Decía Jesús a sus discípulos: Este es mi mandamiento –como si no hubiera otro-: que os améis unos a otros como yo os he amado. Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos. Vosotros sois mis amigos si hacéis lo que yo os mando. Parece un contrasentido proponer el amor como un mandamiento: mandar amar.
Pero ¿no es el amor algo que surge espontáneamente por razón del valor del objeto amado y de la unión (parentesco, amistad, enamoramiento, filiación) que nos mantiene ligados a ese objeto? Puede que sea así; no obstante, hasta ese amor necesita del refuerzo de la voluntad para su salvaguarda, mantenimiento y acrecentamiento, voluntad en la re-valorización del objeto amado y en el reforzamiento de la unión existente con el mismo.
Y tratándose de un amor tan exigente con el de Jesús, amor oblativo y hasta el extremo, el papel de la voluntad es inexcusable: uno tiene que querer amar en este modo; uno tiene que proponerse realmente amar como Cristo nos ha amado; y aun así, no le será posible amar en este modo sin la ayuda del que lo manda.
Ya el mandato es una ayuda –no sólo una indicación conductual o un imperativo-; pero al mandato debe unirse la motivación y la fuerza impulsora. ¿Por qué amar en este modo que implica tantas renuncias? Todo amor implica renuncias y posesiones; pero este amor, el más grande, supone la donación de la entera vida. Así nos ha amado Jesús. Hay diferentes tipos de amor, pero en todos ellos se da y se recibe vida; en realidad, sólo se puede dar lo que antes se ha recibido.
El amor también es siembra y la siembra es siempre producto de una cosecha. Se siembra de lo que se ha recogido y se recoge de lo que se ha sembrado. Y en el amor nunca se puede perder de vista el bien: el bien que se desea y se procura a la persona amada y el bien que se busca en ella. La recompensa del amor –hasta del más desinteresado- es un beneficio tanto para el amante como para el amado, puesto que el bien del amado es también bien del amante.
El amante que da la vida por el amado experimenta esta donación como un bien para sí mismo, aunque le suponga una gran pérdida en su vida. En realidad, la reciprocidad del amor hace del amado amante y del amante amado. Y el amor más grande es el que se revela en la donación de la propia vida por los amigos, o incluso por los enemigos, a quienes se quiere transformar en amigos en virtud del poder transformante del mismo amor.
Esto es lo que nos dice san Pablo que hizo Jesús: entregar su vida también por sus enemigos, incluidos los que le arrebataban la vida: Padre –decía-, perdónalos porque no saben lo que hacen. Nosotros estaremos entre sus amigos si hacemos lo que nos manda, es decir, si sintonizamos con su voluntad o si tenemos en cuenta su querer en diferentes modos manifestado: no un querer arbitrario y egoísta, sino un querer que persigue exclusivamente nuestro bien.
Pero lo que nos hace amigos de Jesús no es en primer término el cumplimiento de sus mandatos o la atención a su voluntad, sino otra cosa que no depende de nosotros sino de aquel que decide incorporarnos a su amistad. Prestemos atención a sus palabras: Ya no os llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su señor; a vosotros os llamo amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer.
Llama «amigos» a los que ha hecho partícipes de su propia intimidad, como nosotros, que consideramos amigos a los que comparten muchas cosas de nuestra vida más íntima o personal. La amistad es concebida, pues, como un grado de participación en la propia vida. Y eso se produce con la comunicación; en el caso de Jesús, dando a conocer a sus discípulos y amigos su experiencia de relación –lo que ha oído- con su Padre, lo más íntimo que hay en él. Si la amistad con Jesús depende de esta comunicación personal, no podremos ser amigos suyos si no se da tal comunicación y, por tanto, si no nos elige para compartir con él su intimidad.
De ahí que diga: No sois vosotros los que me habéis elegido, soy yo quien os he elegido y os he destinado para que vayáis y deis fruto, y vuestro fruto dure. La elección como amigos no se queda en la simple incorporación a un círculo de amistad; tiene como objetivo la fructificación y con ella la cosecha de nuevos amigos para él. La relación con él es tan estrecha y necesaria –como la del sarmiento con la vid- que sin ella no es posible la fructificación cristiana. La elección nos capacita y nos destina para dar fruto y para que ese fruto sea duradero.
Hay frutos humanos muy duraderos (una teoría científica, una filosofía, una obra maestra de literatura, una catedral, una sinfonía, una obra de arte, etc.); pues bien, Jesús pretende que el fruto de sus elegidos tenga duración no sólo temporal, sino eterna; pues el amor no pasa nunca.
JOSÉ RAMÓN DÍAZ SÁNCHEZ-CID
Dr. en Teología Patrística
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