienen su parte de verdad y pueden haber «recibido el Espíritu Santo igual que nosotros»?
Tenemos mil ocasiones de mostrar que hemos entendido -o que no- esta «tesis» de Pedro, tanto en nuestras relaciones con otros pueblos y razas, como con otras personas cercanas a nosotros, de carácter y formación y convicciones distintas: en la familia, en la comunidad religiosa, en el ambiente parroquial…
La Eucaristía, retrato de una comunidad pascual
Como siempre, es en nuestra Eucaristía donde se cumplen y se alimentan de un modo privilegiado las dimensiones de una comunidad pascual.
Si Cristo nos ha amado dándose por nosotros, en la Eucaristía tenemos el memorial y actualización de su entrega de la cruz. Si hoy nos dice en el evangelio «permaneced en mi amor», como él «permanece en al amor del Padre» -como el domingo pasado nos decía que los sarmientos deben permanecer unidos a la vid-, eso mismo lo había prometido él antes, hablando de la Eucaristía: «quien come mi Carne y bebe mi Sangre, permanece en mí y yo en él» (Jn 6,56).
También en el sentido del amor «horizontal», los unos con los otros, encuentra en la Eucaristía su expresión y su alimento, cuando antes de acudir a comulgar con Cristo se nos invita a darnos la paz los unos a los otros.
Celebrando bien la Eucaristía, como miembros activos de la comunidad eclesial, y movidos por el Espíritu de Jesús, es como mejor seguiremos madurando en la vida pascual de Cristo, para dar luego a nuestra sociedad un ejemplo creíble de alegría, de amor universal y de esperanza.
José Aldazábal
Domingos Ciclo B
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