Cállate y sal de él.
Queridos hermanos, paz y bien.
El Evangelio de hoy nos habla de la enseñanza de Jesús en la sinagoga de Cafarnaúm. No se han recogen sus palabras, pero serían de gracia, como las que pronunció en la sinagoga de Nazaret (Lc 4, 18-21). Les hablaría del Reino de Dios que está cerca, que Dios se acerca a nosotros como un padre que se compadece de sus hijos y quiere consolarlos y confortarlos; que establecerá una lucha permanente contra los espíritus inmundos y el poder de las tinieblas; que nos librará y nos salvará de todo mal. Continúa el discurso iniciado la semana pasada.
Sus palabras llegaban al corazón. Eran palabras dichas con fuerza y con poder, como si brotaran de una fuente interior creadora. Eran palabras vivas y entrañables, que producían efecto. No se parecían en nada a las palabras de otros maestros y escribas, palabras viejas, cansadas, frías. Hace un comentario del texto que no le ha escuchado a nadie. Es suyo, vivo, adecuado a las circunstancias. E interpela de verdad, mueve los corazones. No deja indiferente a nadie.
Al escucharle, los vecinos de Jesús se dieron cuenta de que ahí había algo diferente. Hablaba un verdadero profeta. Y lo hacía con autoridad. La autoridad que viene de Dios. Eso es lo que el Resucitado ha compartido con nosotros. El Evangelio, la Palabra de Dios, está cerca de nosotros, y nos ayuda a discernir la voluntad del Padre y a comunicarla a los hermanos. El viejo deseo de Moisés, de que todos los israelitas se convirtieran en profetas, como era el mismo Moisés. Lo que aconteció en Pentecostés, en Jerusalén, cuando los Apóstoles, eso está ya a nuestro alcance. Es también nuestra misión.
La lectura de hoy no termina ahí. Se nos relata después el encuentro con el endemoniado. El “pobre hombre” estaba en la sinagoga, en sus cosas de endemoniado, tranquilo. Los demás, seguramente, le veían en una esquina y le evitaban. Digamos que se habían acostumbrado a “vivir con el demonio”. Todos tranquilos, él y los que compartían la oración con él. Dicho así, suena raro, pero es lo que, quizá, nos pasa también a nosotros. No hacemos daño a nadie, pero estamos de acuerdo con situaciones que no nos hacen bien. Son las concesiones para guardar la propia imagen, los compromisos con situaciones injustas, una vida espiritual tibia o fría… Mientras todo esto pasa, el demonio está tranquilo, porque nada le impide seguir reinando en nuestras vidas. Pero…
Cuando aparece un verdadero profeta, entonces todo cambia. Lo hemos visto muchas veces, a la largo de la h
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Deja tu comentario